El doctor Centeno: 48
Fin : IV
[editar]El médico que asistía a Alejandro era un joven estudioso, simpático, aplicadísimo y que se encariñaba con los enfermos, mirándolos como amigos y como libros, cual materia de afecto y de enseñanza. Y al decirle por las mañanas: «¿Qué tal, cómo va ese valor?», leía en su cara, en su lengua, en su pulso renglones de dolor. Hombre compasivo y afanoso de aprender, Moreno Rubio sentía en su corazón pena y lástima de cristiano; pero este dolor lo atenuaba, con las caricias de sus dedos de rosa, el goce científico, o sea el estudio de aquel hermoso caso. Observar la marcha metódica de la enfermedad, conforme en cada uno de sus terribles pasos con el diagnóstico que él había hecho; ver y oír cada síntoma; examinar las turgencias, las morbideces, los ruidos torácicos, las eliminaciones... ¡qué cosa tan entretenida! Esto y los cantos de un bello poema venían a ser cosas muy semejantes. Principalmente la auscultación, en la cual Moreno Rubio empleara todos los días un largo rato, enamoraba su espíritu. Las cosas que dice el aire en los pulmones son verdaderamente maravillosas. Esta música no es igualmente seductora para todos, pero su expresión sublime no puede negarse. La resonancia sibilante, la cavernosa, los ecos, los golpes, los trémolos, las sonoridades, indistintas y apianadas, que ya no parecen voces del cuerpo sino soliloquios del alma, constituyen una gama interesantísima. ¡Lástima que la letra de esta música sea casi siempre una endecha de muerte! Los oídos del médico se regalan con los suspiros del moribundo.
Aquella mañana (no sabemos bien qué día era), el médico y Cienfuegos conferenciaron un rato en la escalera, por no poderlo hacer en la casa. Cara tristísima tenía Moreno Rubio cuando dijo:
«Se va por la posta... ¡pobre chico! Los tubérculos han destruido casi todo el parénquima. Ha empezado de una manera alarmante el reblandecimiento y expulsión de tubérculos. Ya esto con una rapidez que me sorprende, porque al principio noté cierta lentitud en el desarrollo de los tubérculos, y creí que nuestro dramaturgo tiraría hasta el otoño».
«La voz -dijo Cienfuegos, no menos triste-, se le trasformó desde ayer por la mañana. Me espanté cuando le oí».
-La broncofonía nos indica la formación súbita de grandes cavernas... Mañana auscultaremos, y observará usted el curioso fenómeno de la pectoriloquia... En fin, seguir con la digital, y por las noches los calmantes.
Felipe oyó esta conferencia, y su terror fue grande. Quedose como quien se cae de muy alto, atontado. No creía él que la enfermedad de su amo fuera tan grave, ni temía una tan próxima catástrofe; pero, pues aquel señor lo dijo, cierto debía de ser. Lo primero que hizo fue echarse a llorar; mas pronto comprendió la necesidad de contenerse y envalentonarse para que su amo no se acobardara viéndole tan afligido. Compuso su semblante lo mejor que pudo, y entró en el cuarto. Felizmente estaba Alejandro tan ilusionado respecto a su pronta curación que no era preciso hacer esfuerzos para darle ánimos. Desde el día anterior no cesaba de hacer proyectos, los unos de arte y de trabajos para el año próximo, los otros bucólicos y de vida regalona.
«¡Qué buenos días voy a pasar en la Mancha este verano! -decía-, pues yo creo que allá para el 15 ó 20 de Junio me podré marchar. Esto no es más que una fuerte irritación que ya va cediendo, a mi parecer... Porque yo me siento mejor, sí señor; y aunque no tengo fuerzas, ellas vendrán. En todo el verano no haré más que pasear, comer y dormir. Estaré allá para la siega y me divertiré mucho. Para que veas si soy bueno, Flip, te voy a llevar. Verás cómo te diviertes. Iremos de caza. ¿Tú tiras?... Pero yo te enseñaré. Es un gusto ir a codornices. Mi padre tiene un monte... Ya se me hace la boca agua, pensando en el apetito que voy a tener... me comeré hasta los platos... Mira tú; nos salimos de madrugada y nos llevamos el almuerzo en una cesta... creo que hasta la cesta nos la tragaremos... A las diez ya no podremos tenernos de hambre».
