El doctor Centeno: 33
En aquella casa : V
[editar]Porque Alejandro era autor dramático. Tenía tres dramas, ya desechados por su propio criterio, y uno flamante, nuevecito, que era su sueño, su gloria, su ambición, sus amores. Tan cierto estaba él de que se había de representar como de su propia existencia, y tan seguro y patente consideraba el éxito, cual si lo estuviera viendo con los ojos de la cara... Ideas para otros dramas, planes brillantísimos ¡oh!, teníalos por docenas y se le ocurrían a cada momento, al levantarse, al salir, al tomar café; mas érale forzoso apartarlos de sí para que no la atormentaran y se apoderaran antes de tiempo de los ricos moldes de su cerebro. Convenía que tanto verbo fecundo aguardase la oportunidad de su encarnación y que tanta vida nueva tuviera calor interno antes de ser puesta al trabajo de su desarrollo y crecimiento. Después que se representara El Grande Osuna, vendrían otros trabajos y éxitos más colosales. ¡Misión altísima la suya! Iba a reformar el Teatro, a resucitar, con el estro de Calderón, las energías poderosas del arte nacional. Como los más puros místicos o los mártires más exaltados creen en Dios, así creía él en sí mismo y en su ingenio, con fe ardentísima, sin mezcla de duda alguna, y para mayor dicha suya, sin pizca de vanidad.
¿Y por qué no había de tener razón? Entre sus compañeros y amigos no eran unánimes los pareceres respecto al superior ingenio de Miquis. Unos le tenían en mucho; otros en poco; quién por un visionario; quién por tonto o algo menos. Sus compañeros de casa lo querían mucho por sus cualidades morales, entre las cuales descollaba el corazón más generoso, más expansivo, más superabundante que puede imaginarse; pero en lo tocante al numen, también variaban las opiniones. Poleró, sin conocer el drama, sostenía que era un hatajo de inocentadas, y que el mayor favor que se podía hacer al joven manchego era quitarle de la cabeza su idea de ser autor dramático. Cienfuegos no pensaba lo mismo, y veía en Alejandro, mejor dicho, columbraba en aquel espíritu algo misterioso y grande que no existía en los demás.
Físicamente era raquítico y de constitución muy pobre, con la fatalidad de ser dado a derrochar sus escasas fuerzas vitales. Sus nervios siempre estaban en grado muy alto de tensión, y todo él vibraba constantemente como cuerda de templado metal, sin cesar herida por el divino plectro de las ideas. La fiebre era en él fisiológica, y el orgasmo del cerebro constitucional y normal. Era un enfermo sin dolor, quizás loco, quizás poeta. En otro tiempo se habría dicho que tenía los demonios en el cuerpo. Hoy sería una víctima de la neurosis.
Desde la infancia se había distinguido por su precocidad. Era un niño de estos que son la admiración del pueblo en que nacieron, del cura, del médico y del boticario. A los cuatro años sabía leer, a los seis hacía prosa, a los siete versos, a los diez entendía de Calderón, Balzac, Víctor Hugo, Schiller, y conocía los nombres de infinitas celebridades. A los doce había leído más que muchos que a los cincuenta pasan por eruditos. Su feliz retentiva le había familiarizado con la historia de los libros de texto. A los catorce abriles, hombres graves del país le consultaban sobre materias de Historia, Mitología y Lenguaje. Era general allí la creencia de que el Toboso, ya tan célebre en el mundo por imaginario personaje, lo iba a ser por uno de carne y hueso. Destináronle a estudiar Leyes. Los amigos de su papá decían: «Este que empieza por literato y poeta, acabará, como todos, por orador político de primera y ministro. El Toboso tendrá al fin su prohombre».
Le hemos conocido cuando llevaba tres años en Madrid y veintiuno de existencia... ¡Pobre Miquis, trabajador incansable de lo ideal, siempre imaginando, siempre creando! Merecería ingresar en las familias mitológicas y que le representaran en figura de un forjador maravilloso, alumno de Vulcano y ladrón de sagrado fuego como Prometeo. ¡Desgraciado Miquis, siempre devorado del afán del arte perseguidor con fiebre y congoja de la forma fugaz y rara vez aprehensible; atormentado por feroces apetitos mentales; ávido del goce estético, de esa inmaterial cópula con la cual verdad y belleza se reproducen y hacen familias, generaciones, razas! También las ideas son una especie inmortal que habla con briosos instintos en las entrañas del artista, diciéndole: «propágame, auméntame».
