El doctor Centeno: 50

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El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


Fin : VI[editar]

«Aristóteles...».

-Señor...

-¿Tienes dinero?

-¿Yo?... como no me vuelva moneda...

-Pero ¿de veras no hay nada? Busca bien. ¿No habrá algún duro trasconejado por ahí en cualquier rincón?

-¡Duros trasconejados!... Este hombre está viendo visiones... Nada, señor, no tiene más remedio que cambiar un billete.

Alejandro se calló y se puso a mirar al techo, con expresión de duda y pesadumbre. También Felipe miraba al cielo raso, creyendo por un momento que había en él nubarrones de billetes de Banco. Después de larga y tristísima pausa, dejó oír Alejandro, con lo más cavernoso de su voz broncófona, estas fúnebres palabras:

«No hay billetes».

Lo que, oído por Aristóteles, púsole en gran confusión, pues el día anterior había recibido su amo, en letra del Giro Mutuo que le cobró un su amigo empleado en el ministerio, treinta duros cabales. ¿A dónde habían ido a parar? El filósofo, llevado de un móvil indagatorio y correccional que apuntaba en su alma, adestrada en aquella vida de iniciativa, se aventuró a preguntar a su amo por el paradero de los billetes. Alejandro, con expansiva y noble confianza, iba a satisfacer la curiosidad de su secretario peripatético; pero no tenía ganas de conversación; estaba sombrío, abatidísimo, y sólo pudo murmurar: «Anoche...».

Felipe echó sus miradas al suelo, y parecía que las pisoteaba. «Anoche... ya...». Era una desesperación vivir en tan gran desarreglo y no poder contar con nada, por la liberalidad furibunda de aquel pobre loco. Allí no estaba seguro ni el triste pedazo de pan de cada día, porque a lo mejor arramblaba por él el primero que llegaba. ¿Y qué iban a hacer aquel día? No había nada, ni un ochavo en metálico ni en especie. Era preciso traer azúcar, chocolate, leche, carne, medicinas, limón y otras menudencias. ¿A quién pedir? ¡Si por milagro de Dios Omnipotente, don José Ido tuviese algo...!

Un rato después de aquel «anoche» que dijo Miquis, este, tomando fuerzas, pudo expresarse así:

-Me quedaba un billete de cinco duros. Esta mañana, cuando fuiste a casa de la tiíta a llevarle la carta que mamá mandó dentro de la mía, sentí un gran alboroto... ¿Qué crees que era? Pues ese señor que vive en el cuarto número 6, ese que tiene prendería y ropa vieja... chico... no sabes que escándalo le armó al pobre Ido. ¡Qué gritos! Las mujeres de ambos salieron al pasillo, y hubo llantos y desmayos. Todo porque Ido no le puede pagar a ese... creo que le llaman D. Francisco Resplandor... unos dineros que le debe. Se pusieron como ropa de pascuas. De repente me veo entrar a D. José. Los ojos se le saltaban del casco; tenía el pescuezo un palmo más largo. Créelo, me causó miedo. Se me puso de rodillas y cruzó las manos; yo saqué mi billete...

Felipe se volvió para no oír más. Comprendía bien, demasiado bien lo que había pasado. Se representaba la luctuosa escena, cual si la hubiera visto y oído. En esto estaban, cuando se oyó en la puerta la voz argentina y dulce:

«¿Dan ustedes su primiso?».

-Adelante.

«Dice mi mamá que si le hacen el favor de prestarle un huevo...».

-Lo que es hoy, hija, ni siquiera medio.

Al poco rato volvió:

«Dice mi mamá que si por casualidad tienen un pedazo de pan o bien cuatro cuartos».

-¡Ay!, ¡pan, cuartos!, los quisiéramos para nosotros.

Felipe salió en busca de Cirila. En el pasillo vio un fantasma siniestro paseando de largo a largo. Era D. José Ido del Sagrario, que vagaba, cual ánima del otro mundo. Creeríase que su cuerpo impalpable era llevado y traído por el viento, sin ruido, en la longitud oscura de aquel túnel, y que sus pantuflas de orillo resbalaban sobre el piso, silenciosas, como patines de lana sobre hielo de algodón... Felipe no le dijo nada, y entró en la cocina buscando a Cirila.

Estaba apagado el hogar, todo en desorden. Cirila sentada en el suelo, entre revueltos montones de ropa vieja, descosía algunas prendas para aprovechar los pedazos buenos.

«Estoy con media onza de chocolate crudo que me dio doña Ángela Resplandor. Si tú no traes hoy carbón, tu amo lo pasará mal. Él tiene la culpa».

