Jesuitas (DFV)
Jesuitas u Orgullo
SE ha hablado tanto de los jesuitas, que después de haber ocupado a la Europa por el espacio de doscientos años, al fin la han llegado a fastidiar, bien con sus mismos escritos, o bien con los que se han publicado en pro y en contra de esta singular sociedad, en la que no puede negarse que se han visto y que sé ven todavía hombres de un raro mérito.
En seis mil volúmenes se les ha vituperado su moral relajada, que no lo era mas que la de los capuchinos; y su doctrina sobre la seguridad de la persona de los reyes; doctrina, que en resumen no llega ni al cabo de cuerno del cuchillo de Santiago Clemente, ni a la hostia polvoreada que sirvió tan bien a fray Ángel de Montepulciano, otro dominico, y que envenenó al emperador Henrique VII.
Tampoco los ha perdido la gracia versátil, ni la bancarrota fraudulenta del reverendo padre la Valette, prefecto de las misiones apostólicas; porque no se destierra a toda una orden de Francia, de España y de las dos Sicilias, porque haya habido en ella un quebrado, ni los desvarros del jesuita Guyot Desfontaines, ni del jesuita Feron, ni del reverendo padre Marsi, el cual estropeó con sus enormes talentos un hermoso niño de la primera nobleza del reino; se cerraron los ojos sobre estas imitaciones griegas y latinas de Anacreonte y de Horacio.
¿Cuál pues ha sido la causa de su perdición? El orgullo.
¡Qué! ¿Eran los jesuitas más orgullosos que los demás frailes? Sí: y lo eran tanto que hicieron dar una orden de prisión contra un eclesiástico que los había llamado frailes. El fraile Croust, el mas brutal de la sociedad, hermano del confesor de la segunda delfina, estuvo muy cerca de dar de palos en mi presencia al hijo de M. G., después pretor real en Estrasburgo, porque le dijo que iría a verlo a su convento.
Es increíble el desprecio que tenían a todas las universidades a que no pertenecían, a todos los libros que no eran los suyos, y a todo eclesiástico que no era un hombre de calidad; de lo que yo he sido testigo cien veces. En un libelo titulado: Es tiempo de hablar se expresaban así (pág. 341): "¿Qué se dirá a un magistrado que dice que los jesuitas son orgullosos, y que es menester humillarlos?" Eran tan orgullosos, que no querían que se criticase su orgullo.
¿De donde les venia este pecado de la soberbia? De que Fray Guignard había sido ahorcado. Esto es cierto a la letra.
Es necesario observar que después del suplicio de este jesuita en tiempo de Henrique IV, y después de su destierro del reino, no fueron admitidos, sino a condición de que habría siempre en la corte un jesuita que respondería de la conducta de los demás. Coton fue enviado en rehenes al rey Henrique IV; y este buen monarca, que también tenia sus intriguillas, pensó ganarse al papa, tomando al jesuita por su confesor.
Desde entonces cada fraile jesuita se creyó confesor del rey in solidum. Esta plaza de primer médico del alma de un rey llegó a ser un ministerio en tiempo de Luis XIII, sobre todo de Luis XIV. El fraile Vadblé, ayuda de cámara del padre de la Chaise, concedía su protección a los obispos de Francia; y el F. B... Tellier gobernaba con un cetro de hierro los que querían dejarse gobernar así. Era imposible que la mayor parte de los jesuitas no se inflase del viento de estos dos hombres, y que no fuesen tan insolentes como los lacayos del marques de Louvois. Entre ellos hubo algunos sabios, algunos hombres elocuentes y algunos genios: todos estos fueron modestos; pero los ordinarios que componían el gran número, fueron atacados del orgullo anejo a la mediocridad y al espíritu de colegio.
Desde el P. Garase, casi todos sus libros polémicos respiran una indecente altanería que ha incomodado a toda de Europa. Esta altanería cayó con frecuencia en la bajeza del ridículo más enorme; de manera que encontraron el secreto de ser al mismo tiempo el objeto de la envidia y del desprecio. Por ejemplo, he aquí como se expresaban sobre el célebre Pasquier, abogado general de la cámara de cuentas.
"Pasquier es un porte-panier, (esportillero), un pillo de París, un galancete bufón, burlón, un decidor de chilindrinas, que no merece ser el galopín de los lacayos, belitre, pícaro que regüelda, pee y vomita; sospechosísimo de herejía, o bien hereje, o bien peor, un sucio y torpe sátiro, archipetimetre, tonto por naturaleza, por becuadro, por bemol, tonto al mas alto diapasón, tonto de tres suelas, tonto de tinte doble, y teñido de carmesí, tonto en todas suertes de tonterías."
después han pulido su estilo; pero su orgullo, que se hizo menos grosero, ha causado más indignación.
