El doctor Centeno: 12

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El doctor Centeno
Tomo I

de Benito Pérez Galdós


Pedagogía : VII[editar]

Frente a la casa de D. Pedro, por el callejón de San Marcos, se veía, en muestra negra con letras blancas, el título de un periódico. Estaba en el piso bajo la redacción, y en el sótano la imprenta y máquinas del mismo. Felipe, siempre que salía, se paraba delante de las ventanas a ver por los cristales a los señores que escribían el diario, reunidos alrededor de una mesa con tapete verde, en la cual había muchos papeles cortados, manojos de cuartillas, grandes tijeras y obleas rojas. Los tales eran, según Felipe, los hombres más sabios de la tierra, porque inventaban todas aquellas cosas saladísimas que salían en el papel al día siguiente. Les miraba él desde fuera con supersticioso respeto, y se admiraba de que siendo todos tan sabios no tuvieran mejor pelaje. Disputaban, reían, y mientras el uno escribía, otro daba grandes tijeretazos sin piedad en distintos papeles más largos que sábanas. De todos aquellos simpáticos señores el que más atraía la atención de Felipe era uno que siempre se sentaba frente a la ventana, y por eso se le veía mejor desde la calle. No era joven; tenía la cara redonda, la nariz muy chica y picuda, la expresión avinagrada, el mirar soberano, y grande, espaciosa y reluciente calva, por la cual se pasaba suavemente la mano, para acariciar sus ideas. Vaya, que si toda aquella cabezota estaba llena de talento, aquel debía de ser el hombre del siglo. ¡Con qué gravedad tomaba ora las tijeras, ora la pluma, y con qué aire se acomodaba a cada momento los anteojos sobre la nariz!... Observando estas cosas, Felipe se detenía en la calle más de lo regular; los recados tardaban eternidades, y luego Doña Claudia o Marcelina ponían el grito en el cielo y llovían bofetadas. Mayores fueron aún las distracciones de Centeno cuando se hizo amigo de otro chico de la misma edad, poco más o menos, que era hijo del mozo de la redacción y servía en esta y en la imprenta para hacer recados y llevar pruebas. No salía nunca el Doctor a un mandado sin asomar las narices a la puerta de la redacción para ver si estaba su amigo. Este también le buscaba, y como se encontraran, ambos se pasaban las horas jugando, olvidados de su deber. Desde que se vieron simpatizaron, y desde que se hablaron su afecto apareció tan vivo como si fuera antiguo. El primer cambio de palabras fue para enterarse de los nombres.

«¿Cómo te llamas tú?».

-¿Yo? Felipe Centeno. ¿Y tú?

-Yo me llamo Juanito del Socorro.

En figura y en genio no tenían semejanza, pues Socorro representaba menos edad de la verdadera; era delgado, flexible y escurridizo como una lagartija. Parecía tener alas en los pies porque no andaba sino a saltos, y hablaba haciendo mil contorsiones y monerías. Era más embustero que el inventor de las mentiras, que según parece, fue la serpiente del Paraíso, y además vanidoso y lleno de las más graciosas y ridículas presunciones. Se comía la mitad de las palabras, y dándose aires de protector, llamaba a su amigo hijito, con un retintín que habría hecho reír a la rueda de una noria. Por Socorro supo Felipe que el señor de la calva y de los espejuelos sobre la nariz chica era el que escribía los artículos y sueltos de Hacienda.

«¡De Hacienda!» -exclamó Centeno, abriendo la boca todo lo que se puede abrir.

-Hijí... tú no sabes; es un señor que siempre está muy enfadado, y cuando escribe, dice que la Deuda... ¡bum!, la Hacienda, ¡bum!, el Porsupuestro, ¡bum!... y echa unas carretadas de números que te quedas bizco.

Felipe le oía con la boca abierta, lleno de admiración.

«¡Vaya un hombre!... ¡Cór...!».

-Pues mira, hijí... cuando no está en la casa, los otros relatores se ríen de él, y dicen que es más tonto que el cepillo de las ánimas. Voy a comprarle cigarros... Que se espere.

En estas conversaciones pasaban el tiempo, y se acompañaban el uno al otro en sus recados. A menudo Juanito hacía ponderaciones de su estado y familia, diciendo:

«Hijí, cuando menos lo pienses, te he de colocar... porque mira, mi padre tiene muchas haciendas, y aunque está sirviendo, es porque van a subir los de acá, y lo menos le hacen comendante... Yo como todos los días gallina y jamón, porque mamá tiene una amiga que es duquesa y le manda regalos... Un día de estos verás el caballo que me va a comprar papá. Lo van a traer de las haciendas, ¿estás?».

