El doctor Centeno: 04

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El doctor Centeno
Tomo I

de Benito Pérez Galdós


Introducción a la Pedagogía : IV[editar]

Aquella casa de recogimiento y estudio, aquel monasterio de la ciencia se parece a una casa de la vecindad de las más vulgares. Los que allí entran con el espíritu abrasado en esa fe de la Ciencia, que escala real y verdaderamente los cielos, creen percibir ecos misteriosos de las altas armonías sidéreas. (Es que la poesía se mete en todas partes, aun donde parece que no la llaman, y así, cuando se cree encontrarla en los arroyuelos, aparece en las matemáticas. ¡Cuántas veces, en un bosque de versos, no se encuentran ni rastros de ella, y se la ve callada, discreta, vestida con túnica de verdad, en la zarza luminosa de una fórmula, enteramente contraria a las formas del Arte!...) Pero los que entran en aquel recinto como se entra en la oficina del Estado donde se hace el Almanaque, no oyen cosa alguna, como no sea la voz casi sublime de don Florencio Mora...les y Temprado, ni ven más que la arquitectura pobre y sin majestad, las dos escaleras, en cuyos descansos se abren las puertas de las habitaciones de los astrónomos, los farolillos de aceite destinados al alumbrado nocturno, verdes, con una montera corva que parece morrión de coracero.

Concluida la observación, Ruiz echó la llave a la sala de la ecuatorial y bajó a su habitación. Miquis y Cienfuegos le oyeron leer su comedia, y la encontraron muy buena, como pasa siempre en estas lecturas de familia. Parecerá extraño que un astrónomo haga comedias; pero ya se sabe que aquí servimos para todo. ¿No fue director del Observatorio un célebre poeta? Anda con Dios, que por algo son hermanas las Musas. Ruiz tenía imaginación, y volvía sus ojos, cansados de escudriñar el Cielo, hacia el aparatoso arte del teatro, único que da fama y provecho. Creía él que se puede sobresalir igualmente en labores tan distintas; su espíritu fluctuaba entre el Arte y la Ciencia, víctima de esa perplejidad puramente española, cuyo origen hay que buscar en las condiciones indecisas de nuestro organismo social, que es un organismo vacilante y como interino. El escaso sueldo, la inseguridad, el poco estímulo, entibiaban el ardor científico de Federico Ruiz. ¿Para qué se metía a descubrir asteroides, si nadie se lo había de agradecer como no fuera el asteroide mismo?... España es un país de romance. Todo sale conforme a la savia versificante que corre por las venas del cuerpo social. Se pone un hombre a cualquier trabajo duro y prosaico, y sin saber cómo, le sale una comedia.

Después que Federico Ruiz leyó la suya, empezaron las disputas. Los tres se habían creído indignos de tener opinión, si no la manifestaran bien adornada de manotadas, aspavientos y porrazos sobre la mesa. Las ideas democráticas, que aún no habían perdido la timidez de la virginidad, el viejo romanticismo, la música clásica, recién venida, gemían en el yunque de aquella disputa, y la sintaxis lloraba lágrimas de solecismos al verse en tales trotes. La lógica, descoyuntada en potro, daba chillidos de sofismas y se vengaba de sus verdugos, aparentando probar las cosas más absurdas, y por último los conceptos convencionales, disfrazados de axiomas, salían por encima de todo, soberbios o insolentes, embozados en la mala fe. Pasó mucho tiempo en estas controversias ociosas, que eran como la esgrima de los entendimientos, ávidos de ensayarse para el presagiado combate. Hubo mucho de pues yo sostengo que hoy por hoy... y aquello de dígase lo que se quiera, la verdad es... Oyóse más de una vez el porque yo soy muy lógico... y no faltó el yo tengo muy estudiada esa cuestión...

Los instantes volaban. Los minutos corrían con cierta familiaridad juguetona, que no está fuera de lugar en la casa del tiempo. De pronto vieron los disputadores que entraba en la habitación D. Florencio, con una bandeja de dulces, copas y una botella. Recibiéronle con alegría, y él, gozoso y lleno de bondad, les dijo al ver su sorpresa:

«Pues qué, señores, ¿no sabían que hoy, 11 de Febrero, celebro los días de mi mujer, que se llama Saturna?».

-¡Qué gracioso...! -observó Miquis-. Por el nombre de su señora de usted, parece que es esposa de un astro.

-Se llama Saturnina, Sr. de Miquis.

-Por muchos años...