Felipe le preguntó si tenía por casualidad algunos ochavitos morunos, o bien algo que empeñar.

«¿Yo? A buena parte vienes. Si no fuera porque doña Ángela me ha dado esta tarea, ofreciendo pagarme con la comida, en su casa, no sé qué sería de mí. En otra como esta no me he visto. Yo sé bien quién me ha traído a estos andares... esa... esa...».

Soltó Cirila, una tras otra, varias palabras no bien sonantes, y como Centeno le pidiera explicaciones, no se mordió ella la lengua para decir:

«Me tiene ya harta. Anoche vino. Tanto hizo que limpió a tu amo. Ya se ve... nada le basta. El otro no le da nada; vive a su costa... Estoy quemada, Felipe estoy requemada, frita, estofada y vuelta a freír... Vete por ahí y pide, pide hasta que encuentres. No tengo costumbre, no, de verme tan montada al aire. ¡Y todo por esa dragona!...».

Felipe no perdía el tiempo en comentarios. Las necesidades apretaban, y era menester tomar determinaciones, buscar, revolver el mundo, y allegar dinero. Su amo le dijo: «échate a la calle, corre... pide. ¿A quién? Tú sabrás, Aristóteles. Arreglátelas como puedas... ¡Ay, Dios mío!... Así no se puede vivir... Me muero, Flip, me muero si no veo esta noche duros y pesetas... Es cosa tremenda esto del dinero... A mí créelo, me resucita... Vete por ahí, hijito, y no vuelvas con las manos vacías. Yo me quedo aquí solo; no me importa, solito, pensando una escena, ¡qué escena! Luego te la contaré. Es tan hermosa, que yo mismo me admiro de que se me haya ocurrido... Adiós; buena suerte; ven pronto.

En la escalera encontró Centeno a Rosa que subía fatigadísima. Sus mejillas pálidas, sus ojos tristes decían: «hoy no ha entrado nada por esta boca de donde salen tantas palabras»; pero su apetito de charla se sobreponía a la necesidad, y si Felipe no llevara prisa, allí me le tendría media hora, dándole música.

«Vengo de casa de unas amigas de mamá... Están de campo. ¿Y tú a dónde vas?... Papá está, como los locos, dando vueltas. Cuando me vea entrar con las manos vacías... ¡Pobrecito!, dice que si cae el ministerio le colocarán... Lo que es yo no subo. Aquí me estoy, a ver si pasa un alma caritativa... ¡Ah!... se me olvidaba. Anoche, cuando tú saliste, estuvo la chubasca... ¡Qué guapetonaza venía! ¿Tú no la has visto llorar? Yo sí... D. Alejandro la consoló con un papel verde. Después ella y la señá Cirila regañaron por el papel verde. Se dijeron cosas malas. Mamá salió a la puerta, y se persignaba oyéndolas. Dice que las dos son, un buen par de chubascas... Si no las aparta la mujer de Resplandor, se tiran de los pelos... ¡Ay qué comedia! ¡Lo que te perdiste!...».

En la calle, corrió Felipe largo trecho sin dirección determinada. No sabía a dónde iba, ni a qué parte del universo encaminar su actividad buscadora y pedigüeña. En los señoritos de la casa de doña Virginia no había que pensar porque dos días antes, cansados ya de tanto petitorio, le habían dicho que no volviera a parecer por allí. ¿Don Pedro Polo? Esta era la única esperanza. Felipe, recordando la buena suerte de aquel famoso día, creía en la repetición de ella. ¡Qué error! Recibiole el capellán con malísimos modos. Notó Felipe en él mudanza y desfiguración muy grandes. Parecía enfermo, desalentado y con cierto extravío en sus ideas. Su color era ya de puro bronce oxidado, verde, como el de un busto romano que ha estado siglos debajo de tierra. Lo blanco de sus ojos amarilleaba. Temblábale la voz, pulverizando saliva al hablar. La ola de su cólera, estrellándose en sus morados labios, salpicaba al oyente. Al desorden de la persona del extremeño, añadió la observación de Felipe un singular desbarajuste que en toda la casa había. Doña Claudia estaba en la cama, su hija en la iglesia, aunque no era hora ni de dormir ni de rezar. En todos los aposentos el abandono y el desaseo indicaban que allí había causas hondas de malestar y perturbación. Entró de súbito Marcelina, y D. Pedro y ella empezaron a disputar. ¡Jesús qué cosas le dijo el bendito capellán! ¿Se había vuelto carretero? Marcelina, iracunda y biliosa, no demostraba gran humildad. Después... ¡oh!, después D. Pedro dijo al insigne Aristóteles que se pusiera inmediatamente en la calle, si no quería ir rodando por la escalera o volar por un balcón.

