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El doctor Centeno: 02

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El doctor Centeno
Tomo I

de Benito Pérez Galdós


Introducción a la Pedagogía : II

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Alejandro Miquis estudiante de leyes, natural del Toboso, de veintiún años, y Juan Antonio de Cienfuegos, médico en ciernes, alavés, subían al filo de mediodía por las rampas del Observatorio. Eran dos guapos chicos, alegría de las aulas, ornamento de los cafés, esperanza de la ciencia, martirio de las patronas. Llevaban capa y sombrero de copa, aquellas culminantes chisteras de hace veinte años, que parecían aparatos de calefacción o salida de los humos de la cabeza. Todavía no se habían generalizado los hongos, y la severidad de continente, heredada de la generación anterior, imponía a todo madrileño fino el deber de añadir a su cabeza a todas horas, el inconcebible tubo de fieltro, al cual la época presente, por dicha nuestra, ha quitado importancia, reduciendo su tamaño y limitando su uso. Cienfuegos llevaba en la mano el número de la edición pequeña de La Iberia (fijarse bien en la fecha, que era por Febrero de 1863), y a ratos leía, a ratos peroraba. Miquis, con la capa terciada, el brazo enfático, la mano expresiva, tan pronto cantaba como tiraba al sable sin sable. Cienfuegos leyó en voz alta una frase parlamentaria; Miquis, sin oírle, dijo en tono de teatro aquellos afamados versos de Quevedo:


Faltar pudo su patria al grande Osuna,
pero no a su defensa sus hazañas...


Iba a seguir; pero, sorprendido, gritó:

«¡Un muerto!» -y fue corriendo hacia donde estaba el héroe.

-Quita, hombre, si es un chico... Duerme.

Ambos le tocaron con la punta del pie. Después Cienfuegos, arrodillándose, le observó de cerca. Le sacudieron, le incorporaron. Nada; como un saco.

«Parece desmayado... ¡Eh!, chico, despabílate. ¿Tienes hambre, frío?... A ver, Cienfuegos, mediquillo, lúcete. ¿Qué es esto?».

-¿Qué ha de ser? Borrachera... Es un pillete. Mira cómo abre los ojos... ¡Eh!, mequetrefe, ¿te estás burlando de nosotros? Si hubiera por ahí un jarro de agua se lo echaríamos por la cabeza... Eh, perdis, levántate.

-Hombre, no le pegues.

-Enséñale dos cuartos y verás como salta.

El héroe había abierto los ojos y les miraba... Pero como si la impresión de la luz renovara su mal, apretó los párpados, quedándose como muerto otra vez.

«¿Has bebido más de la cuenta? ¿Tienes frío? Si no respondes, te echamos a rodar por el cerrillo abajo».

Uno le cogió por los hombros, otro por los pies y le balancearon un rato. Se divertían de veras. Pusiéronle después en mejor sitio, y Miquis, con seriedad filantrópica, dijo a su compañero:

«Hay que ver lo que tiene. No seamos bárbaros. Si yo fuera médico... Porque se dan casos de muerte por hambre. ¿Qué se te ocurre, qué dices? Hombre, receta».

-Al momento. Pero para este mal, la botica es la panadería.

El héroe, sin abrir los ojos, empezó a temblar. ¡Pero qué temblor de agonía!

«Si lo que tiene es frío...».

-Puede ser. En tal caso no hay mejor boticario que un sastre.

Miquis se quitó al punto la capa. El otro, que le conocía bien, echose a reír.

«Bonita te la va a poner... Deja, hombre, deja. Ahora me acuerdo: tengo un gabán, que no me sirve, con más ventanas que la catedral de Toledo... Mequetrefe, despierta, abre los ojos, responde: ¿te pondrías tú mi gabán?».

