El doctor Centeno: 09
Pedagogía : IV
[editar]Es forzoso repetir que la crueldad de D. Pedro era convicción y su barbarie fruto áspero pero madurísimo de la conciencia. No era un maestro severo, sino un honrado vándalo. Entraba a saco en los entendimientos y arrasaba cuanto se le ponía delante. Era el evangelista de la aridez, que iba arrancando toda flor que encontrase y asolando las amenidades que embelesan el campo de la infancia, para plantar luego las estacas de un saber disecado y sin jugo. Pisoteaba rosas y plantaba cañas. Su aliento de exterminio ponía la desolación allí donde estaban las gracias; destruía la vida propia de la inteligencia para erigir en su lugar muñecos vestidos de trapos pedantescos. Segaba impío la espontaneidad, arrancaba cuanto retoño brotara de la savia natural y del sabio esfuerzo de la Naturaleza, y luego aquí y allí ponía flores de papel inodoras, pintorreadas, muertas. Por uno de esos errores que no se comprenden en hombre tan bueno, estaba muy satisfecho de su trabajo, y veía con gozo que sus discípulos se lucían en los Institutos, sacando a espuertas las notas de sobresaliente. D. Pedro decía: ellos llevan el cuerpo bien punteado de cardenales, pero bien sabidos van.
A los tres años de esta ordenada vida capellanesca, escolástica y cardenalicia, la familia se encontraba en un pie de comodidades que nunca había conocido. Doña Claudia Cortés se trataba con azafatas, alabarderas, tal cual camarista y otras personas bien puestas en Palacio. Marcelina Polo, que llevaba el peso de la casa, había logrado decorar esta con cierta elegancia relativa. En el reducido círculo de las relaciones de la familia pasaba ya por dogma que ningún cacareado colegio de Madrid ofrecía a los muchachos educación tan sólida, cristiana y de machaca-martillo como el del padre Polo. Llegó día en que eran necesarias las recomendaciones para admitir una nueva víctima en el presidio escolar. Desgraciadamente para la familia, los ingresos, aunque regularcitos, no correspondían a la fama del llamado colegio, por tener don Pedro una cualidad excelsa en el terreno moral, pero muy desastrosa en el económico, la cual era una extremada y nunca vista delicadeza en cuestiones de dinero. Aquella voluntad de hierro, aquel carácter duro se trocaban en timidez siempre que era preciso reclamar de algún chico o de sus padres el pago de los honorarios. Así es que muchos no le pagaban maldita cosa, y él antes se cortara una mano que despedirles. Este sublime desinterés lo tuvo también el padre de D. Pedro, de donde le vino, al decir de sus contemporáneos, que muriera en afrentosa cárcel. La economía política debe llamar a esta virtud voto de pobreza, y es evidente que estorba para todo negocio que no sea el importantísimo de la salvación.
Pero bueno es decir que los fallidos ocasionados en la caja por los efectos de esta santidad los compensaba Polo y Cortés con otros ingresos que le sobrevinieron cuando menos pensaba. Alentado por varios amigos, se metió a predicador. Hizo una tentativa; le salió regular; animóse; fue entrando en calor, y al año se lo disputaban las cofradías. Él no era por sí elocuente; pero le favorecían su voz grave, llena, hermosa, a veces dulce, a veces patética, y su facilidad de dicción. En tres o cuatro leídas se apropiaba un sermón de cualquiera de las colecciones que existen. De su propia cosecha ponía muy poco. Había tenido también el talento de asimilarse el énfasis declamatorio y la mímica del púlpito, que tan grande parte tienen en el éxito. Cada perorata le valía una onza, y a su madre le daba con cada sermón diez años de vida, porque, según ella, a los ángeles mismos no se les ocurrirían cosas tan sublimes y cristianas como las que su hijo echaba por aquella boca. No se desvanecía D. Pedro con estas lisonjas, flores preciosas del amor materno, y a solas con su conciencia literaria, cuando bajaba del púlpito, iba diciendo: «Dios me perdone las boberías que he dicho».