Los hombres perdonan todo menos el orgullo. Y esta es la razón porqué todos los parlamentos del reino, la mayor parte de cuyos miembros se componía de discípulos suyos, se aprovecharon de la primera ocasión de aniquilarlos: y toda la tierra se alegró de su caída.
El espíritu de orgullo estaba tan arraigado en ellos, que se desplegó con el furor más indecente al mismo tiempo que estaban prosternados bajo la mano de la justicia, y que su sentencia no estaba pronunciada todavía. Para convencerse no hay mas que leer la famosa memoria, titulada Es tiempo de hablar, impresa en Aviñón en 1762 bajo el nombre supuesto de Amberes. Esta memoria principia por un pedimento irónico a las gentes del tribunal del parlamento, en la que se les habla con tanto desprecio, como si se reprendiera a los escribientes de un procurador. A cada paso se trata al ilustre M. de Montclar, fiscal y el oráculo del parlamento de Provenza, de maese Ripert; y se le habla como un regente pudiera tratar a un estudiante terco e ignorante. En la página 399 del tomo II llevan la audacia hasta decir: que M. de Montclar ha blasfemado al dar cuenta del instituto de los jesuitas.
En su memoria que tiene por titulo Todo se dirá, insultan todavía mas impudentemente al parlamento de Metz, y siempre con el estilo que se bebe en las escuelas.
El mismo orgullo han conservado entre las cenizas a que los han reducido la Francia y la España. La serpiente, hecha pedazos, ha levantado la cabeza aun desde estas cenizas. Se ha visto a un yo no sé qué miserable, llamado Nonotte, erigiéndose en crítico de sus maestros; y este hombre, hecho para predicar a la canalla en un cementerio, hablando a tontas y a locas de unas cosas de las que no tenia la noción mas mínima. Otro insolente de la misma sociedad, llamado Patouillet, insultaba en unas pastorales de obispo, a los ciudadanos y empleados de la casa del rey, cuyos lacayos no hubieran sufrido que les hablase.
Una de sus principales vanidades era la de introducirse en casa de los grandes en la última enfermedad de estos, como embajadores de Dios, que iban a abrirles las puertas del cielo sin hacerles pasar por el purgatorio. En tiempo de Luis XIV no era del buen tono morir sin pasar por las manos de un jesuita; y el pobrete iba en seguida a alabarse entre sus devotas de que había convertido a un duque y par, el que se hubiera condenado sin su protección.
E1 moribundo podía decirle: ¿con qué derecho, o excremento de colegio, vienes a mi casa cuando me estoy muriendo? ¿Voy yo a tu celda cuando tú tienes la fístula o la gangrena, y cuando tu grasiento cuerpo está para pasar a la tierra? ¿Ha dado Dios a tu alma algunos derechos sobre la mía? ¿Tengo yo un preceptor a los setenta años? ¿Traes las llaves del paraíso a tu cintura? Tú tienes la osadía de decir que eres embajador de Dios: muéstrame tus patentes; y si no las tienes, déjame morir en paz. Un benedictino, un cartujo, un premostratense no vienen a alterar mis últimos momentos; ni erigen un trofeo a su orgullo sobre la cama de un agonizante; sino que se están en sus celdas; vete tú a la tuya; pues nada tienes que ver conmigo.
Ciertamente fue una cosa cómica en una ocasión triste la solicitud de un jesuita ingles, llamado Routh para apoderarse de la última hora del celebre Montesquieu. Este jesuita dice, que fue a volver a la religión aquella alma virtuosa, como si Montesquieu no hubiera conocido la religión mejor que un Routh, y como si Dios hubiera querido que Montesquieu pensase como un Routh: Aunque lo echaron del cuarto del enfermo, fue gritando por todo París: Yo he convertido a este hombre ilustre, y le he hecho arrojar al fuego sus Cartas persianas y su Espíritu de las leyes: y se tuvo mucho cuidado de imprimir la conversión del presidente de Montesquieu por el reverendo padre Routh en un libelo titulado Anti filosófico.
Otro orgullo de los jesuitas era el de hacer misiones en las ciudades, como si estuvieran entre los Indios, o entre los japoneses. En estas misiones se hacían seguir en las calles por toda la magistratura: llevaban por delante una cruz, que plantaban en una plaza pública; deponían al cura; y se hacían los dueños de la ciudad. Un jesuita, llamado Aubert, hizo en Colmar una misión de estas, y obligó al abogado general del consejo soberano a que quemase a sus pies un ejemplar de Bayle, que le había costado cincuenta escudos. Pensad como se hincharía el orgullo de este Aubert con semejante sacrificio, como se alabaría a la noche entre sus compañeros, y como escribiría a su general.
¡O, frailes, o frailes, sed modestos! ya os lo he dicho; sed moderados, si no queréis que lluevan desgracias sobre vosotros.