Hombre dado a los demonios, o en otros términos, consagrado al peligrosísimo ejercicio de la imaginación, aborrecía el Derecho. Para él, la humanidad inteligente no había echado de sí cosa más antipática que, aquel jus, idea suspicaz, prosaica y reglamentadora de la vida; idea enemiga de la pasión, de lo ideal, destructora do la personalidad libre y de la poesía. El jus para él, era el eterno Sancho Panza... Iba Alejandro a clase lo menos posible, y siempre de mala gana. Pero había sabido ganar sus cursos y aun obtener regulares notas con poco trabajo. Nunca fuiste tirano, amigo Sancho.
En los primeros años de la vida de este jovenzuelo en Madrid, su carácter era jovial, exaltado, bullicioso. Amenizaba el círculo del café con sus ocurrencias originales. Las metáforas, símiles y paradojas brotaban de sus labios como de un manantial inagotable. Cuando él no iba, faltaba el espíritu de la tertulia, el sentido de todo lo que se decía... Pero al tercer año empezó a determinarse en él una trasformación que había de ser pronto mudanza profundísima o paso orgánico, precursor de otro moral. Su humor festivo se trocó en melancólico; cada día le eran menos simpáticos el bullicio y la gárrula palabrería del círculo, y si bien quería con leal cariño a todos sus amigos, muchos de estos le molestaban. La gran batahola que se hacía en su cuarto le era ya insoportable. No teniendo carácter para expulsar a los intrusos, pues era él incapaz de ofender a sus compañeros, esperaba las horas silenciosas para aislarse. De día, paseaba por lugares solitarios, buscando esa dulce impresión que traen al alma los objetos extraños y no vistos constantemente. De noche, y a la hora en que nadie podía turbarle, leía y escribía, protegido del silencio y paz de la madrugada.
El drama, aquel pedazo de Cielo caído sobre la frente de un hombre, estaba ya terminado. ¡Feliz suceso que dejaba una marca indeleble en el tiempo! Él solo bastaba a hacer rosadas las auroras, serenas y poéticas las noches, hermosas las horas todas. Alejandro lo había leído a un autor mediano, pero muy corrido en la escena, hombre de estos que llaman prácticos en el arte, el cual, callándose su opinión sobre el mérito real de la obra, hizo observaciones que dejaron helado al pobre Miquis. La división en cinco actos era inadmisible. Habían de ser tres solamente, porque nuestro público no aguanta más. Pues ¿y aquella lista de treinta personajes, cómo podía ajustarse al exiguo personal de nuestras compañías? El Schiller hispano había explanado sus ideas, como el tudesco, en un escenario inmenso, lleno de diversas figuras, con pueblo y todo. Esto era inocente. Forzoso era cortar por lo sano, no dejando más que el cogollo de la obra. Fuera aquel cardenal Borja, el gonfalonier, los cuatro capitanes o arraeces de galeras, los dos lazzaronis, el príncipe Colonna; fuera también el jefe de los uscoques, los dos frailes camaldulenses y otras figuras que más eran decorativas que esenciales. Resumen: hacer de cinco actos tres, sin que ninguno subiera de 1.000 ó 1.100 versos; quitar quince personajes lo menos, simplificar mucho y hacer decoraciones fáciles, pues aquella que decía Ribera de Chiaja, con varias galeras atracadas a la derecha, el palacio vice-real a la izquierda y al fondo el Vesubio, era para hacer morir de risa al pintor y maquinista.
Con grandísimo dolor emprendía el manchego la refundición de su obra. A cada miembro cortado, echaba sangre su corazón de padre; pero no había remedio ¡zas! Más que trabajo de reducción debía ser aquello un trabajo de compresión. Era necesario coger al gigante y comprimirlo hasta poderlo encerrar en un frasco de alcohol, como los fetos. Mucho padeció el poeta; pero al fin lo hizo. Sólo que no pudo reducir los cinco actos a tres, y la cosa quedó en cuatro. Había quitado trece personajes y entresacado casi la mitad de los versos.
