El doctor Centeno: 21
Quiromancia : III
[editar]Quince días habían pasado desde que el buen Doctor dejó con tan mala ventura la casa de D. Pedro Polo... Cayó, como el cabello que cortado se arroja, a los rincones y vertederos urbanos, allá, donde las escobas parece que arrastran, con los restos de todo lo útil, algo que es como desperdicio vivo, lo que sobra, lo que está de más, lo que no tiene otra aplicación que descomponerse moralmente y volver a la barbarie y al vicio. ¿Quién le seguirá por esta zona, a donde llegan arrastrados todos los despojos de la eliminación social en uno y otro orden? ¿Quién le seguirá a las casas de dormir, a las compañías del Rastro, a los bodegones, a las tabernas, a los tejares y chozas de la Arganzuela y las Yeserías, a la vagancia, a las rondas del Sur, inundadas de estiércol, miseria y malicia? La historia del héroe ofrece aquí un gran vacío que es como reticencia hecha en lo mejor de una confesión. Sólo se sabe que a los dos días de su salida de la casa, de Polo, se extinguió el último ochavo de las seis pesetas que le diera aquella cristiana y al mismo tiempo pagana Emperadora, figura hermosísima que él había visto en alguna parte, sí, en esta o la otra página de sus estudios; en la Doctrina Cristiana y en la Mitología. ¡Misterios de la óptica moral! Fuera lo que Dios quisiere, él se había prometido no olvidar a aquella señora en todo el tiempo que durase su vida...
Se sabe también que algunas noches durmió en lo que vulgarmente se llama la posada de la estrella, o sea, al aire libre; que pasó grandes y tormentosas escaseces; que iba todos los días a la subida del Observatorio con esperanza de encontrar al que le protegió, le amparó y le dio ánimos en aquella feliz ocasión; que al fin su puntual fidelidad obtuvo recompensa, como se ha visto, deparándole Dios el encuentro de Alejandro Miquis, prólogo de las importantes cosas que vienen ahora, y paso primero en el nuevo rumbo que toma la vida del héroe, como verán los que no se hayan aburrido todavía y quieran seguir adelante.
Emprendió, pues, la marcha el Doctor para desempeñar su recado, y en la Puerta del Sol, ¡inesperado estorbo!, se encontró con que no podía pasar, porque todo estaba lleno y apelmazado de gente. Él, no obstante, había de penetrar entre la multitud para ver qué era aquello y por qué motivo se reunían tantas personas. Metiose por las grietas que en la humana masa se abrían; navegó con trabajo por entre codos, piernas, espaldas, y pudo ganar al fin la esquina de la calle de Carretas. Felizmente había allí un farol que no estaba ocupado, y se subió a él, después de guardar cuidadosamente la carta en el pecho. ¡Qué bien se veía todo desde aquella altura! «¡Ya!... entierrito tenemos...». Y que el muerto era persona grande lo manifestaba la muchedumbre de acompañantes y de curiosos. Felipe vio el carro mortuorio, tirado por caballos negros y flacos, con penachos que parecían haber servido para limpiar el polvo de los cementerios; vio el armatoste donde el difunto venía, balanceándose como una lancha negra en medio de las olas de un mar de sombreros de copa; vio los asilados, los lacayos fúnebres, de malísima catadura, y el lucido acompañamiento, ejército sin fin de personas diversas, elevadas y humildes, todo oscuro, triste y hosco. Iba detrás, en primer término, un señor alto y gordo, de presencia majestuosa; a su lado otros muchos, gruesos o flacos, y detrás un río de levitas y chaquetas. ¡Cómo serpenteaba la fatídica procesión, cómo se detenía a veces, cómo empujaba! Era cuña que en las plazas abría la masa de curiosos y en las calles se dejaba oprimir a su vez por aquella... Felipe se unió a la comitiva. Tan pronto iba delante con los incluseros, tan pronto atrás, cerca de aquellos señores tan guapotes. Pero él se mantenía siempre a respetuosa distancia: miraba y nada más. No era como aquel intruso y farsante Juanito del Socorro, a quien Felipe vio delante de los caballos, apartando la gente con ridículos y oficiosos aspavientos. «¡Fantasioso!», pensó el Doctor, y poco después, allá cuando iban por la calle de la Concepción Jerónima, viole atrás, pegado a los faldones del respetabilísimo caballero obeso y de blancas patillas que presidía... «¡Otro más entrometido que Juanito...!».
Por la calle de Toledo, Redator distinguió a su amigo entre el gentío y se fue derecho a él. ¡Qué facha la de Juanito! Llevaba las mismas alpargatas o babuchas de orillo que usaba siempre, una chaqueta de papá y una corbata negra que su mamá le había hecho para aquella lúgubre ocasión. Se saludaron con un par de estrujones, y Juanito dijo al otro:
-Estoy rendido... Yo fui a avisar a la parroquia para que llevaran los Oles... Después recado por arriba y por abajo... Llevar mucha papeleta, y ahora traer coches... Voy aquí con D. Salustiano. Hijí..., este sí que es peje.
Al decir esto, señalaba al señor grueso, personaje de tan admirable presencia que a Felipe le parecía, si no rey, un dedito menos. En efecto, el Doctor vio a su amigo meterse entre los señores que iban en la delantera del acompañamiento, estrujándoles la ropa y estorbándoles el paso. Alguien le daba empellones para echarle fuera; pero él se volvía a meter. Al fin de la calle de Toledo, muchos empezaron a ocupar los coches... Felipe, entonces, satisfecho de haber visto bastante, acordose de su deber, y retrocedió para buscar la calle del Almendro.
