El doctor Centeno: 23

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El doctor Centeno
Tomo I

de Benito Pérez Galdós


Quiromancia : V[editar]

Historia. Doña Isabel Godoy de la Hinojosa era tía de la madre de nuestros amigos Augusto y Alejandro Miquis.

No se atienda al olor de privanza que aquel apellido tiene, para suponer parentesco entre esta familia y el Príncipe de la Paz. Aunque de procedencia extremeña, estos Godoyes nada tenían que ver con aquel por tantas razones famosísimo y más desgraciado que perverso. Desde el siglo pasado aparece prepotente en Almagro, y poco después en el Toboso y en el Quintanar, la estirpe de doña Isabel, consagrada a la propiedad territorial y a la caza. Y fue tan fecunda en segundones, que dio al Estado más de un consejero de Indias, muchos guardias de Corps al ejército, y a la Iglesia regular y secular doctos definidores y capellanes de Reyes Nuevos.

Doña Isabel y su hermana, llamada doña Piedad, eran la única sucesión del D. Gaspar Godoy, uno de los más frondosos y enhiestos ramos de aquel tronco de los Godoyes manchegos

Eran ambas hermanas discretas, bonitas, instruiditas, bien educadas y tirando a lo sentimental, conforme a las costumbres y a la literatura de aquellos tiempos. Porque también hay que decir que eran las personas más leídas de toda la Mancha. Se sabían casi de memoria la Casandra, novela de tanto sentimiento, que el que la leía se estaba llorando a moco y baba tres meses. Conocían también otras obras, muy en boga entonces, como el Ipsiboe y el Solitario del vizconde D'Arlincourt, llenas de desmayos, lloros, pucheros y ternezas. Pero la lectura que más particularmente había afectado a Isabel Godoy era la de aquella dramática y espasmódica novela de Madame Cottin, Matilde o Las Cruzadas, que fue la comidilla de aquella generación archi-sensible. Por mucho tiempo duró en el espíritu de la joven la influencia de aquellas lecturas, suministrándole, casi hasta nuestros días motivos de comparaciones. Así, decía: «es un moreno atrevidísimo como Malek-Adhel», o bien «celoso y fiero como un Guido de Lusignan». Las anticuadas láminas de Epinal que en su sala estaban, habían tenido ya su período de éxito en la casa paterna.

No faltaba, veinte o treinta años ha, entre los desocupados del Toboso, algún viejo que contase algo de remotos sucesos acaecidos cuando le hicieron a doña Isabel la preciosa miniatura que hemos visto en su sala. Según rezaba la tal crónica viva, hubo por aquellas calendas en el Quintanar un galán de hermosa y escogida presencia, tan notable por su gallardía como por sus modales y educación, hombre peregrino en aquellas tierras, a las que fue con hastío de la Corte, buscando un descanso a sus viajes y a las fatigas de la moda y el mundo. Doña Isabel se apasionó locamente del tal, que era de gran familia, los Herreras de Almagro, y tenía tíos y primos en el Toboso. Él le correspondía; eran públicos y honestos sus amores; parecía natural que la solución y término de esto fuera el matrimonio... mas no sucedió así. De la noche a la mañana, con pasmo y hablilla de todo el pueblo, Herrera se casó, no con doña Isabel, sino con su hermana.

Guardó la ofendida las apariencias de la conformidad, y ni en su rostro ni en su lenguaje revelaba el dolor de la tremenda herida, que sólo cicatrizaron los años, muchos años, y un sosiego y régimen de vida muy reparadores. Las dos hermanas se querían entrañablemente lo mismo antes que después del repentino e inexplicable cambalache. Piedad tuvo una niña, y murió al año de casada; murió, ¡ay!, según se dice, de ignorada y misteriosa pesadumbre; de una tristeza que le entró de súbito y la fue secando, secando, hasta que, no teniendo más que los huesos y el alma, esta se partió sin dolor, porque nada había ya en aquel cuerpo que pudiera doler. Poco tiempo después del fallecimiento de su mujer, Herrera se fue para América, en donde hizo dos cosas igualmente desatinadas: se volvió a casar y se murió de la fiebre.

