Ley Fundamental (DFV)
Ley Fundamental
LA ley fundamental de todos los países es que se siembre trigo, si se quiere tener pan; que se cultiven el lino y el cáñamo, si se quieren tener telas; que cada uno sea el dueño de su campo, ora pertenezca este campo a un mancebo, o a una doncella; y que el Gaula semibárbaro mate tantos Francos enteramente bárbaros, como vengan de las orillas del Mein, que no saben cultivar, a robar sus mieses y sus ganados; o de lo contrario el Gaula será esclavo del Franco, o asesinado por él.
Sobre este fundamento sienta todo el edificio. Uno hace sus cimientos sobre una roca, y la casa dura; y otro los hace sobre la arena, y se le cae la casa. Pero una ley fundamental, nacida de la voluntad inconstante de los hombres, y al mismo tiempo irrevocable, es una contradicción en los términos, un ente de razón, un absurdo: quien hace las leyes, puede variarlas. La bula de oro se llamó ley fundamental del imperio. En ella se ordenó, que jamás habría mas que siete electores tudescos, por la razón perentoria de que un cierto candelero judío no había tenido mas que siete mecheros, y porque los dones del Espíritu Santo no son mas que siete. Esta ley fundamental fue calificada de eterna por la omnipotencia y ciencia cierta de Carlos IV. A Dios no le pareció bien, que el pergamino de Carlos tomase el nombre de eterno: y ha permitido que otros emperadores germanos por su omnipotencia y ciencia cierta añadiesen dos mecheros al candelero, y dos presentes a los siete dones del Espíritu Santo. Y así es que son nueve los electores.
Era una ley muy fundamental que los discípulos del Señor no tuviesen propiedad ninguna. Y después ha sido una ley todavía más fundamental, que los obispos de Roma fuesen muy ricos, y que los eligiese el pueblo. La última ley fundamental es que sean soberanos, y elegidos por unos pocos hombres vestidos de escarlata, que eran absolutamente desconocidos en tiempo de Jesucristo. Si el emperador rey de los Romanos fuera de hecho señor de Roma, como lo es por el estilo de su cancelería, el papa sería su capellán mayor, hasta otra ley irrevocable para siempre que sería destruida por otra.
Supongo (lo que muy bien puede suceder) que un emperador de Alemania no tenga mas que una hija, y que sea un buen hombre que no entienda nada de la guerra: supongo que si Catalina II no destruye el imperio turco, que ha hecho bambolear en el año de 1771, en que yo escribo estos desvaríos, viene el príncipe a atacar a mi buen emperador querido de los nueve electores; que su hija se pone a la cabeza de los tropas con dos jóvenes electores enamorados de ella; que bate a los Otomanos, como Debora batió al capitán Sisara y a sus trescientos mil soldados y sus trescientos mil carros de guerra en un pequeño campo pedregoso al pie del monte Tabor; que mi princesa rechaza a los musulmanes hasta mas allá de Andrinópoli; que su padre muere de alegría o de otra manera; que los dos amantes de mi princesa comprometen a sus siete coelectores a coronarla, y que todos los príncipes del imperio y de las ciudades consienten en ello; ¿qué se hará de la ley fundamental y eterna, que previene que el S. Imperio romano no puede caer de lanza en rueca, que el águila de dos cabezas no hila, y que sin calzones nadie puede sentarse en el trono imperial? Todos se burlarían de esta vieja ley, y mi princesa reinaría muy gloriosamente.