La cola del inmenso cortejo estaba aún por San Isidro. Allí se apartó Felipe de él, dio varias vueltas por Puerta Cerrada, mirando letreros, y por fin se internó en la calle del Nuncio. Estaba en camino. Los lacayos de la Nunciatura excitaron su curiosidad y perdió un ratito admirando tanto galón y tan buenas aposturas. Algunos pasos más, y ya estaba mi hombre en el fin de su viaje. ¡Qué silencio, qué sepulcral quietud la de aquellos lugares! Eran más fúnebres que el entierro y más solitarios que la soledad. Después del bullicio, de la confusión y gentío que había presenciado, verse allí era como caer en un pozo. Y la tal calle se enroscaba haciendo una vuelta tan brusca que no se veía ni el principio ni el fin de ella. Parecía una trampa armada al descuidado transeúnte; y todo el que entrase en ella, no como Felipe, aturdido y sin ver, por ser niño, el sentido de las cosas, creeríase más en Toledo que en Madrid, o bajo la dominación de los reyes austríacos, amenazado de las uñas de Rinconete. Hoy es la calle del Almendro recogida y silenciosa; júzguese cómo sería hace veinte años cuando aún la ley de las trasformaciones municipales no la había comunicado, derribando casas, con la Cava Baja. Entonces nadie por allí pasaba, que no fuera habitante de la misma calle. Componían gran parte de su caserío las cocheras de la casa de Aransis, la casa de Vargas, sola, misteriosa, abandonada, pues es de creer que sólo mora en ella el espíritu de San Isidro. No se conocía en ella ninguna industria, como no fuera la de un colchonero que tenía por muestra un colchoncito de media vara. Había escudos sobre puertas que jamás se abrían, y balcones de hierro que a pedazos, corroídos por el orín, se desbarataban. Dos o tres casas de alquiler, relativamente modernas, había en la tortuosa longitud de la calle. Una de ellas, la del número 11, que era la que buscaba Felipe, estaba en la rinconada que ha desaparecido para establecer la comunicación de aquel embudo con la Cava Baja. De modo que la casa de la tía de Miquis no existe ya. Hay que figurarla; pero como no faltan memoria y datos, puede decirse que era un edificio del siglo XVII, ordinario, vulgarísimo, feo, con dos pisos altos, puerta de piedra, en cuya clave se veía grabada la común inscripción Jesús María y José, y lo demás de revoco.
Nos hallamos en el rincón más interesante quizás de este Madrid que tantas curiosidades encierra, y que hoy presenta revueltas en algunas zonas las primicias de la civilización y los restos agonizantes del mando antiguo. Dos huecos tenía cada piso de la casa aquella, que Felipe comparó, in mente, con un seis de copas. En la ventana baja, inmediata a la puerta, no había señal de vivienda humana. Rotos los vidrios y cerradas las maderas, parecía aquello almacén. Era, en efecto, depósito de una cofradía caducada, y ya se ignoraba quién tenía las llaves. En los dos balcones del principal había muchos tiestos, descollando entre ellos una grande y bien florecida adelfa que daba alegría a la casa y aun a la calle toda. No tengamos reparo en decir, aunque sea prematuro o indiscreto, que allí vivía una mujer o señora que echaba las cartas y tenía gran parroquia, muy tapadamente, en todo Madrid.
Si los balcones del principal eran alegritos con tanta hierba y verdura, los del segundo éranlo mucho más, porque en ellos el follaje se desbordaba por los hierros, subía y aun daba grata sombra. Era ya una vegetación arborescente, impropia de balcones y que traía a la memoria lo que cuentan de Babilonia. Los tiestos de diversa forma estaban unos sobre otros; había pucheros, cajones, tibores, medias tinajas y barriletes, todo admirablemente cultivado y lleno de variedad gratísima de plantas. Descollaban una higuera con higos, un manzano con manzanas, un níspero también con fruto, un albaricoque y hasta una parra que ofrecía en sus ya pintados racimos abundante esquilmo de Octubre. Y entre estas familias mayores, las capuchinas de doradas florecillas subían por la jamba, agarrándose a unas cuerdas muy bien puestas; lo mismo hacían las campánulas, el guisante de olor y otras trepadoras. Achaparrados y asomando por entre los hierros, estaban los claveles, el sándalo, la hierbabuena, la medicinal ruda, la balsamina, el perejil de la reina, el geranio de pluma y otras especies domésticas. Colgadas a un lado y otro de los balcones había hasta media docena de jaulas chiquitas con verderones y jilgueros presos, pero tan cantantes que no cesaban ni un momento de echar sobre la calle sus deliciosos trinos.
Felipe, al reconocer el número, avanzó hasta el centro del arroyo y se quedó como lelo, mirando la casa. Era para él tan misteriosa, emblemática o incomprensible como una de aquellas páginas de la Gramática o de la Aritmética, llenas de definiciones y guarismos que no había entendido nunca. Miraba y miraba, descifrando con aquel incipiente prurito de su mente investigadora... Hacía lo menos quince minutos que duraba este contemplativo examen, cuando observó que se abrían los cristales de uno de los balcones del segundo. Por entre el follaje distinguió una mano delgadísima que apretaba los higos de la higuera como para ver si estaban maduros. Luego acariciaba los racimitos de la frondosa parra... Mirando más, y cambiando de sitio, pudo distinguir una cara... Era blanca, fina y lustrosa, como las caras de las muñecas de barniz que se ven en las tiendas de juguetes, con ojos negros y vivos. En la cabeza tenía un lío amarillo, al modo de turbante... Felipe se vio mirado y examinado por los ojos de la muñeca, pero con tal fijeza, que él hubo de turbarse y no supo qué hacer. Aquella era la tía, del señor de Miquis. ¿Por qué le tenía miedo?, ¿por qué se quedaba absorto y como fascinado delante de la casa...? Es preciso entrar. Atrévete, hombre.