A la niña que nació de Herrera y de Piedad Godoy, pusiéronla también Piedad, por ser este nombre el de la patrona de aquellas tierras, y tan común allí, que no hay familia donde no haya un par de Piedades. Criola con extremado mimo doña Isabel, que se consagró a ella, haciendo voto de soltería eterna. No se consideraba tía sino madre verdadera, por exaltación de su espíritu y maniobra sutilísima de su entendimiento. Consumada idealista, y empapando sin cesar su espíritu en la memoria de su hermana, había logrado realizar el fenómeno psicológico de la transubstanciación. En sus soledades y abstracciones había llegado a decir casi sin pensarlo:

-Yo soy Piedad... yo soy mi hermana...

Y otra vez se le escaparon estas palabras:

-La que se murió fue Isabelita.

La Piedad pequeña creció al lado de su tía y otros parientes. La mimaron mucho y la querían con delirio. Todo iba bien, todo fue regocijo y paces hasta que llegó a ser mujer. Aquí viene el punto capital de esta historia retrospectiva y el motivo del singularísimo aspecto con que se nos presenta doña Isabel. La adorada, la mimada, la enaltecida sobrina-hija de esta señora, la heredera de los claros nombres de Herrera y Godoy se enamoriscó de un tal Pedro Miquis; resistió tenaz y heroicamente la oposición de su familia; se dejó depositar y se casó con él... ¡Abominación! Los Miquis habían sido criados de los Godoyes.

¡Pobrecita doña Isabel! El espanto y dolor que esto produjo en ella no son para referidos. Parecía increíble que este nuevo traspaso de su corazón, añadido a las llagas pasadas, no le quitara la vida. Decía con toda su alma:

-Mi niña ha muerto.

Porque pensar que ella había de transigir con tal ignominia era pensar en las nubes de antaño... Llena de tesón, hizo la cruz al Toboso, al Quintanar, a toda la Mancha; escribió en su corazón un segundo epitafio, y se vino a Madrid. Su odio a los Miquis era tan profundo, estaba tan entretejido con sus convicciones, que desde que se tocaba este punto, rompía a hablar como una tarabilla, y su interlocutor, aburrido, tenía que marcharse y dejarla hablando sola. Nombrar a los Miquis era nombrar lo más bajo de la humanidad. Los Miquis del Toboso eran escoria, desperdicios de nuestro linaje. En semejante muladar había caído aquella temprana rosa. No era posible sacarla, y aunque se la sacara con pinzas, ¿de qué serviría ya?

Los años suavizaron un tanto estas asperezas. Después de escribir muchas cartas cariñosísimas y humildes a su tía-madre, la Miquis consiguió obtener una contestación, aunque muy desabrida. De allá le enviaban regalitos de arrope, lomo en manteca, bollos y cañamones tostados, sin conseguir que aceptara. Por fin aceptó algo, y las relaciones se restablecieron, aunque frías, por escrito. Pasados quince años, el lenguaje epistolar de la tiíta Isabel tenía cierto calor. El tiempo, que tantas maravillas había obrado en ella, hacía una nueva conquista de paz en su indomable espíritu. La reconciliación con Piedad llegó a ser un hecho; pero en ninguna de sus cartas dejaba de poner la Godoy una frase desdeñosa para su yerno y toda su aborrecida parentela.

Cuando el primogénito de Piedad, Alejandrito, hecho ya un hombre y con lisonjeras esperanzas de serlo de provecho, fue a estudiar a Madrid, llevó encargo de visitar a la tiíta. ¡Cuánto le aleccionó su madre sobre esto, y qué de advertencias le hizo, previniéndole lo que le había de decir, lo que debía callar!... En la primera visita, doña Isabel hubo de recibir al muchacho con circunspección y recelo. Le miró mucho, y de pronto lanzó una exclamación de lástima y amor, diciendo:

-¡Eres el vivo retrato de mi niña!

Después se descompuso toda, echose a llorar, y le estuvo besando sin tregua más de una hora en los cabellos, en las sienes, en las mejillas.