Felipe, al oír esto, hacía disimulos muy penosos de su congoja, y tan bien fingía, que el otro se entusiasmaba más. Necesitaba poco para ponerse en aquel estado, por ser su alma de suyo arrebatada y soñadora. Pero Centeno, sin olvidar sus papeles, estaba preocupadísimo con ciertas ideas referentes a lo que en la escalera había oído. Entrando y saliendo a sus quehaceres, ni por un momento se apartaba de su alma aquella pena, y a la pena se unía un prurito de rebelión contra el dictamen de Moreno Rubio. No, su amo no podía estar tan malo como el médico decía; su amo no se moriría... pues no faltaba más. Sin duda Moreno Rubio era un bruto que no entendía el oficio, y soltaba aquellas paparruchas para darse importancia. ¡Morirse tan joven, morirse habiendo hecho El Grande Osuna! Esto no podía ser. Si él fuera ya médico, si él supiera ya todo lo que trataban los libros de Cienfuegos, de fijo pondría a su amo más sano que una manzana.
«Los médicos de ahora no sirven -pensó-. Para médicos los de mañana, los que van a venir».
Cienfuegos pasaba otra vez allí largas horas, y como era tiempo de exámenes, tenía allí sus libros para darse alguno que otro atracón por tarde y noche. Cuando salía, Felipe hojeaba aquellas obras tan sabias, ávido de encontrar en ellas noticias de la enfermedad de Alejandro. ¡Inútil y desesperante trabajo! No entendía ni jota, y como todo era terminachos y vocablos oscuros, se desesperaba más mientras más leía. Por último, encontró una palabra que Moreno Rubio había pronunciado en la escalera. Parénquima decía el libro. Allí estaba el busilis... ¡Oh!, si él hubiera aprendido siquiera alguna cosita, pero no, no sabía nada; era más bruto que Moreno Rubio y que el mismo Cienfuegos... Se golpeaba Felipe su respetable cráneo, a ver si por este medio brotaba en él alguna chispa de sabiduría médica; pero nada, nada... todo era cerrazón, dureza, ignorancia... Después buscaba las láminas de los libros, con esperanza de encontrar en ellas alguna idea. Las láminas tampoco le decían lo que él anhelaba saber. Ninguna halló que dijera: «Estado de los pulmones del señorito Alejandro».
Su avidez le quitó el sueño aquella noche; nada le distraía, nada lo consolaba. Ocupado en distintos menesteres, su pensamiento seguía embebido en las mismas ideas y devorado por el mismo afán, ¡ay!, afán de amor y curiosidad. ¿Qué antojo tenía? Nada menos que averiguar cómo era su amo por dentro, meter sus miradas en aquel dichoso parénquima, en aquellas cavernas y tubérculos para ver en qué consistía el daño, y por qué se había de morir su amo. Mentalmente le abría en canal con un grande y cortante instrumento que no causaba daño, y luego introducía con sutileza sus manos para extraer el mal... Lo dicho, dicho, Moreno Rubio era un pobre hombre que no sabía el oficio.
Aquellos días tenía Miquis, a ratos, la compañía de Ruiz, y por las noches la de D. José Ido. Felipe se había hecho muy amigo de la familia de este. Eran los cuatro niños de Ido una generación lucidísima, propia para dar lustre y perpetuidad a la raza de maestros de escuela. El uno de ellos era cojo, el otro tenía las piernas torcidas en forma de paréntesis, el tercero ostentaba labio leporino, y la mayor y primogénita era algo cargada de espaldas, por no decir otra cosa. Además estaban pálidos, cacoquimios, llenos de manifestaciones escrofulosas. ¡Pluguiera a Dios que no representara tal familia el porvenir de la enseñanza en España! Era, sí, dechado tristísimo de la caquexia popular, mal grande de nuestra raza, mal terrible en Madrid, que de mil modos reclama higiene, escuelas, gimnasia, aire y urbanización.
Rosa Ido, con ser raquítica, no carecía de belleza ni de gracia. Era sumamente redicha, y en un certamen de hablar mucho se habría ganado todos los premios. Tenía los ojos azules, el pelo de color de esponja y enmarañado, la boca grande, sin duda de tanto charlar, los modales desenvueltos. Andaba a saltos, comía devorando. Era el tipo de los salvajes de buhardilla, que se extienden por la línea de tejados de Madrid, cerniéndose sobre la población como bandada famélica. Devoran los desperdicios que llegan hasta ellos, y piden sin cesar. Descienden rara vez, porque no tienen ropa con qué presentarse. Viven en aquella altísima capa urbana, situada entre el cielo y los ricos.