Ni respuesta ni señales de haber oído dio el infeliz, que sólo parecía tener vida para sus violentos temblores. Miquis le echó encima su capa, y procuraba envolverle en ella, cosa no fácil estando el otro tendido en tierra. Fue preciso liarle dándole sucesivas vueltas sobre sí mismo. Cienfuegos se moría de risa viendo a su compañero en aquella faena, no menos humanitaria que cómica. En aquel punto y ocasión pasó un señor, hombre respetable por su edad y figura, alto, afable, y que en todo se revelaba como persona de esa clase intermedia en que suavemente se verifica la transición del estado humilde al acomodado. Iba decentemente vestido. Según se mirase a esta o la otra parte de su empaque, debía de variar la calificación que de él se hiciera, pues por el gabán correcto y cepillado parecía más, por la gorra de paño menos de lo que realmente era. Por su corbata de seda negra, traspasada con alfiler de cabecita de oro y menudas perlas, figuraba más; menos por el cesto de provisiones que colgado del brazo llevaba. Los que no le conociesen como conserje del Observatorio, creeríanle algo a manera de caballero sirviente. Parose a ver la curiosa escena y a dar un palmetazo en el hombro de Cienfuegos, el cual se volvió y dijo con énfasis el nombre de aquel sujeto, cortándolo con la cadencia y número de un endecasílabo:

«Don Floren...cio Mora...les y Temprado».

-Se saluda a la pareja... ¿Vienen ustedes a tomar café con el señor de Ruiz? Estará haciendo la observación de las doce... Pasen ustedes... ¿Y qué es esto? Ya; un borrachillo. Se ven por aquí unos apuntes... El señor director trabaja para que el ministro nos mande cerrar estos terrenos a ver si nos vemos libres de la gentuza que viene aquí a tomar el sol... o a tomar la luna; que de todo hay... ¡Oh!, Miquis, le ha puesto usted su capa. Vaya que usted...

-Lo que tiene este caballero es hambre.

-Pues por un pedazo de pan no ha de quedar.

-Allá iremos todos, Sr. de Morales y Temprado, -dijo Miquis, mientras el buen señor seguía con paso lento hacia su domicilio.

El héroe empezó a dar señales de vida. Agasajábase poco a poco en la pañosa, cogiendo por aquí un pliegue, por allí otro, y manifestando gran confortamiento y gozo con aquel inesperado abrigo.

«Como me la rompas... -le dijo Miquis amenazándole-. Vamos a cuentas. ¿Te tomarías tú un café?».

No parecía sino que estas palabras tenían la preciosa virtud de resucitar a los muertos, según se despabiló nuestro hombre.

«No le digas tal cosa, porque pega un brinco y te rompe la capa».

-«¿Te comerías tú una chuleta?».

El muchacho miraba con espanto a su favorecedor. Estaba atónito de puro incrédulo. Sin dada le parecía burla lo que oía.

«Si es idiota... ¿pero no lo ves?».

-Dime, ¿eres idiota?

El otro contestó con la cabeza negativamente.La energía de su muda réplica quitaba toda duda.

«No, tú no eres memo; pero eres un grandísimo pillo».

Otra negativa del héroe, pero tan enérgica, que a poco más se le cae la cabeza de los hombros.

«Ya... lo que sí no tiene duda es que eres mudo».

El héroe sonrió un poco, y con trémula pero muy clara voz, dijo así:

«No hombre, que sé hablar».

Desde la puerta del Observatorio viejo, otro, joven, bastante menos joven que Miquis y Cienfuegos, dio dos o tres gritos de esta manera:

«¡Eh, perdidos! ¡Juan Antonio!... caballeros, ¡que estoy aquí!».

Cienfuegos corrió hacia arriba, y cuando estuvo junto a Ruiz, que así se llamaba el auxiliar de astrónomo, el primer saludo fue:

«Mira ese tonto de Miquis».

-¿Qué hace? ¿Con quién habla?

-Pero ¿has visto qué célebre...?

-¿Quién está ahí en el suelo?... ¿Una chica?

-Un gandul que hemos encontrado como muerto. Le ha dado su capa.

-¡Alejandro!... ¡Otro como este...!

Miquis subía paso a paso, frotándose las manos. Con zumba y chacota le acogieron sus dos amigos.