No estuvieron reacios los tres amigos en la aceptación del obsequio. D. Florencio, escanciando el Jerez, habló un poco de asuntos de la casa... El señor director volvería pronto de Alemania... Se iban a emprender algunas obras en la meridiana y en la biblioteca... Había llegado un gran cajón con el nuevo barometrógrafo encargado a Londres... Luego, volviéndose a Miquis, le dijo:

«¡Cuánto nos hemos reído con su amigo!».

-¿Qué amigo?

-El de la capa, ese infeliz... Le hemos dado de comer, y nos ha contado su historia... ¡Cómo se han reído las chicas!... ¡A Perico le ha caído tan en gracia...! Le hemos hecho mil preguntas. Dice que ha venido de su pueblo a patita para meterse de médico. ¡No, no reírse, señores! Hay casos, hay casos. Yo soy viejo y he conocido a D. Lorenzo Arrazola, empollando las lecciones, de noche, a la luz de los portales de las casas... Este apenas sabe leer; pero tiene una viveza... Dice que estaba en unas minas, que es de la familia de las piedras, y que a él se le ha puesto en la cabeza curar. Todo su empeño es que le tomen de criado, y que le dejen aprender. ¡A mi primo le ha entrado por el ojo derecho...! Entre paréntesis, creo que conocen ustedes a D. Pedro Polo y Cortés, capellán de las monjas de San Fernando. Pero no sabrán que tiene una escuela muy bien montada en el hermoso local que le han cedido las señoras a espaldas del convento.

-Le conozco, dijo Miquis con malicia-. Es un cura muy guapetón. Le he visto muchas noches por esas calles embozado en su capa...

-Alto allá, niño. No haga usted suposiciones injuriosas...

-Le he visto en el café...

-Alto...

-Pero, D. Florencio, ¿esto es suponer mal? Esto significa que el padre Polo no es hipócrita.

-Como simpático, -dijo Cienfuegos usando un giro popular-, lo es.

-Hombre que no gasta remilgos; pero que sabe su obligación de sacerdote como pocos... Yo lo puedo asegurar así a los señores que me escuchan, -dijo con voz altisonante D. Florencio, que admiraba mucho a Olózaga y tenía de cuando en cuando sus dejos y sonsonetes oratorios-. Es Pedro de la mejor pasta de hombres que conozco. Nada de hipocresías; no es él de esos que dicen una cosa y hacen otra. Lleva el corazón en la mano, y todo cuanto tiene es para los necesitados. Hay quien le critica porque gusta de vestir bien de paisano. ¿Y qué, señores? Para ser bueno, ¿es preciso andar cubierto de andrajos? Muchos conozco, señores, que andan por ahí como anacoretas, y luego en el hogar doméstico... me callo.

-He oído que el padre Polo es furibundo gastrónomo...

-Alto ahí... Sobre eso también hay pareceres, -añadió Morales tomando asiento-. ¿Que le gusta comer bien en días señalados? Y entre paréntesis, señores, mi mujer nos ha dado hoy una comida... francamente, creo que ni en Palacio. Volviendo al punto que se debate, diré que sí, ciertamente, a Perico le gustan los buenos platos... Y entre paréntesis, ¿saben ustedes que poquito a poco se ha ido haciendo predicador, y es hoy uno de los mejores que tiene Madrid? Yo soy viejo, he oído muchos oradores en las Cortes, en la Cátedra del Espíritu Santo, y cábeme la satisfacción...

-Muy bien, -clamaron los tres aplaudiendo-. Cábeme la satisfacción...

-No se corte usted a lo mejor... Adelante.

-Entre paréntesis, -dijo Cienfuegos con viveza-. También ha tenido usted hoy a su mesa dos chicas preciosas.

-Son hijas de un pariente, el conserje de la Escuela de Farmacia; Amparo y Refugio, dos ángeles, Sr. de Cienfuegos; trabajadorcitas, modestas. ¡Cómo se han reído con las cosas de Pedro! Porque Pedro es hombre de mucha sal... ¡Y qué corazón, señores! Un ejemplo: vio a ese chico, le encontró simpático y listo. A todos nos daba mucha lástima. Al instante Pedro se volvió a mí y me dijo: «Don Florencio, este es un hombre: le tomo por mi cuenta». Y yo le dije: «Llévale de criado y enséñale en tu escuela...». Entre paréntesis, señores, los hombres que, como Pedro Polo, se lo deben todo a sí mismos; los hombres que han trabajado para subir desde la nada de su origen al todo de su posición actual, los hombres, en una palabra...

