Ecos de las montañas: 26

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​Capítulo VII de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas
 de José Zorrilla

II[editar]

–«En esos montes que por esa ojiva
veis, mi castillo señorial se asienta,
fábrica de los duques aquitanos:
de su raza infeliz soy la postrera.
Su exterminio ha sido obra de la raza
de vuestro esposo; en el misterio envueltas,
mi madre y yo vivimos protegidas
por un cercado artificial de breñas.
Mi nombre de familia está proscrito,
partida entre los príncipes mi herencia,
y el valle en que nací, con su castillo,
es el único asilo que me resta.
Mi madre, al expirar, me dejó escrita
una carta lacónica en que apela,
primero, a la hidalguía de los reyes;
después, de Dios a la equidad suprema.
Esta carta, por ella dirigida
al sucesor de Carlos que hoy impera,
ser debe a vuestro esposo presentada
en un caso no más, que es el que hoy llega.
La invasión de los moros en España
y de la Europa indócil las revueltas,
rompiendo sus barreras de breñales,
asaltaron mi edén. Mi fortaleza
se alza en un punto inexpugnable; un conde
debió sus huestes alojar en ella,
reclamándome en nombre del imperio
para el Emperador toda mi hacienda.
Es el caso previsto por mi madre,
que a su escrito da fin de esta manera:

Si los reyes de estirpe carlovingia,
cebándose en los muertos como hienas,
de la raza de Waifro no perdonan
ni a la inocente y última doncella:
si a la nieta de Waifro de su casa
como a una loba de sus montes echan,
los reyes de la raza carlovingia,
por mí aplacados, ante Dios parezcan;
y puesto que los reyes carlovingios
caballeros no son, ¡malditos sean!
Así acaba la carta de mi madre:
y yo vine en las manos a ponerla
del carlovingio Emperador, que os busca,
porque el caso llevó previsto en ella.
–¿Mas quien os puso de mi historia al cabo?
¿Quién al convento os trae sobre mis huellas?
–Oíd: la historia de mi madre acaba
aquí, y la mía desde aquí comienza.
Un conde, aún joven, cortesano, diestro,
galán y seductor, llegó a las puertas
de mi castillo un día: revelóme
la situación política europea;
y en lugar de ocupar mis posesiones,
como traía la orden, a la fuerza,
me ofreció su favor en vuestra corte
y me contó una historia… suya y vuestra.
–¡Suya y mía!, mirándola con ansia
dijo la Emperatriz. –Sí, la doncella
respondió, de Judith en la faz pálida
también clavando su mirada atenta:
si él me mintió, vos lo veréis: oídme.
Este conde gentil mi huésped era
mientras su rota gente reunía
en el monte otra vez a sus banderas.
Y trovaba a mis rejas por la noche,
me contaba románticas leyendas
por el día, cazaba en mis montañas
conmigo, cabalgaba por praderas
y selvas a mi lado, mis oídos
llenaba de palabras halagüeñas
y mi alma de esperanzas seductoras
y, en fin, mis esperanzas de promesas:
y eran de sus promesas y esperanzas
las palabras e imágenes poéticas,
gratas como el cantar de las alondras
en un amanecer de primavera.
De mis sueños de virgen parecióme
que era el bello ideal. Le amé con esa
pasión voraz de los que sólo tienen
una fe y un amor sobre la tierra.
Él su palabra me empeñó de esposo
y en arras de su amor me dió una prenda,
que ha de ser o mi cetro de Aquitania
o en mi sepulcro de mi amor emblema.
–¿Y cuál es esa prenda, doble símbolo
de muerte o de poder? –Una azucena.
–¡Tan efímera flor! –Es inmarchita:
es de oro. –¡Es de oro! –Hela aquí: vedla.»

De entre los pliegues de su blanca túnica
sacó el lirio del conde Genoveva,
y ante los ojos de Judith poniéndole,
espió la impresión que hacía en ella.
Palideció Judith: todo a sus ojos
el pasado se abrió de su existencia:
era un abismo de iras y de celos,
de recuerdos de amor y de vergüenza.
Reconoció la flor, y su pasado
prestó del porvenir luz a la escena:
un torbellino de iras y venganzas
soplando de la cólera en la hoguera.
El lirio con el dedo señalando,
como si señalara una culebra,
dijo, desencajándose sus ojos,
en actitud y acento de pantera:

–«¿Él os le dió por arras? –Sí. –¿Bernardo?
–Conde de Barcelona. –Se revienta
mi corazón. ¿Me sostendréis lo dicho
delante él? –¡Pues no! –Pues a que venga
esperad. –No vendrá. –¿No? –En mi castillo
debe esperarme ya. –¿Él os espera?
–Leed», dijo, y la carta recibida
por Wifredo a Judith, dió Genoveva.

Judith lo escrito devorando ansiosa
fué renglón por renglón, letra por letra;
Genoveva a través de su semblante
leía en su alma con angustia inmensa.
Era verdad: no estaba el lazo impuro
roto aún…, la calumnia no lo era.
Genoveva lo vió: pero en su alma
lo hundió con mujeril delicadeza.
Genoveva era un ángel en el mundo
condenado a expiar culpas ajenas;
la última de una raza en cuyos seres
fatalidad inevitable pesa.
era un ángel de amor… de sí olvidada
tendió a Judith la mano: sondó ésta,
levantando los ojos del escrito,
de aquella alma sublime la grandeza;
y en llanto desgarrándose, la dijo:

–«¡Ambas a dos de su traición la presa!
–Ambas: pero mi herencia es la desdicha:
soy de Waifro infeliz la infeliz nieta.
¡Adiós! –¿Partías? –Mañana: os dejo sola
para que no os conturbe mi presencia.
–Tenéis un alma de ángel. –¡Ay! Por eso
no hay lugar para mí sobre la tierra.»



Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II