El doctor Centeno: 54

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El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


Fin del fin: II[editar]

Vino la noche. El enfermo la veía con espanto llegar, y sentía el avanzar frío de sus primeras oscuridades, como angustiosa niebla que caía sobre su alma. Traía por compañero el horrible insomnio, con sus ojos como ascuas, su aliento embargante, fantasma antipático que no escondía en toda la noche su amarilla faz... ¡Si fuera posible ahogarlo entre las almohadas! Pero cuando el fatigado sentido parecía aletargarse un tanto, cuando una modorra de tres minutos atenuaba el sufrimiento, el fantasma pinchaba por esta o la otra parte, y decía: «mírame».

Poleró y Ruiz se quedaron aquella noche velando a Miquis; no así Cienfuegos que tenía que acompañar a un tío suyo, recién venido del pueblo. Estaba comprometidísimo por falta de dinero, y se veía en las de Caín para obsequiar al egregio pariente. Aquella tarde se rieron todos oyéndole contar los apuros que pasó en el café, y las mentiras que había endilgado al buen señor para hacerle ver los grandes peligros que resultaban de ir a un teatro. Pudo convencerle de que lo más higiénico y elegante era pasear por el Prado hasta media noche, regalándose con un buen vaso de agua de Cibeles. En un puesto de agua habían encontrado a D. Florencio Morales, y Cienfuegos se apresuró a presentarlo a su tío, que simpatizó mucho con él, por ser ambos progresistas templados, hidrófagos y españoles rancios.

Moreno Rubio, al retirarse ya de noche, hizo muy malos augurios. No prescribía más que calmantes en dosis heroicas, para hacer descansar al enfermo. Encargó a Poleró la regularidad y puntualidad de las tomas, manifestándole, que... si como amigo del enfermo, quería proponer a este que cumpliera con su conciencia y con la Religión, lo hiciese cuanto antes, porque pronto sería tarde. Cuando se fue Moreno, Poleró consultó con Ruiz el delicado punto, y no pudieron ponerse de acuerdo, porque mientras Poleró se negaba resueltamente a hablar al enfermo de semejante cosa, el otro, exponiéndole razones de fe y decoro, decía: «Pues no habrá más remedio que indicárselo. Creo que estamos en el deber...».

Felipe no se daba punto de reposo, y tres o cuatro veces tuvo que bajar a la botica. Arriba no faltaba trabajo. El paciente pedía sin cesar esta o la otra cosa, buscando en la variedad distracción; ensayando contra la violentísima tos extraños remedios e increíbles posturas. Cirila ayudaba poco. Felipe tenía que ir a cada instante a la cocina en busca de agua tibia o fría, de un limón, leche, azúcar, té... Cuando no encontraba a mano alguna cosa, iba a pedirla a cualquier vecino. Al entrar en casa de Ido, halló a este sentado en mitad de su humilde salita, junto a una mesilla con luz. Rodeábanle su familia y dos vecinas que solían ir allí de tertulia. Parecía que el buen Cerato Simple estaba enternecido y que de sus ojos manaba mayor caudal lacrimatorio que de ordinario. Un sobado cuaderno tenía en su mano, y desde que vio a Centeno, corrió a abrazarle:

«Supongo que no te enfadarás por lo que he hecho, -le dijo-; tenía tantas ganas de conocer el drama de tu amo, que no pude vencer la tentación esta mañana... Lo vi sobre la mesa, y cogí un acto para leerlo aquí, en familia... Francamente, naturalmente, yo no creía que fuera tan bueno. Te digo que estamos entusiasmados... ¡Qué versos!, ¡qué pensamientos! A mí se me saltan las lágrimas y se me corta el resuello. Nicanora, que es inteligente, dice que otra obra como esta no se ha hecho desde el tiempo de Gil y Zárate... Si esto se representa, acuérdate de lo que te digo, se vendrá el teatro abajo».

Agradecido a este lenguaje, Felipe no podía detenerse en hacer comentarios sobre la soberana obra. Necesitaba un huevo, que a su amo se lo había antojado comer.