Esta era ya demasiada oratoria para don Florencio. La plétora de sus ideas le congestionó y no pudo concluir bien aquel brillante rosario de conceptos,

«Quiero decir, -prosiguió-, que estos hombres son los que mejor pueden apreciar el mérito y las disposiciones... Volviendo al importante asunto que nos ocupa, diré a los señores que me escuchan que Pedro va a ser nombrado capellán honorario de Su Majestad. Esto no es paja...».

-¿Qué ha da ser?... Pues no faltaba más...

-Pastor Díaz me le tuvo entre ceja y ceja para una canonjía. El padre Cirilo no le deja vivir... siempre con recaditos. Y no es porque el primo de mi mujer sea de los aduladores de Su Eminencia Ilustrísima. Al contrario, Pedro tiene pocos amigos entre la gente eclesiástica. Entre paréntesis, no falta quien le critica por su, por su, por su...

D. Florencio no encontraba la palabra; mas la suplía con un vivo ademán que quería decir algo como franqueza, aires distinguidos, soltura...

«Y finalmente, señores, yo soy tan religioso como el primero; pero no me gustan curas retrógrados, sino que vivan con el siglo...».

-¡Que se resbala, D. Florencio!

Ruiz no podía contener la risa.

«¡Si es un progresistón como una casa!» -gritó Miquis, echando el brazo por los hombros al bendito conserje.

-Alto allá, señores, atención... -manifestó gallardamente-. Vamos por partes...

-Está suscrito a Las Novedades y a La Iberia, y es el gran amigote de Calvo Asensio.

-Alto, alto... Orden, señores, orden. Respétese el sagrado de las opiniones. Que Calvo y yo nos tuteemos, sólo quiere decir que ambos somos de la Mota del Marqués, y que le conocí tamañito así.

-Vamos que este Sr. Morales y Temprado, bajo su capita de santo, -dijo Miquis-, es el revolucionario más atroz que hay en Madrid.

-Sr. de Miquis...

-Va disfrazado a la Tertulia progresista.

-Señores, si no tuviera el convencimiento, -declamó D. Florencio, levantándose un poquito enojado-, si no tuviera el convencimiento de que las palabras dichas por mi particular amigo el Sr. D. Alejandro Miquis...

Era orador sin pensarlo aquel buen señor. Con qué majestad prosiguió la cláusula, después de un pausa de efecto, diciendo:

«...son pura broma, creería que ya la juventud española había perdido el respeto a las canas».

-No, D. Florencio... ¡Viva D. Florencio!

-Por Dios...

-Aquí entre amigos...

De pie, con la botella vacía en la mano, libre la otra para describir lentos y pomposos círculos en el aire, la gorra un poco echada hacia atrás, el bigote más tieso y las mejillas un tanto encendidas, el insigne D. Florencio fue soltando de sus autorizados labios estas palabras, que ni de los de Solón salieran con más gravedad:

«Porque vamos a ver, señores; establezcamos bajo seguras bases esta cuestión. De que a uno le guste la libertad, no se deduce, no se puede deducir... de ningún modo se deduce...»

-Pero ¿qué es lo que no se deduce?... -preguntó Alejandro impaciente.

-No interrumpir. ¡Silencio en las tribunas!

-Entre paréntesis, señores, los que hemos andado a tiros con los montemolinistas en Zaldívar y Estella... Pero no, no quiero tocar esta cuestión personal. Mis méritos son escasos, y los dejo aparte. Resumiendo: yo he sido siempre un hombre de orden, muy español, muy enemigo de lo extranjero y de la tiranía; pero... Entre paréntesis, ahora me acuerdo de cuando el pobre Bartolo Gallardo me decía: «Mientras haya curas no nos curaremos». Éramos muy amigos. Tenía la cabeza del revés... Yo no fui ni soy de su parecer, y por eso digo: «Mucha libertad, mucha religión, para que el mundo ande derecho». De otro modo no es posible, no señor, lo sostengo... ¡Libertad, religión!... Y no me sacan de ahí. Olózaga, en las Constituyentes del 55, pensaba lo mismo. ¿Para qué sirve la libertad de cultos? Absolutamente para nada. Para que los demagogos, señores, insulten a los ministros del altar... Veo que se ríen. Bueno, ríanse todo lo que quieran. Ustedes son unos polluelos que no tienen mundo. Leen muchos libros, que yo no leo; pero no crean que por eso saben más. ¡El mundo, la experiencia, los años! Esos, esos, Sr. de Miquis, esos son mis libros. Cuando uno tiene la cabeza llena de canas puede reírse de las ilusiones y desvaríos de la juventud... Y veo que la juventud está hoy muy echada a perder. ¡Esas democracias extranjeras!... Si aquí tuviéramos juicio... Pero no, con eso de todo o nada nos están pervirtiendo... Yo conozco gente de Palacio que me ha asegurado que no hay tales obstáculos tradicionales... Aquí se habla más de la cuenta.

