El doctor Centeno: 47

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El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


Fin : III[editar]

Frente al Botánico detúvole una voz conocida, una voz amiga, que hacía algún tiempo no había regalado sus oídos. Era Juanito del Socorro, que le llamaba desde la verja del Botánico, en cuyo escalón estaba sentado con otro amigo.

«Hola... Redator...».

-Miale... el Iscuelero.

Entablose franco y amistoso coloquio. Juanito y su amigo habían salido del taller, porque aquel día estaban de obra y no se trabajaba... El insigne Socorro era aprendiz de dorador. ¿Qué ganaba?, un sentido. El principal le quería mucho y le iba a poner en el estofado. «Vente a este oficio, hombre, y ganarás lo que quieras». El tal Juanito estaba en aquel arte por gusto de su madre, y de allí pasaría a ingeniero. Iba por las noches a la escuela gratuita de dibujo, y pintaba hojas de coluna, narices y toda la pirámide de la Geometría. Le iban a poner en el adorno y a pintar una comotora. Ya sabía las cuatro órdenes de la arquitectura, y a poco más, si le dejaban, hacía otra como El Escorial. La corintia era de este modo, y la jónica de aquel otro... En su taller, era él capaz de dorar el gallo de la Pasión, y en aquellos días estaban refrescando un altar. Su principal doraba también con galvana, en un pilón con agua muy agria, que quema... Como que él tenía la blusa agujerada porque le cayeron gotas. ¡Era el oficio más bonito que se podía ver, porque coger una cosa de palo o de hierro y ponerla dorada...! Nada, nada, hijí, si te descuidas se te doran los dedos, y hasta el resuello es oro. ¡Ganar!, lo que quieras. Todos los días encargos, y «que vaya a sacarle lustre al Padre Eterno de la Iglesia...». En medio día se despachaba él cuatro espejos. Primero hacía la pasta, luego iba pegando molduras... Ahora venga barniz, brocha de pelos de león y panes de oro... Un momento, un suspiro. Da gusto ver que todo se va poniendo como un sol... Con los panes que sobraban hacía él maravillas en su casa, y hasta los vasares de la cocina y la espuerta de la basura los había dorado.

Felipe, rebajando gran parte de lo que oía, conceptuaba feliz a su amigo con aquel oficio. ¡Dorar! ¡Poner en todas las cosas la risa del sol, vestir de luz los objetos, endiosar la ruin madera, fingiéndole la facha del más fino y valioso metal...! ¡Dichoso el que en tal industria se ocupaba! Daría él cualquier cosa por poder disponer de los elementos de aquel arte, y dorar la cama, los libros y hasta las botas de su amo. Subió de punto su admiración, cuando Juanito le enseñó sus uñas doradas.

«¿Qué es eso que llevas ahí?... pastelitos».

-Me los han regalado. No sirven...

-Mia este... ¡que no sirven! Nos los comeremos.

-Es que... son para...

-Te los compraremos, hombre... Si creerás tú... Te vamos a convidar a café... Fúmate un cigarro.

Sacó Juanito una cajetilla y repartió. El otro amigo encendió tres cerillas.

«¿Onde vamos? A Diana, que dan mucho azúcar... Café y copas, Felipe...».

Ya era de noche, y Centeno no quería detenerse; pero la obsequiosa finura de aquellos dos caballeros le cautivaba, y también, dígase con franqueza, no dejaba de sentir en su ánimo cierto apetito de libertad, instintivo afán de hacer algo que rompiese la triste y monótona vida que llevaba. ¿Su esclavitud no tendría algún descanso, y su trabajo el alivio de un ratito de café?... ¡Adelante!

«¡Mozo... café y copas... y un periódico!...».