Salió más ligero que el viento. ¿A dónde iría, Santo Dios, con su dolorosísima cuita? ¿Recurriría a D. Florencio Morales?... Imposible. Morales le había echado también los tiempos la semana anterior. ¿Y Ruiz?, ¡nombre sin sentido en las páginas de la generosidad!... Además Ruiz estaba muy soplado con el éxito de su comedia y no hacía caso de nadie.

Divagó por las calles, acordándose de la situación ahogada en que estaba su amo, y pensando, pensando en lo que debía hacer. ¡Pedir!, ¿a quién? Todas las puertas, todas, estaban cerradas, y la Providencia se había tapado los oídos. Dios, ceñudo, volvía la infinita espalda, mirando a otra parte de las tribulaciones humanas.

En un momento de desesperación, hostigado por la idea del malestar de su amo, por sus propias necesidades y por el devorador apetito que sentía, pues no era cuerpo de santo el suyo, ni mucho menos, cruzó por la mente de Aristóteles una idea terrible... Iba desasosegado, de una acera a otra de la calle, mirando con ojos de codicia y recelo a una tienda que, junto a la misma puerta, ostentaba panecillos y debajo una cesta de huevos. Él se atrevía, sí, se atrevía a pasar corriendo y coger, como al vuelo, un panecillo y llevárselo sin que lo vieran...; se atrevía también a volver y arrebatar dos huevos con ejemplar ligereza. La mujer de la tienda estaba adentro entretenida en conversación con diversas personas, y todos los que pasaban por la calle iban distraídos o pensando en sus propias cuitas. Sólo un zapatero, situado en el portal de enfrente, podía ser testigo... Pero el zapatero no vería nada... ¡Ánimo!

Pasó Felipe con rápida carrera, en la cual la velocidad constituía el disimulo; pero sus dedos, que casi tocaron el pan, no se atrevieron a cogerlo. «No sirvo, no sirvo para esto», pensaba, y sudor muy frío corría por su frente. Después pensó de esta manera:

«No cogeré el pan que es para mí... Pero los huevos, que son para dar de comer a mí amo, sí los cogeré».

Pasó decidido; pero tampoco en aquella segunda prueba pudo hacerlo... Nada; cuando iba a tocar el codiciado objeto, lo dejaba en su sitio.

Desesperado de sí mismo y con la mente trastornada, echó a correr por aquellas calles sin saber a dónde iba. Su amo no se le apartaba del pensamiento. Se lo figuraba, dando las boqueadas, no por la fuerza de la enfermedad, sino por falta de alimento. Deteníase, resuelto a volver a la tienda de los panecillos y de los huevos; pero a los pocos pasos se alejaba otra vez, corriendo en dirección contraria.

De este modo llegó a la calle de Alcalá, que por ser tarde de toros estaba animadísima. Era la hora del regreso; el cielo se oscurecía; la multitud se apiñaba; rodaban miles de coches de diferentes formas, y se veían ya algunos faroles encendidos. ¡Bullicio de fiesta y alegría, vértigo de infinitas ruedas laminando el lodo, y de infinitos pies pulverizando el granito de las baldosas! Felipe cortaba la masa de gente, andando en dirección contraria. Sus codos funcionaban como las aletas de un pez... Allí fue donde se le ocurrió otra idea que podía salvarle. Si todas las personas que por la calle subían le dieran la centésima parte de un ochavo, tendría lo que necesitaba. Diole este descubrimiento grandísima alegría, y siguió bajando hasta llegar a la Cibeles.

La noche avanzaba, seria y cariñosa, y cada vez se veían más faroles con luz. El farolero corría de candelabro en candelabro, y metiendo su palo largo en cada farol, iba estrellando el suelo de Madrid. En Recoletos, las luces reverdeaban entre los árboles, y de los macizos emanaba tibieza húmeda y fragancia de minutisas. Por la acera venía mucha gente elegante, pollas y galanes, señores con gabán, damas de sombrero. «Esta es la mía», pensó Felipe, y echó una mirada a su propio traje para cerciorarse si era adecuado al papel que iba a desempeñar. ¡A maravilla! Otro más derrotado no había por aquellos contornos. Empezó Felipe su postulación con plañideras exclamaciones. ¡María Santísima, qué cosas decía! Tenía a su madre baldada en cama, y a su padre le había cogido un carro y le había partido por la mitad. Ochavos y cuartos caían en sus manos, y él, animado por el éxito, más plañía cada vez y más molestaba y seguía a las personas, sin darles respiro, y machacando, machacando hasta que les hacía soltar la limosna. Era implacable.