-Tú no aprendes nunca, -le dijo el registrador del firmamento-. Dale bola... que te vas a quedar sin capa... Y van dos.

-No lo creas. Es una persona honrada.

Ruiz se partía de risa.

«Este pobre Miquis es de lo más inocente...».

Los tres fueron hacia el Observatorio nuevo, donde está la gran ecuatorial y las habitaciones de los astrónomos. Entraron; pero al poco tiempo salió Alejandro y bajó hacia donde había dejado su capa. Conviene decir que el llamado héroe se hallaba muy bien dentro de su inesperado sayo, y empezaba a mirarlo como cosa propia. Poquito a poquito se fue acomodando en la sabrosa amplitud pegadiza del paño, y al fin como quien no hace nada, se embozó hasta los ojos. ¡Qué le gustaba aquello, y qué bien comprendía la felicidad de los escogidos mortales que poseen una capa! En la vida había probado él las delicias de prenda tan gustosa. Así, cuando se vio solo, aliviado del respeto que le imponía su favorecedor, se familiarizó más con la hermosa tela, y se envolvió mejor, y la apretó contra sí. Lentamente se desvanecía aquel horrible malestar que le había privado del conocimiento; pero el maldito frío no se le quitaba. Sus fuerzas eran escasas, y cuando probó a ponerse en pie tuvo que dejarse caer otra vez, porque las piernas no querían sostenerle. Como sabandija herida, se fue arrastrando hasta un lugar más seco y abrigado. Buscando apoyo en el tronco de un árbol, se sentó en cuclillas, se colgó la capa sobre la cabeza y se tapó con ella todo, no dejando abierto más que un triángulo, por el cual le asomaban solamente ojos y nariz.

Era tan estrafalaria figura, que sería preciso buscarle semejante en las momias egipcias o en salvajes y feos ídolos africanos. Como había cambiado de sitio, Miquis no le encontró al tornar a la rampa. «¡Ah!, pillo» -murmuraba, volviendo a un lado y otro los ojos, hasta que llegó hasta él la voz débil del héroe con estas palabras:

«Señor... que no me he ido... que estoy aquí».

«Pues te vas haciendo confianzudo... ¡Qué fresco!... -le dijo el estudiante de leyes, sentándose frente a él-. Si creerás que te voy a dar la capa... No seas tonto, tápate, tápate más. Eso se llama cogerlo con gana. No, no te entrarán moscas».

«Señor, tengo mucho frío... Luego se la daré».

-Me gusta la franqueza... Parece que no eres corto de genio.

El otro se reía dando diente con diente. El frío y cierto gozo que cosquilleaba en su espíritu, se expresaban juntamente en un solo fenómeno.

«Vamos a ver. Has de responderme sin mentira... porque tú eres muy mentiroso... ¿Cómo te llamas?».

-Celipe.

-¿Y que más?

-Celipe Centeno.

-¿De donde eres?

-De Socartes.

-¿Y donde está eso?

-Al lado de Villamojada... ya lo sabrá usted; donde están las minas...

-Pero ¿qué minas, hombre, qué minas?

-Las minas de Socartes... Aquí está el río, aquí Villamojada, aquí mis minas...

-Enterados... ¿Y tienes padre y madre?

-Sí señor. Pero como no querían que yo desaprendiese... me tomé la carretera y me vine acá.

-Anda, pillete... A buena cosa habrás venido tú... Con que a desaprender... ¿En qué has venido?, ¿en tren, en carromato...?

-Re-córch... A patita limpia, señor... Siete desemanas y dos días.

-¿Y qué haces aquí? Pedir limosna, vagabundear, merodear...

El héroe no entendía esta última palabra; que si la entendiera habría, protestado severamente. Tan sólo dijo:

«Busco un desacomodo».

No hay medio de averiguar de dónde había sacado el entendimiento de mi hombre aquel barbarismo de anteponer a ciertas palabras la sílaba des. Sin duda creía que con ello ganaban en finura y expresión y que se acreditaba de esmerado pronunciador de vocablos.