Grandes y cordiales amistades se entablaron entre ella y Felipe. Muchas veces al día oíase la argentina voz de Rosa Ido en la puerta: ¿Dan ustedes su primiso? Y sin esperar respuesta se metía dentro. Charlaba un rato con Alejandro, contándole chismes de la vecindad. Cuando Felipe iba a un recado le acompañaba hasta media escalera, cuando volvía se la encontraba en el mismo sitio con la harapienta muñeca en brazos. Centeno, a su vez, si su amo tenía visita, íbase a la casa de Ido, cuya esposa, algo mejorada de sus acerbos males, le hacía los honores con regaños.
El lugar de tertulia de Rosa y Felipe era una escalerilla que conducía a los tejados y a la pequeña azotea donde las vecinas tendían la ropa. En los escalones ponían los chicos sus juguetes, que eran pedazos de pucheros rotos, palitroques y carretes sin hilo, con los cuales hacían trenes de artillería. Allí instalaba Rosa su boudoir, consistente en un espejo roto, en dos flores de trapo, un carretito, medio peine, varios frascos vacíos, y allí desnudaba y vestía a la muñeca, asistida de su amigo, que para estas cosas tenía habilidad suma. Cuando estaban solos eran las grandes confianzas. Vaya de muestra.
ROSA IDO.- Felipe, la otra noche, cuando estuviste fuera todo el día y volviste bebido, vino la tal... ¡Qué enfado me dio!... me la hubiera comido. Mamá dice que es una mujer mala, y que señá Cirila es otra mala mujer. Dice que si la hermana parece tan guapa es porque se da pintura. Mamá y papá no se tratan con esta gente, porque ellos, aunque pobres, son de buena familia... El papá de mi mamá era lo que llaman cabrerizo de Palacio, de esos señores que van a caballo al lado de la Reina.
FELIPE.- (con autoridad). Se dice caballerizo y no cabrerizo.
ROSA.- Qué más da... Bien dice papá que tu tienes talento... Pues sí, vino la tal. Entró hecha una farotona, y me dijo: «chiquilla, vete». ¿Habrase visto...? Yo me salí, pero me quedé en la puerta para pescar algo... A D. Alejandro, cuando la vio, se le pusieron los ojos más relumbrones... Ella no se acercó a la cama; se puso alejos... ¿te enteras?... y le miraba con una lástima... ¿Cómo le dijo? No me acuerdo. Ello fue una cosa mu tierna, mu tierna. ¿Sabes lo que dice mamá? Que esa mujerona es quien ha matado a tu amo... Dimpués que hablaron dale que dale, contó ella que te había visto con una gran turca en el café...
FELIPE.- (avergonzado). Es mentira... Si la cojo...
ROSA.- Aguarda. Los dos se rieron, y aluego hablaron de otra cosa. ¡Qué ojos tiene tan rebonitos! D. Alejandro la miraba como un bobo, y parecía que se ponía bueno. Se sentó en la cama. Ella se prosimó entonces y le dio la mano. Dimpués sacó ella pesetas y las puso en la mesa de noche. Dice mamá que esa mujer le debe de haber sacado mucho dinero a tu amo, y que ahora es un bochorno para él que ella le dé limosna.
FELIPE.- ¡Quita allá!... ¿qué le ha de dar...? Será casualidad...
ROSA.- (bajando la voz). ¿Sabes lo que dice mamá? Que Cirila es una ladrona, y que está vendiendo la ropa de tu amo. Yo estoy volada. Me dan ganas de decirle: «so tía...». Es que tengo yo un genio... Conmigo no jugaba esa tiburona. Si yo fuera tú, la ponía en la calle... así... clarito, y le decía: «señora, ¿usted que se ha llegado a figurar? Dice papá que tu amo es un santo y que sabe hacer funciones del teatro, y que ganará mucho dinero; pero que antes se ha de morir... que no llega al mes que viene...
FELIPE.- (dando un suspiro). Cállate, mujer.