Recoletos y la calle de Alcalá se despejaban. Era ya de noche, y pasaban menos coches y menos señores.

Frente a la Inspección de Milicias vio Felipe un espectro que iba como llevado por el viento, de árbol en árbol. La cabeza caíale sobre el pecho, como si estuviera colgada de un gancho, que tal parecía el cuello, y llevaba las manos sepultadas en los bolsillos. Cuando Felipe dijo: «D. José, Sr. D. José», detúvose, y empleó un mediano rato en enderezar la cabeza. Daba miedo verle; pero Felipe (no lo podía remediar) se echó a reír.

«¡Qué vergüenza, qué bochorno! -murmuró Ido, cual si dijera un secreto-. Felipe, nunca habría creído llegar a lo que he llegado esta tarde. No verás lágrimas en mi cara, aunque he derramado muchas, porque el ardor de la vergüenza las ha secado... ¡Ay!, hijo, ¿qué dirás si te lo cuento?... Pero no dirás sino que soy un mártir, y que he de ir derechito al Cielo cuando me muera... Salí de casa desesperado, loco; no tenía a donde volver los ojos. Todas las puertas cerradas... Me vine por estos paseos. ¡Oh!, si no tuviera familia, el estanque chinesco del Retiro me hubiera visto esta tarde en sus profundidades... Pero francamente, naturalmente, tengo hijos, ¡ay!... Y que me digan a mí que esto es un país, que esto es un pueblo civilizado. Felipe, ¿sabes lo que he visto?... Si te lo digo, te horrorizarás, y te temblarán las carnes».

-¿Qué?

-Pues he visto en esa Castellana pasar por delante de mí, en sus soberbios coches, a muchos personajes, a dos o tres ministros, a más de cincuenta diputados...

D. José no pudo seguir. Expiró en su reseca garganta la voz, convertida en un sollozo inmenso, trágico. Aristóteles, sobrecogido de pavor, no sabía qué pensar.

-¿Y qué?

-¡Que a todos esos les he enseñado yo a escribir! -exclamó Ido, prorrumpiendo en lágrimas que se apresuró a recoger en su pañuelo.

Felipe callaba. El otro seguía sollozando.

«Sí, hijo. Yo les he enseñado a escribir... Yo estuve seis años en el colegio de Masarnau, y allí todos esos fueron mis discípulos, y otros muchos a quienes no he visto esta tarde... Yo les enseñé a coger la pluma en la mano, y de aquellos palotes míos salieron estas firmas, y este poder, y estos coches, ¡y toda la grandeza de la Nación! ¡Oh, Dios, Dios, Dios!... Pero Dios lo quiere así, suframos y aguantemos; que en la otra vida, hijo, tendré mi premio. Esa es mi confianza, ese mi consuelo. Yo lo digo a Nicanora, y Nicanora, que es una pólvora, se impacienta y me dice: 'Si tan largo me lo fías...'. Pues bien, volviendo a mi vergüenza, te diré en confianza que esta tarde he hecho barbaridades, chico. No lo creerás, pero es cierto; la necesidad me ha obligado a ello. ¡He pedido limosna!».

-¡Jesús!

-Aún estoy espantado de mí mismo... ¿Pero qué había de hacer? Yo dije: «¡que el Señor me lo tome en cuenta!...». Habías de oírme. En estos casos, hijo, es preciso exagerar algo. Yo decía que tengo diez hijos... Y mucho de: la Virgen del Carmen le acompañe, etc.... ¡Que no me vea en otra, Señor! Y no he dejado de tener suerte, Felipe... Sólo me faltan cuatro cuartos para los seis reales.

-Tómelos usted -dijo Felipe, espléndido, haciendo sonar su bolsillo lleno de calderilla.

-Gracias... ¿Estás rico?

-Tal cual... He cobrado un pico que me debían.

-Tú tienes suerte. En mi vida he podido cobrar nada de lo que me deben.

-Porque no tiene usted carácter, D. José. Vámonos a casa, que por esta noche...

-Sí, por esta noche nos hemos remediado. No te des por entendido con Nicanora, que es muy apersonada, y siempre se acuerda de que su abuelo fue caballerizo. Le diré también que he cobrado un piquillo...



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