Ecos de las montañas: 3a
II
[editar]
Hay razas sobre las cuales
la maldición de Dios pesa,
y donde ponen la planta
desaparece la hierba.
En vano a sus individuos
fortuna y naturaleza
dan amigos, poder, oro,
fe, valor, genio y prudencia:
no hay prudencia que les baste,
genio que a su sino venza,
valor que les dé victoria,
ni fe que se les mantenga,
ni oro que empleen con fruto,
ni poder que les dé fuerza,
ni amigos que les sean fieles,
ni sol que a mirar se vuelvan,
ni pan que les dé alimento,
ni suelo que les sostenga,
ni tierra que les dé tumba,
ni ojos que lloren sobre ella,
ni almas que sobre ella recen,
ni manos, en fin, ni lenguas
que de la calumnia póstuma
su fama y honor defiendan.
Esas razas por el mundo
cruzan como los cometas,
dejando tras sí como éstos
su cauda roja, una huella
negra en su patria, en la historia
una figura siniestra,
y en la estirpe de que nacen
baldón, deshonra y vergüenza.
La memoria de estas razas
las historias adulteran,
la tradición la enmaraña,
la torna el vulgo en conseja;
y si un poeta la exhuma
y saca a luz su leyenda,
es un testimonio falso
sin firmas, sellos ni fecha:
un cuento que a nadie importa,
una voz que a nadie llega,
un eco que el aire apaga,
un fanal que ahoga la niebla,
un alminar sin muecines,
un instrumento sin cuerdas,
una aguja sin imán,
un barquichuelo sin vela,
una rosa sin perfume,
una carta sin respuesta,
un cantar sin estribillo
y un ave sin compañera.
Porque esas razas malditas
que, cuando el campo atraviesan
de la vida, ni un ruin árbol
para sombrearse encuentran,
no hallan después de extinguidas
ni quien evocarlas sepa
tras el cendal de una fábula,
como unas sombras chinescas;
porque esas razas sombrías
tan mala sombra proyectan,
que dan mala sombra a un libro...
La de Waifro es una de ellas.