El doctor Centeno: 37

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El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


En aquella casa : IX[editar]

Al siguiente día, doña Virginia, malhumorada con los huéspedes, les hablaba así:

«¡Alguna picardía me le han hecho ustedes a ese bendito D. Jesús! Como yo lo descubra, van todos a la calle. Cuidado con echármele a perder, que él con nadie se mete, y es el hombre más calladito, más respetuoso que se puede ver... ¡Ay de aquel que me le trastorne con bromas pesadas!... Me parece que voy a dar azotes... Porque si yo tuviera muchos huéspedes como D. Jesús, no querría más. Él no dice esta boca mía; jamás me ha roto un plato, no alborota, ni es tragón... Todos los meses viene un señor de la familia y me pregunta: «¿cómo está?, ¿sigue pacífico?», y yo le digo: «está como un ángel, y de buen color...». El encargado abre una miajita de la puerta para verle... Siempre en su faena de las cartas, ¡pobre ángel!... Después me paga el hospedaje en bonitos napoleones y hasta otro mes...

Estas exhortaciones de la hermosa Virginia no hacían efecto. Los condenados idearon otra broma aquella misma noche (que fue la del lunes), y al punto la pusieron por obra. Escribieron al eautepistológrafos una carta con su imitada letra y tinta; pero para confundirle más, la firmaron así:

Su afectísimo amigo y capellán,

JULIÁN DE CAPADOCIA.

Y dando las señas de la casa, rogaban al señor D. Jesús pronta contestación a un difícil punto que el firmante sometía al elevado criterio de nuestro reformador pacífico. Pasaron dos días y la contestación no llegaba. Pero una tarde, hallándose todos en casa en expectativa de la anhelada respuesta, llamó el cartero del interior, el cual, después de entregar la diaria ración de D. Jesús, enseñó otra carta, diciendo: «¿D. Julián de Capadocia?».

-¡Aquí es, aquí es...!

Con febril alegría y curiosidad se reunieron a leer, y puestos todos en rueda, leyó Alejandro en voz baja lo siguiente:

«Sr. D. Julián de Capadocia:

»Muy respetable señor mío y capellán: Por su atenta del 4 me he enterado del delicadísimo problema que se sirve someter a mi humilde criterio, a saber: cuáles serían los medios más adecuados para que usted pudiera reintegrarse a su ser total, y si los procedimientos de la Educación Completa, que tengo el honor de defender y propalar, serían eficaces para aquel alto fin.

»¡Ah!... Sr. de Capadocia, diga usted a los mal educados jóvenes que le han dirigido a mí, que no es de corazones nobles hacer escarnio de principios que no se comprenden; dígales usted que mis planes no son para perros ni para gandules que padecen, entro otros males, la mutilación del rudimento cristiano del respeto a los semejantes. Excluidos están ¡ah!, todos ellos, por su grosería, por su falta de sentimiento social y caritativo, de los beneficios de la Educación Completa. Y pues el señor D. Julián ha de tener sobre ellos alguna influencia, siquiera por el parentesco patológico o la comunidad de dolencia, convénzales de su triste situación, y hágales ver que están llenos de vicios físicos, morales e intelectuales. A los que heredaron de sus padres y maestros, reúnen los que ellos adquieren todos los días con su vida disipada y antihigiénica, así como en el estudiar vicioso. ¡Oh!, son enfermos que me dan lástima, porque veo mejor que nadie sus llagas horrorosas. Esos pobres tontos no comprenden que la adquisición de todo conocimiento tiene dos valores, uno como saber y otro como disciplina. Este último ¡ah!, lo desconocen, como el ciego de nacimiento desconoce la luz, estando rodeado de ella.

»Repítales usted estas palabras a todos y particularmente a ese caballerito, autor de dramas, que le ha escrito a usted la carta. Ese es el más enfermo de todos y el que más necesita de otros aires. Es el más lisiado, ¡ah!, el más leproso, él más cojo, manco y ciego de todos. Desconoce la moralidad física, el culto de la salud, tan respetable como el de la conciencia, como el de la inteligencia. Es un triple suicida; se está matando por tres partes a la vez, ¡pobre niño! A este es al que más compadezco, por lo cual debe usted decirle de mi parte, que lo mejor que puede hacer es morirse, para que resucite purificado.

»Esto dirá usted a sus amigos y consejeros. Y usted, señor capellán, reciba una puntera de su afectísimo

JESÚS DELGADO».