-Vente por aquí todas las semanas -le dijo-; creo que no podré estar muchos días sin verte. Siempre que quieras comerás conmigo.

Pero Alejandro, no bien probó una vez la extraña comida de su tiíta, hizo firme propósito de no volver más. Porque verdaderamente los piruétanos, las gachas, el ajillo, y sobre todo aquel postre ornitológico de cañamones no eran, no, para estómagos de cristianos. Luego, la señora le hacía tomar al concluir un tazón de salvia que le ponía enfermo. En dos días no se apartaba de su olfato aquel maldito olor de orégano y anís, que eran inseparables de la imagen de su tía, del recuerdo de la casa, de los pájaros y del camello que estaba sobre la cómoda.

Otro motivo de disgusto para Alejandro era que su tiíta no se recataba de manifestar descaradamente ante él su desprecio de los Miquis, de su padre y tíos, tan queridos y respetados en toda la Mancha, y les daba nombres chabacanos, como los Micifuces, los Mengues, los Micomicones.

-Tu abuelo -le decía- fue mozo de mulas en mi casa, cuando yo era pequeñita. Era un bruto. Me parece que le veo con su gorro de polo y su manta al hombro. Sus hijos se engrandecieron, como se engrandecen todos los brutos en estos tiempos de faramalla y de equivocaciones. Uno compró bienes del clero por un pedazo de pan, y se hizo rico negociando con la fortuna de la Iglesia, con lo que es de Dios y de sus ministros. Gumersindo Miquis y tu padre también han hecho mil picardías para enriquecerse.¡Qué manera de juntar dinero! Con la contrata del fielato, vejando y martirizando a los pobres paletos que entraban dos docenas de huevos... Una vez desnudaron a una pobre mujer que entraba media sarta de chorizos en el refajo. Eran odiados en toda la Mancha... Gaspar Miquis ya sabemos que contratando carreteras ha hecho un capital. Así están aquellos caminos. Donde debía ser piedra ponía barro, y el puente sobre el Jigüela creo que lo hicieron de papel... En las Casas Consistoriales de Quintanar hay cada expediente... Pero ellos, ya se sabe, sacando votos para los diputados han hecho lo que han querido y se han burlado de la justicia... En mi tiempo, hijo, había, sí, ladrones de caminos, gentuza mala, es verdad; pero no había caciques, no había estos salteadores públicos que hacen lo que les da la gana, oprimen al pobre, roban al rico, amparados de la política. ¿No es un horror ver a Gaspar Miquis repartiendo las contribuciones y echando a algunos tantísima cuota, mientras él, que es el primer propietario de Criptana, no paga nada? Tu papaíto también es buena pieza. Compra el azafrán a seis duros, valiéndose de la miseria de los pobres labradores, y luego lo vende a catorce... Así se han hecho poderosos. Yo me acuerdo de haber visto al padre de tu abuelo, a tu bisabuelito, sí, venir a casa todos los sábados a recoger las limosnas que daba papá. Aquel viejo, con ser mendigo, era más decente que todos sus hijos y nietos. Últimamente se entregó a la bebida; pero cuando estaba bueno, tenía mucho arte para coger cangrejos del Jigüela, por Cuaresma, y le traía espuertas llenas a papá, que gustaba mucho de ellos...

D. Pedro Miquis no participaba de esta inquina, y en las cartas que escribía a su hijo solía poner un párrafo como este: «No dejes de visitar con frecuencia a la tiíta Isabel, y aguántale sus rarezas». Otras veces le decía: «Cuidado con la tiíta. No te incomodes si la oyes decir algún disparate. Esta buena señora tiene la cabeza como Dios quiere. Siempre fue lo mismo. No hay que llevarle la contraria, sino decirle a todo amén, aunque luego no se haga lo que mande». Ya hacía tres años que Alejandro estudiaba, cuando en una carta de su padre halló esto: «Ha llegado D. Santiago Quijano y me ha dicho que la pobre está rematadamente loca. ¡Pobre señora! Visítala; sírvele en lo que puedas y trátala con tacto y estudio para no ofenderla».