Centeno se recreaba en el fácil uso de su albedrío, en aquel desembarazo que le hacía hombre; y cuando se acordaba de la soledad de su amo, sintiendo, con el recuerdo, un poco de pena, se consolaba mirando el mucho azúcar que sobraba y haciendo propósito de guardarlo todo para el enfermo. Tomaban el café despacio, porque estaba muy caliente, y entre sorbo y sorbo, corría de la boca de Juanito, como del caño de abundosa fuente, un chorro de hipérboles. Felipe no tenía su espíritu muy alegre; pero desde el malaventurado instante en que llevó a sus labios la copa, sintió que se trasformaba y volvía muy otro de lo que era. Aquel maldito licor picaba como un demonio, producíale llamaradas en todo el cuerpo, y en la cabeza un levantamiento, un pronunciamiento, una insurrección de todas las energías, un motín de ideas, bullanga y jarana extraordinarias... Pero él, impávido, seguía bebiendo para que no le dijeran memo, y por fin no quedó nada en la copa.

¿Qué alegría era aquella que le entraba, qué prurito de moverse, de reír, de alzar la voz, de hacer bulla y dar saltos sobre el asiento cual muñeco que tuviera en cada nalga un bien templado resorte? Juanito y su amigo se reían de verle en tal estado, y le incitaban a seguir bebiendo; pero él, con seguro instinto, se negó a dar un paso más por tan peligroso camino.

Era el tal café de los que llaman cantantes. A cierta hora un melenudo artista sentose en la banqueta próxima al piano, y empezó a aporrear las teclas de este. A su lado, un hombre flaco y pequeño cogió el violín, y rasca que te rasca, se estuvo media hora tocando. El efecto que la música hacía en Felipe era como si se le levantara dentro del alma un remolino de satisfacción, el cual corriera haciendo giros, con delicioso vértigo, desde lo más bajo del pecho a lo más alto de la cabeza. Pues digo... ¡cuando cesó el del violín y subió a la tarima una tarasca que cantaba romanzas de zarzuela y jotas y fandangos...! Felipe, entusiasmado, no cesaba de dar palmadas, y a la conclusión de cada estrofa le faltaban pies y manos para hacer sobre la mesa y en el suelo todo el ruido que podía. Juanito, con más calma, tenía fijos sus ojos en la cantatriz, y admiraba sus dejos, sus gorjeos, sus ayes picantes y todo lo demás que salía por aquella salerosa boca. Él no decía más sino ¡qué boca, qué boca!... ¡Y con qué entusiasmo la contemplaba!... Se la doraría.

Otros efectos, a más de la inquietud y el gozo, produjeron en el alma de Felipe aquellos dos agentes: alcohol y música. Fueron la pérdida de toda noción del tiempo trascurrido y unos arranques de generosidad que habían de serle muy nocivos. Viendo que Juanito se registraba sus bolsillos sin lograr sacar de ellos cosa de provecho, Felipe se llenó de punto y de vanidad caballeresca, sacó sus siete pesetas y las desparramó sobre la mesa con gallardo movimiento.

«Yo pago, yo pago»... -gritó con cierto frenesí.

Parte del dinero se cayó al suelo. Mientras el amigo de Juanito lo recogía, Felipe, atento sólo a batir palmas en celebración de la cantatriz, llegó a perder hasta el verdadero conocimiento del sitio en que estaba. Veía diferentes personas a su lado y delante, mas no se hizo cargo de nada. Por un momento creyó distinguir en una de las mesas próximas un semblante conocido, mujer hermosa, rodeada de hombres; asaltole sobre esto un pensamiento, hizo una observación; pero imagen, ideas, apreciaciones, todo se desvaneció en su mente, dejándole otra vez en aquel aturdimiento delicioso. No vio al mozo que cobraba y devolvía cuartos, ni supo él lo que de sus propios bolsillos había salido, ni lo que a ellos restituyera.

Tampoco supo cómo y cuándo salió del café, ni dónde se separaron de él sus amigos... Oyó la campana del reloj de la Puerta del Sol. Atento, y como volviendo en sí mismo con la facultad de apreciar el tiempo, contó las once... ¡las once! Llevose la mano con ardiente ansiedad al bolsillo... Nada: bolsillo más limpio no se había visto nunca. En rápido giro pasaron por su mente todos los sucesos de aquel día... D. Pedro, las siete pesetas, D. Florencio, los hojaldres... ¿Y dónde estaban los hojaldres? Como se recuerda una pesadilla, con indistintos contornos y matices, recordó Centeno la descomunal boca del amigo de Juanito abriéndose de par en par para comerse los hojaldres... Y el dinero, ¿qué vuelta había tomado?... Y su amo, ¿qué pensaría de la tardanza? ¿Qué le habría pasado en aquel largo día de soledad y escasez?...