Pasmados se quedaron los muchachos del contenido de la carta, en la cual, junto a los despropósitos, se veían razones y frases que demostraban agudo entendimiento. Por de pronto, D. Jesús había comprendido la burla que se le hacía, lo que probaba cierta limitación en su locura. Los burladores no sabían qué juicio formar de aquel hecho, y había pareceres distintos. Quién le tuvo por hombre superior, extraviado; quién por un humano alambique de frases extraídas de doctos libros extranjeros, entonces desconocidos en España. Unos sentían lástima y aun algo de respeto, por lo cual, no querían llevar adelante la jarana; otros, más audaces y atentos sólo a divertirse, sostenían que la carta era un atajo de desatinos, y pensaban escribirle más. Contra todos se desató en dicterios Virginia, porque le alborotaban su huésped más querido. Estaba furiosa y con ganas de poner a alguno en la calle. No lo hubiera hecho, sin embargo, si no le apretaran a ello otros sucesos que contaremos sin pérdida de tiempo.

Alberique, moro de Cocentaina, tenía el genio repentino, irascible, ampuloso, siempre que fuera pequeño el motivo que lo hacía estallar. Contar los improperios que le decía a una pobre mosca que tuviera la audacia de posarse sobre sus dibujos, sin saber lo que hacía, fuera reunir aquí lo más atrabiliario y soez del idioma. Su mujer y Bernardina eran torpes, idiotas, bestias y acémilas con faldas. Él solo tenía las manos delicadas; él solo sabía poner cada cosa en su sitio, sin manchar nada... La casa era el puerto de arrebata-capas. Allí no se podía tener nada. Tan pronto le cogían un lápiz para apuntar la ropa; tan pronto le quitaban el cazuelillo del agua para hacer guisotes. No se podía trabajar, no se podía vivir allí.

«¡Verbo!, ¿dónde están mis pinceles?... ¡Verbísimo!, ya me han cogido la lámina con los dedos manchados de petróleo».

Esta era la música de todo el día, cuando Alberique trabajaba. Traía a la sazón entre manos una hermosa ejecutoria en vitela para cierto sujeto que había sido hecho marqués. El trabajo no carecía de mérito artístico ni de limpieza y minuciosidad benedictinas. Todo se volvía escudos tajados y tronchados, con sinople, rojo, oblea, y mucha banda, lambeles, losanges, mallas y rustros.

Serían las once de aquel infausto día, cuando en toda la casa se oyó la terrorífica voz del berberisco que así gritaba:

«¡Verbo!, ¿quién me echó esta gota de tinta encima del dragón de gules? Me recopilo en la re-espantadísima madre de Reus...».

-Habrás sido tú mismo, sin pensar... -murmuró Virginia, que al estruendo de los apóstrofes salió de la cocina con una sartén en la mano.

-¡Verbo!... esto es un presidio... Si supiera quién fue el re-indecentísimo que me hizo esta cochinada, ahora mismo, ahora mismo le hacía una tortilla contra la pared.

Felipe entraba. Verlo el morazo y lanzarse sobre él, como tigre hambriento sobre la espantada res, fue todo uno.

«¡Tú fuiste, perro, tú!».

Sin darle tiempo a disculparse, le tendió de una bofetada en el suelo. Doña Virginia dudaba si salir o no a la defensa del chico. No lo hizo porque le tenía cierta ojeriza a causa de los modos un tanto desenvueltos que había adquirido el Doctor, alentado por su amo y por los demás huéspedes, que le tenían bastante cariño. La verdad en su lugar: Felipe había echado ciertas ínfulas que desdecían de su humilde condición. Respondía a la señora patrona altaneramente y no respetaba a los mayores. Para nombrar a Mutes, solía decir el tío prisma, y al señor de Alberique le mostraba antipatía y menosprecio.

A los gritos que el muchacho daba, acudieron Poleró y D. Basilio. En el mismo instante, Felipe, revolviéndose iracundo, como cachorrillo herido, se levantó y buscó con sus trémulas manos un objeto sobre la mesa. No hubo de encontrar más que el cacharro con agua negruzca y dos o tres pinceles, y cogiéndolo todo con presteza se lo tiró a la cabeza al moro. Este fue hacia él con ánimo de espachurrarle. Dios sabe lo que habría hecho si no se hubiera interpuesto Poleró.

«No sea usted bárbaro... No trate usted así a un pobre chico...».

-Permítame usted, señor Alberique... ¿Está usted seguro de que ha sido él?...

-¿Y ustedes qué tienen que ver aquí? -gritó el bárbaro-. Métanse ustedes en sus cosas, que yo me recopilo en la espantadísima...

-¡Eh!, no sea usted animal... No le aguanto a usted sus coces...

-Si cojo a uno...-gruñía el moro acobardado.

-Le digo a usted -gritó Poleró con repentina ira-, que no tiene usted que tocar a Felipe. Vaya usted noramala.