¡Gracias a Dios! El director de un teatro leyó la obra y la encontró excepcional. Estaba el hombre entusiasmado; pero al expresar su regocijo a Miquis y al felicitarlo, indicole la necesidad de nuevas modificaciones. Todavía era preciso comprimir más. La obra cabía ya en un frasco: era menester que cupiera dentro de un dedal. ¡Nuevo trabajo, nuevos afanes! En esto se ocupaba Alejandro en aquellas madrugadas, viviendo solo en el gabinete de la esquina, después de su cambio de fortuna. A tales horas, excitado por el trabajo, sentía febril entusiasmo; había algo de convulsivo y epiléptico en aquella onda de vibraciones nerviosas que de su cerebro saliera, viniendo a morir en su epidermis. Su sangre era lumbre; el pulso se aceleraba, corría, como viajero impaciente de llegar a alguna parte. Su fantasía poderosa se encendía a la acción magnética de aquel estilo ampuloso y calderoniano. Los personajes del drama tomaban a sus ojos figura y realidad teatral, vivían, si no la vida del mundo, la oropelesca y convencional del teatro, cubierta de vistosos remedos vitales. Veía, tan claramente cual si lo tuviese delante, a D. Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, virrey de Nápoles, insigne caudillo de mar y tierra, político, diplomático y muy galán, figura que el poeta soñaba como la más gallarda muestra del ánimo español, de la ambición sublime y del desorden caballeresco; veía también al solapado veneciano Ángelo Barbarigo, figura sombría y trágica con olor y color de sangre; al aventurero normando Jacques Pierres; al sarcástico y honradísimo Quevedo, secretario del Duque; a otros muchos, y por último a la enamorada Catalina Paoli, llamada la Carniola, mujer robada a los uscoques por Jacques Pierres, como verían bien los que la obra conocieran. El lugar de la escena revivía igualmente en la fantasía del poeta, y poco le faltaba para ver con los ojos mortales al propio Nápoles con su Vesubio ardiente, su pintoresco mercado, su mar y su cielo más azules que lo azul, la delirante alegría de su pueblo, su naturaleza a la vez florida y plutónica, llena de hierbas y lavas, prodigio de la Naturaleza, arca del paganismo, compendio de toda la hermosura terrestre.
Sentir este entusiasmo vidente y no poder comunicarlo a alguien, era el mayor de los tormentos. Sus amigotes no le comprendían, y algunos de sus compañeros de casa se reían de él. Ya el maligno Poleró, hablando del drama, lo había llamado El gran Cerco de Viena, y Cienfuegos, el mejor amigo de Alejandro, no le mostraba un afecto muy vivo sino cuando necesitaba de él para salir de sus apuros. No podía comunicarse más que con Felipe, el cual era un inocente, es verdad, y no entendía palotada de teatro, ni de arte, ni de historia; pero tenía un alma cariñosa y entusiasta, que respondía siempre con dulces vibraciones de simpatía a toda acción o idea procedentes de la idolatrada alma de su amo.
Felipe se dormía algunas noches en el sofá, del gabinete. Su sueño era profundo; pero bastaba que Alejandro le llamase y le dijera algo para que se despertara, como él excitado, como él dispuesto a las alucinaciones. Sin duda, por la simpatía y parentesco de ambas almas, la pasión artística de la una se comunicaba a la otra, venciendo su rudeza.
Entre serio y burlón, Alejandro le decía:
«El célebre Molière le leía sus comedias a la criada. Yo te voy a leer a ti algunos pasajes...».