«¿Buscas un des...? ¿Qué dices, muchacho?».

-Digo que estoy buscando... de ver cómo encuentro... de que poniéndome a servir a un señor, me deje tiempo para destruirme...

-Hombre, sí, destrúyete, porque eres el bárbaro mayor que he visto... Pero explícame, ¿cómo te las arreglas?, ¿cómo y dónde vives?, ¿quién te mantiene?

El héroe dio un gran suspiro, un suspirote que no cabía dentro de la rotonda del Observatorio.

«Una noche dormí en aquella casa».

Señalaba al Museo.

«¿En el Museo?... ¿dentro?».

-No señor. ¿Ha visto usted unos ujeros que hay por desalante, donde están unas figuras muy guapas?... Pues allí. Otra noche dormí en la puerta, de esa fráica...

-¿Qué?

-De esa fráica que hay allá... donde hacen el desalumbrado de las calles.

-El gas... ¿Y cómo hiciste el viaje?... ¿pidiendo limosna?

-¡Re-có...!, ¿no le digo?... Pues yo traía dinero... Cuando llegué a este pueblo no me quedaba nada... El primer día me dieron medio pan... Yo gano también haciendo recados a las lavanderas, y en la estación un señor me dio a llevar el desequipaje...

-¿Y qué enfermedad tienes?... ¿Por qué estabas desmayado?

-Porque me fumé un cigarro que me dio ayer Mateo del Olmo, sargento de la desartillería. Es de mi pueblo, trabajó en mis minas, y fue novio de mi hermana Pepina... Desencendí mi cigarro, y cuando tan siquiera di seis chupadas, todo me daba vueltas.

-¿Y dónde vives ahora?

-En un tejar que hay allá abajo... ¿Ve usted aquella chimenea grande, grande? ¿Ve usted aquella pared blanca, muy blanca? Tiene unas letras que dicen: Calenturón.

-¿Cómo?

-Calenturón. Allí al lado, en un cobertizo, vivimos muchos pobres. Nos da de comer la mujer del guarda del almacén.

-¿De qué almacén?

-Del almacén de Calenturón.

-¿Qué es eso?

-Venden cal-en-terrón.

-¿Sabes leer?

-Cuando estuve en casa de la tía Soplada... Me tomó de criado para que le hiciera recados. Tiene puesto de ropas desusadas en el Rastro. No me daba salario, sino la comida, y me puso en la escuela de la calle del Peñón. Estuve un mes y días. Desaprendí las letras, pegué al Cartón, y cuando iba a entrarle al Juanito, me salí de casa de la Soplada, porque tiene un hijo muy malo, que me zurraba. No he vuelto a la escuela; pero me leo todos los letreros de las tiendas, y cuando cojo en la calle un pedazo de Correspondencia, me lo paso todo.

-Bien, hombre, bien. Casi, casi eres un sabio.

-¿Quiere tomarme por criado? -dijo el rapaz prontamente.

-Yo no necesito criado.

-Sí, señor: tómeme, tómeme.

-Por de pronto, vete desprendiendo de la capa, que ya noto su falta, y todos somos de carne y hueso.

Como el caracol se asoma tímidamente al boquete de su choza calcárea, y luego poco a poco, halagado del sol, va saliendo y alargándose, así Felipe iba sacando, por sucesivos avances, primero una mano, luego el cuello, los brazos, y al fin medio cuerpo. Probó a levantarse; pero el mareo y lo mucho que había hablado, le tenían muy débil.

-¿Qué has comido hoy?

-Bellotas...

-¿Y ayer?

-Bellotas... pan...

-No sigas, hombre. Me da dolor de estómago oírte. ¿Comerías tú alguna cosita caliente?

Echando el alma por los ojos, contestó Felipe mejor que lo habría hecho con palabras.

«Ven conmigo. A ver si echas una carrera de aquí a aquella casa grande».

-Sí que podré, -repitió el héroe, midiendo con ansiosas miradas la distancia.

