Libertad de conciencia (DFV)
Libertad de conciencia
EL capellán del príncipe de el cual príncipe es católico romano, amenazaba a un anabaptista de que lo echaría de los pequeños Estados del tal príncipe: le decía, que en el Imperio no hay mas que tres sectas autorizadas; la que se come a Jesucristo Dios solamente por la fe en un pedazo de pan y bebiendo un trago; la que se come a Jesucristo Dios con el pan; y la que se come a Jesucristo Dios en cuerpo y en alma sin pan ni vino: que en cuanto a él anabaptista, que no come a Dios de ninguna manera, no era digno de vivir en las tierras de monseñor; y en fin la conversación tomó cuerpo, y el capellán amenazó al anabaptista, que lo haría ahorcar.
A fe mía, respondió el anabaptista, que eso será tanto peor para su alteza: yo soy un fuerte fabricante, que ocupo doscientos trabajadores y que hago entrar cien mil escudos en sus Estados; mi familia se establecerá en otra parte, y monseñor perderá más que yo.
¿Y si monseñor manda ahorcar tus doscientos trabajadores y tu familia, y da tu fábrica a los buenos católicos? le dijo el capellán.
Yo lo desafío, contestó el viejo: no se da una fábrica como se da un cortijo; porque no se da la industria. Además, esto sería mucho más insensato, que si hiciera matar a todos sus terneros que no comulgan más que yo.
El interés de su alteza no es que yo me coma a Dios; sino que procure qué comer a sus súbditos, y que yo aumente sus rentas con mi trabajo. Yo soy hombre de bien; y aun cuando tuviera la desgracia de no haber nacido tal, mi profesión me obligaría a serlo; porque en las empresas de comercio no sucede lo que en las empresas de corte: nosotros no podemos tener buenos sucesos sin probidad. ¿Qué te importa que yo haya sido bautizado en la edad que se llama de razón, ínterin que tú lo has sido sin saberlo? ¿Qué te importa que yo adore a Dios sin comérmelo, ínterin que tú lo haces, te lo comes y lo digieres? Si tú siguieras tus bellas máximas, y tuvieras la fuerza en la mano, irías de un extremo a otro del universo, haciendo ahorcar con gran placer al Griego que no cree, que el Espíritu procede del Padre y del Hijo a todos los Ingleses, Holandeses, Dinamarqueses, Suecos, Prusianos, Hanoverianos, Sajones, Hesseses y Berneses, que no creen la infalibilidad del papa; a todos los musulmanes que creen un solo Dios, y que no le dan ni padre ni madre; y a los Indios cuya religión es más antigua que la judía; y a los letrados chinos que hace cinco mil años que sirven a un Dios único sin superstición y sin fanatismo.
Sin duda que así lo haría, dijo el sacerdote; porque me veo devorado del celo de la casa de Dios; Zelus domus tua comedit me.
¡Extraña secta! o más bien ¡Horror infernal! exclamó el buen padre de familia. ¡Qué religión, la que no se sostuviera, sino por los verdugos, y la que hiciera á, Dios el ultraje de decirle: Tú no eres bastante poderoso para sostener por ti mismo lo que nosotros llamamos tu verdadero culto, es necesario que te ayudemos; tú no puedes nada sin nosotros, y nosotros no podemos nada sin tormentos, sin cadalsos y sin hogueras!
Ven acá, sanguinario capellán; dime ¿eres dominico, o jesuita, o diablo? Soy jesuita dijo el otro. Y bien, amigo mío ¿por qué dices unas cosas tan diabólicas, si no eres diablo?
Porque el reverendo padre rector me ha mandado que las diga.
¿Y quien ha mandado tal abominación al reverendo padre rector?
El provincial.
¿Y de quien ha recibido el provincial esa orden? De nuestro general; y todo para agradar al papa.
El pobre anabaptista exclamó: Sagrados papas, que estáis en Roma sentados sobre el trono de los césares; arzobispos, obispos y abades que os habéis hecho soberanos; yo os respeto y huyo de vosotros. Pero si en el fondo de vuestro corazón confesáis, que todas vuestras riquezas y vuestro poder no se fundan más que en la ignorancia y bestialidad de nuestros padres; gozad a lo menos de las unas y del otro con moderación. Nosotros no queremos destronaros: pero no nos arruinéis. Gozad, y dejadnos en paz y de lo contrario temed que al fin se les acabe a los pueblos la paciencia y os reduzcan para el bien de vuestras almas a la condición de los apóstoles, de los que pretendéis; ser sucesores.
¡O miserable! ¡Tú quisieras que el papa y el obispo de Vurtzburgo ganasen el cielo por la pobreza evangélica!
¡O reverendo padre, tú quieres ahorcarme!