Otras veces, Juanito, que era listo y conservaba en su memoria lo que oía en la redacción, decía a su amigo con misterioso acento:

«Hijí... hijí... ¿no sabes? Esto se va... Vamos al decir que viene revolución. Los señores lo dicen. Ya está la tropa apalabrada. Se arma, se arma».

Centeno, al oír esto, sentía en su espíritu el pasmo que ocasiona todo anuncio de cosas insólitas, sobrehumanas y jamás vistas ni comprendidas.

«Sí, hijí... cuando yo te lo digo... Esto anda mal, y los curas tienen la culpa de todo... Mi padre, que sabe mucho y es amigo de los pejes gordos, dice que cuando venga la cosa, hay que ahorcar a mucho pillo. A un hermano de papá le mataron en otra trifulca, y papá dice que se la han de pagar... porque cuando venga la cosa, habrá lo que llaman melicia».

-Pues algo va a pasar -manifestó Felipe, dándose importancia-, porque ayer D. Pedro, en la mesa, dijo que esto se pone feo... ¿oyes?, y habló del Gobierno, de la tropa, del Porsupuesto... Él también lee por las mañanas un papel, y el otro día contaba que... pues, no me acuerdo. Tú que sabes estas cosucas, di, ¿qué quiere decir las turbas?

-¿Las turbas?... pues las turbas... Hijí... eso está claro. Las turbas somos nosotros.

Alguna vez les sorprendía D. Pedro, al salir de noche, en estas conferencias, sentados en la puerta de la redacción o en otra más allá, fumándose entre los dos a turno un roto cigarrillo. El maestro no se contentaba con reprender y castigar a Felipe, sino que a los dos les sacudía algunos pescozones diciéndoles: «Tunantes, id a vuestra obligación».

D. Pedro salía todas o las más de las noches. Aquel hombre, consagrado a rudo trabajo, necesitaba esparcimiento y ejercicio. En los primeros años de su vida escolástica, solía tertuliar con su madre y hermana después de la cena, hasta la hora de acostarse. Pero llegaron días de mayor cansancio, las digestiones no eran tan fáciles, y sobre este malestar vinieron unas melancolías tan negras que no era posible hacer salir de la boca del capellán una sola palabra. Se paseaba por el comedor mirando al suelo; luego se metía en su cuarto y se estaba allí larguísimo rato solo y a oscuras... De repente sentíasele revolviendo en la habitación, y al fin aparecía de paisano, envuelto en su capa.

«Sí -le decía en un bostezo Doña Claudia-, bueno es que hagas ejercicio».

Marcelina lo miraba sin decir nada; pero sus miradas traducían tímidamente esta observación: «Ya le entró a mi hermano la calentura».

D. Pedro decía: «voy a dar una vuelta», y se iba. Regresaba a las once, cuando ya su madre dormía. Su hermana le esperaba siempre, y le alumbraba hasta llegar a la alcoba. D. Pedro sólo decía alguna frase referente al tiempo.

Vino después larga temporada en que parecía luchar consigo mismo para evitar la salida. Después de comer se entregaba a la lectura. Compró muchos libros, y otros se los prestaba el fotógrafo, que tenía gran copia de ellos. El leer más grato a su espíritu varonil era el de cosas heroicas y fuera de lo común, historias de bravas conquistas o descubrimientos. También se entretenía con novelas, prefiriendo las de mucho enredo, llenas de pasos y lances estupendos. Los viajes arriesgados por islas y tierras de bárbaros le deleitaban, y todo aquello en que hubiera lucha con feroces bestias o con los elementos; dificultades, trabajos y el siempre sublime sacrificio del hombre por la cruz y la civilización. Su temperamento se empapaba en esto y se condimentaba, dirémoslo así, como ciertos manjares se guisan en su propio jugo.

Jamás se le vio leer libro místico; y cuando tenía que preparar un sermón, cogía la Cadena de Oro de Predicadores, el Alivio de Párrocos, o bien el socorrido Troncoso, únicos libros religiosos que guardaba, y entresacando de aquí y de allí, esto quiero, esto no quiero, una de cal y otra de arena, componía sus enfáticas oraciones; y aprendidas de memoria, las soltaba como un seráfico papagayo, del mismo modo que sus venturosos discípulos decían las definiciones. ¡Y qué pico de oro!


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En aquella casa: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IXPrincipio del fin: I - II - III - IV - V - VI - VII
Fin: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIIIFin del fin: I - II - III - IV - V - VI