Casi en los mismos días en que Alejandro recibía esta carta, su tía hablando con él de cosas de la Mancha y de antepasados, que era la conversación más de su gusto, le dijo así:

-¡Ay, que trastada le voy a jugar a los Micifuces!

Y el regocijo ponía extrañas claridades en sus ojos; se reía y daba palmadas, aplaudiéndose a sí misma, como los niños cuando están contentos o proyectando alguna travesura. Alejandro no se atrevía a pedirle explicaciones, porque siempre que la Godoy ponía de oro y azul a sus enemigos, él, entre avergonzado y colérico, no se atrevía a chistar. Otra vez, dijo la señora:

-¡Cómo me voy a reír! Me parece que estoy viendo a tu padre, furioso, echando espumarajos por aquella boca... ¡Que reviente... mejor! Digan lo que quieran, todos los Mengues, uno tras otro, han de tener su castigo en este mundo.

Alejandro no daba gran importancia a estas razones, porque tenía en muy poco el juicio de doña Isabel, y las juzgaba rarezas y tonterías. Por otra parte, si la tiíta arrojaba diariamente a los caciques del Toboso toda clase de invectivas, con Alejandro (ella le decía siempre Alejandro Herrera), estaba siempre a partir un piñón. Le recibía gozosa, y alguna vez, después de hacerle mil preguntas sobre sus estudios, sus relaciones y pasatiempos, abría un cajón de la cómoda panzuda, y de un bolsillico muy mono sacaba una moneda de dos duros.

-¿Ves?, ¡qué rica! -le decía, mostrándosela entre dos dedos-. ¿Te gusta esta golosina? Es para que vayas al teatro a ver una función honesta y entretenida.

Más de un sermón le echó sobre la bajeza y grosería de la juventud de estos tiempos.

-Los chicos de hoy -le decía- sabrán más que los de aquellos tiempos; en eso no me meto. Y no sé, no sé, si de lo que aprenden hoy se quitan las herejías y maldades, poco ha de quedar. Pero sea lo que quiera, si en ciencia valen más, lo que es en urbanidad y en modales están muy por debajo. Y si no, dime tú, ¿conoces entre tus amigos alguno que sepa trinchar un ave en una mesa de cumplimiento? ¿Cuál habrá que sepa sentarse derecho en una silla, decir finuras a una dama, y sostener con ella conversación. amena, cortés y escogida? Ninguno. Todos son unos ordinarios, que sólo saben decir palabrotas, recostarse en los asientos de los cafés, disputar a gritos, escupir en el suelo y ponerlo como una estercolera, fumar y expresarse como los jayanes y matachines. Poco del mundo actual conozco, porque no salgo de mi casa; pero lo poco que he visto me da un asco... Es menester que tú no te parezcas a esos gandules de los cafés; es preciso que adquieras buenos modales, que seas fino, que frecuentes la sociedad, que te hagas presentar en alguna honesta reunión, y que huyas de las tertulias hombrunas, donde no se aprenden más que groserías.

Para tenerla contenta, y siguiendo el consejo de su padre que le ordenaba llevar en todo el genio a la tiíta, Alejandro le llenaba la cabeza con estos y otros inocentes embustes:

-Pues, tiíta, yo voy todas las noches a una tertulia de señoras finas, donde se habla de cosas honradas... Me van a llevar a los bailes de la embajada de Austria, para lo cual me he encargado ya el frac... Tengo pensado ir a Palacio. Un amigo quiere presentarme a Su Majestad...

Entusiasmábase con esto doña Isabel, y decía:

-¡Así, así te quiero!... Lo de ir a Palacio a besar la mano de esa perla de las reinas me enamora. Yo, si no estuviera tan vieja, iría también... Tengo prometida una visita a Su Majestad; pero ¿para qué quiere la señora ver vejestorios en su real casa? Yo rezo por ella, y por la felicidad de su reinado, así como por todos los príncipes cristianos... ¡Viva Isabel, y muera la cobarde facción!



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