-Como que el mejor día me llaman al Duque.

-No digo yo que al Duque precisamente, -manifestó D. Florencio de una manera augusta-, pero...

-Más vale que no nos lo diga usted...

-Que lo diga...

D. Florencio dio algunos pasos hacia la puerta, y de improviso volvió acompañado de esta soberana idea:

«Yo digo que en la Europa hay tres hombres grandes, tres hombres de talento macho... y son: Napoleón III, el cardenal Antonelli y D. Salustiano de Olózaga».

Y sin esperar respuesta, cual hombre convencido de que no merecían escucharse los comentarios que se hicieran a su afirmación, dio otra vuelta a lo militar, y se fue diciendo:

«Señores, que haya salud, y que les aproveche».

Despareció. Los tres amigos tuvieron la consideración de esperar a que estuviera lejos para soltar la risa, y tras la risa las agudezas que a competencia descargaron sobre el bendito señor, hasta que le dejaron bien acribillado... Era un progresista platónico y vergonzante que se iba callandito a la Tertulia algunas noches, y desde el rincón donde se sentaba no perdía sílaba de los discursos. Pero sólo gustaba de aquellos que fuesen templados y juiciosos, y si le seducía la sencillez elegante y la diplomática malicia de Olózaga, o la pedestre claridad de Madoz, desde que algún orador fogoso se salía con embozadas invectivas o con palabritas y donaires contrarios a la religión, ya estaba mi hombre desasosegado y fuera de su centro. Se escabullía con disimulo, y abandonaba el local, diciendo para sí:

Estos señores matarán al partido con su imprudencia... La exageración es causa de todos los contratiempos del partido... Nada, no conocen que todo se puede conciliar, el triunfo del partido y la religión de nuestros mayores.

Su inteligencia, según decía Ruiz, era una petrificación, en la cual se veían hasta tres ideas perfectamente conservadas, duras o inmutables como las formas fósiles que un tiempo fueron seres vivos. No tenía vanidad sino para suponerse amigo de célebres personajes, y decía: «Cuando Fermín Caballero y yo nos conocimos en Barajas de Melo...» o bien: «D. Martín me contó tal o cual cosa...», «D. Antonio González me quiso llevar a Londres cuando fue a la embajada»...

Era hombre de gran sobriedad, enemigo de las bebidas espirituosas y aun de la horchata de cepas; muy inteligente en aguas; de estos catadores de manantiales que distinguen con admirable paladar el agua de la fuente del Berro de la de Alcubilla, y encuentran diferencias notables entre la de la Encarnación y la del Retiro. Así, en días señalados, se le veía descender al Prado y tomar asiento en el banquillo de una aguadora, de quien era parroquiano, y allí hacerse servir un gran vaso de Cibeles o el Berro, el cual iba bebiendo a sorbos, paladeándolo y gustándolo con más chasqueteo de lengua que si fuera manzanilla de Sanlúcar o amontillado de treinta años. Su pericia en esta materia, con doctas aplicaciones a la Geografía, se mostraba siempre que en su presencia se hablaba de viajes por pueblos o ciudades famosas. Él ilustraba las discusiones diciendo: «¡Oh, Bustarviejo!... ¡pueblo de muy buenas aguas!» y otras veces su desdén de todo lo extranjero encontraba ocasión de enaltecer la patria de este modo: «¡Bah, París!... pueblo donde no se puede beber un triste vaso de agua...».

Desde su edición pequeña de Las Novedades observaba el movimiento político, sin comprender de él más que la superficie bullanguera y la palabrería rutinaria. A veces hallaba en su diario alguna cosa ininteligible, algo que era como los escalofríos y el amargor de boca del cuerpo social y síntoma de su escondida fiebre. Entonces se llevaba el dedo a la frente, afectaba penetración, y risueño, borracho de agua, decía a su consorte:

«Saturna: ¡qué cosas escriben estos haraganes para hacer reír a la gente!».


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