Muchas amistades cultivaba D. Pedro en Madrid. Eran las principales la de un empleado de Hacienda que conoció en Toledo, y la de un fotógrafo, excelente sujeto, extremeño, y que también era Cortés de nombre y genio. Las señoras de ambos visitaban mucho a Doña Claudia, y tomaban participación en sus jugadas de lotería. Porque es bueno saber que a la madre de D. Pedro le había entrado pasión tan ardiente por la Lotería Nacional, que en todas las extracciones echaba algo, y se pasaba la vida discurriendo y combinando números. Este era bonito, aquel feo, tal otro había sido afortunado, cual refractario a la suerte; pero la suya era con todos tan mala como incorregible su manía de probarla dos o tres veces al mes. El empleado de Hacienda paseaba con D. Pedro algunas tardes, y las de día de fiesta infaliblemente. Se ponían los dos muy guapos, de guante y gabán, y se medían todo el Retiro, hablando de la cosa pública, del reconocimiento del reino de Italia y de la guerra de Santo Domingo. El fotógrafo no había encontrado manera mejor de corresponder a la amistad de los Polos que retratándolos a todos de todas las maneras posibles. Por esto se veían las paredes de la salita salpicadas de diferentes imágenes en cuantas formas se pueden idear: D. Pedro, de hábitos, sentado; D. Pedro, de paisano, con un libro en la mano; Marcelina, de mantilla, ante un fondo de ruinas y lago con barquilla; D. Pedro y su madre, sobre telón de selva con cascada, ella sentada y estupefacta, él en pie mirándola, y otros muchos más.
Dos parentescos tenían los Polos en Madrid, y los dos eran con venerables conserjes de establecimientos científicos. El de la escuela de Farmacia, padre de las dos guapas chicas que vimos aquel día en donde queda dicho, era pariente lejano de Polo. Su apellido era Sánchez y Emperador; pero a las niñas se las llamaba comúnmente las de o las del Emperador. Doña Saturna, esposa de aquel D. Florencio Morales que se emborrachaba con agua, era sobrina de doña Claudia. A estos parientes consideraban más que a nadie los Polos, no sólo por sus cualidades y virtudes, sino porque Doña Saturna poseía entre éstas una de grandísimo valor para D. Pedro. Era aquella señora la más eminente cocinera que se ha visto, doctora por lo que sabía, genio por lo que inventaba, y artista por su exquisito gusto. Cuentan que en su juventud había vivido con monjas y servido después en casas de gran rumbo. Todo lo dominaba, la cocina rancia española y la extranjera, la confitería caliente y fría. De aquí que D. Pedro la trajera en palmitas, porque el buen señor, al pasar de su primitiva vida miserable a la regalona en que entonces estaba, se pasó también gradualmente y sin darse cuenta de ello, de la sobriedad del cazador a la glotonería del cortesano. Le acometían punzantes apetitos de paladar, y mientras más rarezas coquinarias probaba, más se encariñaba con todas y más deseaba las nuevas y aun no conocidas. Su gusto se refinó mucho, y sin aborrecer los platos nacionales, adoraba algunos de los extranjeros connaturalizados en España. Su madre alentaba esto mimándole y engolosinándolo sin tasa, discurriendo las cosas más aperitivas y confabulándose con Doña Saturna para proporcionarle un día y otro esta novedad, aquella sorpresa.
Siempre que los Polos invitaban a algún amigo a comer, Doña Saturna se personaba en la casa desde muy tempranito, y cuando Morales celebraba sus días o los de su mujer, el primer convidado era Polo. Las de Emperador iban a una y otra parte, y en ambas eran muy agasajadas por sus méritos, por su índole modesta, por ser huérfanas de madre y por aquel ángel, aquella mansedumbre graciosa, aquel dejo y saborete de sentimentalismo que tenían.
Marcelina Polo las quería entrañablemente, y hacía para ellas laborcillas de gancho, corbatas y mil enredos y regalitos. Ya que hemos nombrado a la hermana del capellán, conviene decir que esta señora, de más edad que D. Pedro, era lo que en toda la amplitud de la palabra se llama una mujer fea. Su cara se salía ya de los términos de la estética y era verdaderamente una cara ilícita, esto es, que quedaba debajo del fuero del poder judicial. Debía, por consiguiente, recaer sobre ella la prohibición de mostrarse en público. Así lo conocía la dueña de aquel monumento azteca, y ni tenía en su habitación espejos que se lo reprodujeran, ni salía más que para ir a la iglesia o a visitar amigas de confianza. Era una persona insignificante, pero que tratada de cerca inspiraba algunas simpatías. Ocupábase de cuidar la casa, de hacer obras de mano, generalmente de poco mérito, y de rezar, escribir cartitas a las monjas o enredar un poco en la sacristía de la iglesia. Resumiendo todo lo que nos dice Clío respecto a estas tres personas, nos resulta que se avenían y ajustaban maravillosamente, viviendo bajo un mismo techo y amándose con ardor, tres diferentes pasiones: Gula, Lotería, Religión.