-Allí hay convitazo... ¿Viste aquel buen señor que pasó por aquí? Es el conserje. Celebra los días de su esposa. Le voy a decir que te convide. Verás. Anda, valiente... No, no te quites la capa. Embózate en ella... Vamos, hombre, con gracia, con aire.

El otro se reía, probando a embozarse y sin poderlo conseguir.

«Así, bien, así... a la macarena. Eres un zascandil... Me gusta ese garbo. Adelante, paso firme. Bien».

La risa que le entró al héroe impedíale andar, pues tan extremada era su debilidad.

«¡Cómo se ríe!... Vaya, que es usted tonto de veras, señor de Centeno».

Él, que se oyó llamar señor, tuvo una tan fuerte acometida de hilaridad, que se cayó al suelo, temblando de brazos y piernas como un epiléptico.

«¡Ay mi capa, ay mi capita de mi alma!».

-No, señor, no... no se la destropeo, -dijo ahogadísimo Felipe, poniéndose primero de rodillas, luego a cuatro pies, y por último...

¡Aupa, hombre valiente! Ya estás en pie. ¡Gracias a Dios! Ni que fueras de algodón... Pues tú puedes andar. ¡Ah, chiquilicuatro!, lo que tú tienes es mucha marrullería.

-¿Yo?...

-Hipócrita.

Felipe no entendía; mas creyendo era cosa de gracia, siguió riendo. Miquis le daba empujones y pellizcos, le tiraba de un brazo...

«Que me hace cosquillas, señor».

-¡Pillo, granuja!

-¡Ay, ay!

-Si usted sigue con sus bromas, señor don Felipe, le doy a usted una puntera que, del salto, va usted a su pueblo, allí donde están sus minas.

Llegaron así a la puerta del Observatorio nuevo.

«Entra, hombre... No gastes cumplidos».

Es circular aquel vestíbulo, y con cierto aderezo arquitectónico a la griega. En el centro, cual decorativa estatua representando la vigilancia a la entrada del palacio del estudio, estaba don Florencio Mora...les y Temprado. No pudo contener una observación bondadosa, que salió de sus respetables labios en esta forma:

«Tan chiquillo es el uno como el otro».

-Sr. Morales, me tomo la libertad de...

-Es usted muy dueño, Sr. de Miquis, -dijo el bendito Morales, ocultando discretamente un bostezo de hambre tras la palma de la mano...

-De recomendarle a usted al Sr. de Centeno que no ha comido hoy nada caliente. Puesto que tiene usted convidados...

-Es verdad... y si usted gusta de honrarnos, Sr. de Miquis...

-Gracias... Yo voy arriba. Ruiz nos va a leer una comedia. Con que...

-Queda de mi cuenta... -dijo Morales disimulando otro bostezo-. Y la hora de comer se alarga... Entre paréntesis, amigo, como hoy tenemos algo extraordinario... ¡Qué tareas en esa cocina!...

De las cuatro puertas pequeñas que hay en el vestíbulo, una de las de la izquierda, entrando por el Mediodía, conducía a las habitaciones particulares de D. Florencio. Por allí entraron este y Felipe, mientras Alejandro Miquis subía solo por la escalera de la izquierda en busca de sus amigos que en lo más alto del edificio estaban.

«Ea, siéntate aquí, -dijo a Felipe, señalándole un banquillo, aquel buen sujeto, a quien el héroe conceptuaba dueño y manipulador de cuanto existía en aquellos edificios para andar en tratos con la luna y las estrellas-. Suelta la capa, que se la vas a poner perdida a D. Alejandro. Aquí no hace frío. ¿Qué tenías?».

Y sin esperar respuesta, luego que puso la capa bien doblada sobre una silla, empezó a pasearse por la habitación, golpeando duramente con uno y otro pie sobre la estera. Una voz de mujer dijo desde la estancia interna que con aquella se comunicaba:

«Florencio, ¿todavía no se te han calentado los pies?».

-Todavía... Vamos, vamos, prisita, prisita... ¡Qué horas de comer!...



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