Felipe recobró sus facultades instantáneamente. Entraron como de golpe y con tumultuosa sorpresa, cual guerreros que acometen airados el puesto de que les expulsó la perfidia. De todo lo que entró en el cerebro del hijo de Socartes, lo primero y lo que más ruido hizo, fue la vergüenza... Esta era tan fuerte y le dominaba tanto, que no sabía si apresurar o detener su vuelta a la casa. ¿Qué le diría D. Alejandro? ¿Qué diría él para disculparse?

Llegó al fin temblando. Se horrorizaba al pensar que le iba a encontrar muerto. Si muerto no, de seguro le hallaría muy enojado. Seguramente habría carecido de alimento, de asistencia, de compañía... Y lo peor de todo era que al volver a la casa después de doce horas de ausencia no llevaba ni un real, ni siquiera un par de cuartos. Ganas le daban a Felipe de estrellarse la cabeza contra la pared de la escalera... Bribón mayor que él no había nacido de madre: ¿qué cara pondría su amo al verle, qué le diría?

Entró por el pasillo adelante más muerto que vivo: y cuando se acercaba a la puerta, dábanle ganas de retroceder y volverse a la calle. Cirila lo abrió y le dijo: «Me gustan las horas de venir». Vio Felipe luz en el cuarto de su amo, y oyó una voz que le parecía ser el propio órgano parlante de D. José Ido. Esto como que le dio ciertos ánimos, y empujando la puerta...

Grandísimo consuelo recibió al ver que su amo estaba conversando tranquila y animadamente con el calígrafo. Hablaban de política, y D. José decía con soberana perspicacia: «Lo que es Narváez, Sr. D. Alejandro, lo que es Narváez...».

Apartó su atención Miquis de aquella importante declaración para increpar a su criado:

«Perdido, ¿ya estás aquí? Más valía que no hubieras vuelto más».

Centeno no supo qué responder. En medio de la vergüenza y pena que sentía, observaba, que su amo no estaba colérico. Decía aquellas cosas riendo.

«A ver, cuenta... ¿dónde has estado? ¿Qué has hecho en tanto tiempo?».

-Vaya... pues con el permiso de usted... -indicó D. José, dispuesto a retirarse-. Ya tiene el señor compañía...

Quedáronse solos... ¡Con qué arte se disculpaba Felipe, y qué vueltas y revueltas tomaba su pensamiento para evadir la dialéctica de su amo que, implacable, le perseguía! ¡Qué de mentiras dijo, y cuántas combinaciones de lugares y horas hizo para encontrar disculpa cumplida de su tardanza!

«Para que veas cómo no te valen conmigo tus embrollos -le dijo Miquis riendo-, te voy a probar que soy adivino. Sin moverme de mi cama sé dónde has estado: te he visto, Felipe, te he visto, aunque no nací en Jueves Santo, como mi señora tía. Has estado en el café de Diana tomando copas; te has emborrachado... No hacías más que aplaudir a la tiple y decir barbaridades... Y seguramente eres hoy hombre rico, porque allí sacaste muchas pesetas... A ver, hombre, enseña esos tesoros... abre esos bolsillos...».

Desconcertado se quedó Felipe al oír esto. Su amo se reía, y él no sabía si enfurruñarse o reír también. ¡Otro caso extraño, muy extraño! En la mesa de noche había dinero y pesetas... ¡Cosa más extraña aún y verdaderamente fenomenal!... Las pesetas, si no contaba mal, eran siete.

No pudo Alejandro obtener de él una confidencia explícita, y al fin se durmió... Felipe cayó también sobre el sofá rendido de sueño y cansancio.


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