Centeno corrió al cuarto de su amo. Alberique balbucía con estropajosa lengua excusas, blasfemias y amenazas. En esto, Virginia, que quería poner paz y evitar un escándalo, se llegó a él diciéndole:

-No seas bestia... ¿A qué tanto grito para nada, por una gota...? ¡Qué hombre! No sé cómo...

El berberisco de Cocentaina, manso con los fuertes, tremendo con los humildes, halló en la oposición de su mujer buena coyuntura para mostrarse valeroso. Aquel león no era tal león si no tenía un cordero en que cebarse. Le habían quitado a Felipe, pues echaba la zarpa a su mujer. Como arma de fuego que se dispara, así soltó estas palabras:

«¿Y tú?... mejor te callaras, grandísima...».

¡Ay Dios mío, lo que salió de aquella boca! Abochornada la buena mujer de oírse calificar de tan mala manera por su propio marido, estuvo un momento vacilante entre el llanto y el furor. Su espíritu enérgico decidiose al fin por lo último, y se fue derecha a él gritando:

«La culpa tengo yo que mantengo animales...».

Palabrita tras palabrita, pronto vinieron los hechos. Ven, Homero, y canta esta colosal pelea. Virginia descargó de plano la sartén sobre la nefanda cabeza del moro, y este agarró con su mano hercúlea el moño de ella... Gracias que los huéspedes acudieron todos a la defensa de la dueña, que si no... En aquel punto entró Zalamero, y sin decir nada, acometió furioso al berberisco, agarrándole por el pescuezo... Momento trágico con sus vislumbres humorísticos. D. Ramón de la Cruz, ¿en dónde estabas, qué no fuiste a verlo? Cayose el fez de Alberique, y a Zalamero se le abrió la camisa por el cuello...

-Señores... ¿qué es esto?

-Atrás...

-No faltaba más...

D. Basilio, que se empeñaba en sujetar a Alberique, sufrió la extirpación violenta de un callo, y todo se le volvía renegar de la pendencia y de los contendientes. Arias entró también. Poleró, pasado el peligro, se reía de ver al relamido y moderadísimo Zalamero tan descompuesto y fuera de sí. Llorando cual Magdalena, Virginia decía:

«Si no fuera por... Y que yo tenga en mi casa a semejante...».

-¿Qué escándalo es este? -gritaba Arias.

Y Montes se presentaba también con aspavientos de dignidad, diciendo:

«Será preciso llamar una pareja de la veterana... Francamente, yo creí que en una casa como esta...».

Hasta el pacífico D. Jesús Delgado compareció lleno de susto y alarma, pálido, en el lugar de la escena, mas no para aplacar a los combatientes.

«¿Qué es esto?, ¡oh!... Hace una hora que están llamando a la puerta, y nadie va a abrir. Debe de ser el cartero».

Risas... Aún faltaba lo mejor. Entró Alejandro de improviso, y sin más ni más fuese derecho a Alberique y le cogió de la solapa. Atención:

-Oiga usted, bruto: me han dicho que ha pegado usted a mi criado...

-¡Verbo!... yo... usted...

-¿Y todo, por qué?, por estos mamarrachos -gritó Alejandro, echando una ojeada a las pinturas heráldicas-. Mejor se ocupara usted en cavar, holgazán, y no en hacer estos adefesios.

Diciéndolo, cogió las láminas, hizo con ellas una pelota, vertió la tinta, esparció los pinceles. Furor, nuevo alboroto, risas, protestas.

-Me recopilo en el reputadísimo verbo y en la reputadísima madre...

-¡Eh!, poco a poco.

-Cállese usted...

-Váyase usted a hacer gárgaras...

-Le cojo y le...

-Cuidado, D. Alejandro.

-¡Perdido!...

-Si esta casa es un...

-Permítanme ustedes, señores...

-¡Silencio!

-Nada; yo llamo a la pareja, porque, francamente, aunque la cosa no merece la pena, si se mira bajo el prisma de la decencia...

-Don Alejandro, usted es un acá y un allá.

-Señores...

-Bruto...

-Paz, paz... No es para tanto...

-¡Mis láminas... las tiene que pagar!

-Vaya usted enhoramala...

Basta... Aquella tarde, cuando ya los ánimos estaban aplacados, Virginia entró con altiva arrogancia patronil en el cuarto de Miquis. Considerando que la permanencia del manchego en la casa renovaría la escena lamentable de aquella mañana; considerando, además, que Alejandro había escrito las cartas que soliviantaron el pacífico ánimo de D. Jesús Delgado, venía en sentenciar y sentenciaba que el D. Alejandro no podía seguir más tiempo en tan ilustre casa. La notificación fue breve y expresiva:

«D. Alejandro, vengo a decir que hoy mismo me hará usted el favor de marcharse con su criado, sus dramas y sus literaturas».


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