«¡Ay, hijo! -exclamó doña Nicanora afligidísima-. ¡Cuánto siento no podértelo dar!».

Una mujer vieja, arrugada, vivaracha, que estaba en el ruedo de la tertulia y que había oído leer el drama con delectación, se levantó prontamente, diciendo:

«Yo te daré, no uno, sino tres huevos, para que se los coma ese caballerito que ha escrito esas cosas tan buenas... Hemos llorado a moco y baba. Al oír ese verso que dice que el pueblo español es el más valiente de la tierra, me entraron ganas de salir gritando al pasillo, y meterme en el cuarto del enfermo para darle un abrazo. Bien, bien, requetebién... Pasa a mi casa, y te daré los huevos».

-Si el Sr. D. José me quisiera dejar el drama -dijo otra de las presentes cuando Felipe salía-, para que lo lea mi marido... Él lo entiende; es oficial de pintor de decoraciones, y todo lo que es cosa de teatro lo sabe al dedillo.

Pasó muy mal la noche Miquis; pero tuvo en ella un gusto no flojo. Su mamá le había anunciado el envío de una cierta cantidad, a escondidas de su padre. No venía en letra sino en oro, y la traía el ordinario de Quintanar. Durante dos días fue Centeno tres o cuatro veces a la Cava Baja, en busca del precioso encargo; mas el ordinario no parecía. Las diez eran de aquella noche, cuando se presentó en la casa un hombre de malas trazas que entregó a Alejandro el lacrado paquetito. Venía como rocío del cielo, porque la patria estaba sumamente oprimida, y otra vez, para que no se desmintiera el destino del gran manchego, carecía hasta de lo más necesario. Rompiendo impaciente la envoltura del regalo, dijo a Poleró:

«Creo que te debo algo. ¿Son ocho duros?».

-Ocho, sí; pero déjalo. Ya me lo darás otra vez.

-No, ahora. Lo primero es pagar. Yo soy así. Y a ti, Federico, ¿te debo algo?

-¿A mí?, nada, hijo.

Era verdad que no le debía nada, porque Ruiz, hombre previsor y hormiguita, no había jamás abierto la bolsa para su desordenado y rumboso amigo. Era hombre aquel Ruiz, que cuando se le pedía algo, respondía invariablemente: «Chico, estoy a cero. Acabo de pagar una cuenta que me ha baldado».

Después de un breve descanso, al amanecer, Miquis llamó a Felipe:

«Aristóteles... me vas a hacer un favor... En toda la noche he podido apartar de mi pensamiento al pobre Cienfuegos. ¡Qué tormentos habrá pasado, con su forastero a quien no puede obsequiar ni con un triste vaso de agua clara!... Ve corriendo a llevarle tres duros... Tómalos del cajón».

Cuando Felipe salió a la calle para desempeñar este caritativo encargo, pensaba, con admirable madurez de juicio, que mucho mejor empleado estaría aquel dinero en unas botas, de que tenía muchísima falta, que en socorrer al aprendiz de médico. Este era sanguijuela insaciable, y mientras más le daban más pedía, sin hartarse nunca. ¡Al diablo Cienfuegos y su forastero! Si no podía convidarle, que no le convidara. ¿No era un desorden que el otro se gastara en pitos y flautas aquellos tres duros tan bonitos, mientras él, Aristóteles, que tanto trabajaba, salía a la calle casi descalzo?

Después de mil vacilaciones, el valiente Doctor se dirigió a una zapatería.

Cuando su amo le preguntó, una hora después, si había hecho el encargo, Aristóteles, fiado en la gran familiaridad que con él tenía, adelantó un pie, y riendo le dijo:

«¿Los duros para Cienfuegos? En ellos andamos».

-¡Ah!, ¡pillo!... -replicó Alejandro, riendo también-. Bien es verdad que tenías falta, y no se me ocurrió... Pero a Dios gracias, hay para todo... Coge otros tres duros y ve a socorrer al pobre Cienfuegos.


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