Felipe no había visto nunca una verdadera función de teatro. El origen de sus conocimientos en el arte dramático no podía ser más humilde. Una tarde de Navidad se había colado con Juanito del Socorro en un teatrucho donde representaban el Nacimiento con figuras, no con actores; y aún no habían tenido tiempo de reír las gracias del pastor Bato y de la tía Gila, cuando les echaron a la calle. Esto y los cosmoramas o tutilimundis instalados en la vía pública, le habían dado la noción primera del arte de fingir sucesos y personas... Desde que su amo empezó a leer, comprendió Centeno que aquello pertenecía a un orden más elevado, al teatro grande que él no había visto nunca, aunque lo soñaba y como que lo presentía. Así, el efecto de la lectura en su atento espíritu era extraordinario, colosal. Sin entender la mayor parte de las cosas, parecía como que se las apropiaba por el sentimiento, extrayendo del seno de un lenguaje no bien comprendido, el espíritu y esencia de ellas. La armonía de versos, ahora floridos, ahora graves, la música de las rimas, el relumbrar de las imágenes, el énfasis de los apóstrofes, producían en él efectos de vértigo y desmayo. Era como el influjo, en los sentidos, de multiplicadas luces giratorias o de aromas muy fuertes. Se aturdía y se mareaba... En cuanto a la acción, la realidad misma no tuviera poder más grande que aquella mentira para cautivar el espíritu del buen Centeno. Cuando Alejandro llegaba a una escena dramática en que había choque de espadas, uno que se cae, otro que grita, o cosa así, ya estaba Felipe con los pelos de punta, lo mismo que si estuviera presenciando el lance entre personas de carne y hueso. Pues digo... si el poeta leía una escena de amor, con ternezas y sentimientos expresados a lo vivo, ya estaba Felipe soltando de sus ojos lagrimones como garbanzos.
La aurora les sorprendía en esta exaltación; ambos gozando lo increíble, el uno por lo sabio, el otro por lo ignorante. Siendo tan diferentes, algo les era común, el entusiasmo, quizás la inocencia. La excitación cerebral de Miquis concluía en enfermizo marasmo. Se acostaba rendido de fatiga, y le entraba algo de delirio, con escalofríos muy penosos. Felipe le arropaba, echándole encima hasta el tapete de la mesa y parte de la ropa, pues el abrigo de la cama no era suficiente, y apagaba la luz, a quien hacía lúgubre la claridad del día. Cerraba las maderas para fingir la noche, y se acostaba vestido en el sofá. Por un rato oía el canto de los machos de perdiz, colgados en el balcón del vecino, y los pasos de los madrugadores que sonaban secos en la calle aún casi desierta; al fin se dormía profundamente para soñar con magnates, con príncipes vestidos de tela como las de las casullas, con venecianos forrados de hierro, con las galeras del Duque, que él creía eran carromatos, con el Vesubio, que es un monte encendido, y con aquellas cosas tan bonitas, tan finas y amorosas que la Carniola decía siempre que hablaba.
Levantábase Alejandro muy tarde, cada día más tarde. Sentía al despertar un embrutecimiento invencible. La pereza le dominaba y no podía vencerla. Su cuerpo era de plomo... Felipe iba a clase, si había tiempo, generalmente sin saber ni palotada de la lección, y a su regreso, ya Doña Virginia le tenía preparadas diversas faenas. Como pudiera no hacía nada, y se metía en el cuarto de su amo a arreglar la desordenada mesa y limpiar un poco. Andaba de puntillas, por no despertar a Alejandro, y movía con mucho cuidado los muebles. Si el drama había quedado en la mesa, cogía uno a uno los cuadernos y les quitaba el polvo con su mano, con un respeto tal, que no lo empleara mayor el cara para coger la Hostia consagrada. A veces se aventuraba a leer un poquito, con cuidado, se entiende, por ver en qué paraba tal o cual lance que su amo en la lectura había dejado a la mitad.
Después ponía los cuadernos uno sobre otro, a un lado, muy bien colocaditos por orden de actos; los libros a otra parte, el tintero en medio, las plumas en su sitio; en fin, todo como Dios mandaba.
Los malignos huéspedes, que se enteraron de que Alejandro leía al criado sus composiciones, hicieron la burla que puede imaginarse. Uno de ellos, decía a Felipe con mucha sorna:
«¿Y qué opina del drama el Doctor Centeno, hombre inteligente?».
El muchacho se ruborizaba y no respondía nada. Pero en su fuero interno, decía con rabia:
«¡Valiente ganso estás tú!... Mejor te pusieras a estudiar...».
Para Felipe las obras más perfectas, las creaciones más sublimes del humano entendimiento, en lo antiguo y en lo moderno, eran las de su amo.