El doctor Centeno: 13

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El doctor Centeno
Tomo I

de Benito Pérez Galdós


Pedagogía : VIII[editar]

La mesa de D. Pedro había ido ganando, día por día, en variedad y riqueza. Modestísima en los comienzos de la vida capellanesca, era últimamente casi suntuosa. Sobre los regalos que le hacían las monjas, tenía los de sus discípulos, que no eran cualquier cosa. El 29 de Junio se renovaba allí el espectáculo eructante de las Bodas de Camacho. En tal día y en otros marcados, convidaban los Polos a algún amigo o pariente, no faltando nunca D. Florencio ni el fotógrafo. Doña Saturna iba puntual a hacer sus primores, y desde muy temprano, ella y Doña Claudia se metían en la cocina y estaban todo el día machacando especias, haciendo salsas y picadillos, revolviendo peroles. Generalmente, por ser casi todos los comensales extremeños, las dos señoras hacían el frite, guiso de cordero a la extremeña, que era recibido en la mesa con aclamaciones patrióticas.

Cuando iban a comer las dos chicas de Sánchez Emperador, D. Pedro estaba en sus glorias, y se esmeraba en ser muy fino y galante con ellas, especialmente con la mayor, que era la hermosa.

Profesaba Polo la teoría, por cierto muy razonable, de que se puede ser a un tiempo buen sacerdote y atendedor de las damas, con lo cual, se reverencia de dos maneras al Supremo Artífice de todas las cosas. Por esto, cuando las de Emperador eran convidadas, vierais al señor capellán y maestro salir de su cuarto muy almidonado, muy peinado y oloroso, en correcto y limpio traje de paisano. Luego, durante el curso de la comida, no cesaba de echar donaires por aquella boca, y galanas flores retóricas del mejor gusto y sin chispa de malicia. Todos lo alababan y reían, no siendo las dos chicas indiferentes a los elogios que se hacían de su mérito.

Después de uno de estos días de honesta jarana, solía estar D. Pedro muy taciturno y displicente. Notaban los alumnos en él refinamientos de rigor y exigencias inquisitoriales, al tomar la lección. No perdonaba ni una mota. Aun con la familia estaba el buen señor como enojado; economizaba avaramente las palabras; ponía defectos a la comida diaria; quejábase de inexactitudes en los servicios de su hermana; a cualquier descuido, como un botón por pegar o un cuello mal planchado, daba importancia extrema. Se paseaba silencioso de un ángulo a otro de su cuarto, y Felipe se asustaba oyéndole dar unos suspiros tan grandes, que eran como si por el resuello quisiera descargarse de un pesadísimo tormento interior. Únicamente salía de sus labios la frase rutinaria «voy a dar una vuelta» en el momento de ponerse la capa.

Tal estado de misantropía se iba desvaneciendo lentamente, y el personaje, cual pieza forjada que se enfría y recobra su temple y dureza, volvía a sa carácter normal; pacífico y tierno con la familia, afable y cariñoso con todos menos con los alumnos.

Cuando D. Pedro se iba a dar la famosa vuelta, Doña Claudia, que cenaba sola y más tarde que su hijo, se comía el salpicón o la ensalada, con el cortadillo de vino, y luego se daba a la endiablada tarea de combinar sus números, y recorrer las listas pasadas para hacer un cálculo de probabilidades que no entenderían los matemáticos de más tino. El sueño la cogía de súbito en estos afanes y se dormía sobre sus laureles aritméticos. Después de dar mil cabezadas se iba a acostar, arrastrándose, y poco después sus ronquidos daban fe de la tranquilidad de su conciencia.

Marcelina y Felipe se quedaban en vela esperando a D. Pedro, junto a la lámpara del comedor, ella cosiendo o haciendo crochet, él estudiando las lecciones del día siguiente. Muy a menudo el Doctor inclinaba la cabeza sobre la Gramática y se quedaba dormido, como esos Niños Jesús a quienes pintan durmiendo sobre el libro de los Evangelios. La fea de las feas tenía la bondad de respetar a veces aquel descanso, y no lo interrumpía en media hora. Cuando el chico estaba despierto, la señora lo sermoneaba, echándole en cara su poco amor al estudio, sus descuidos en el servicio, y principalmente su pícara afición a vagabundear por las calles y a detenerse las horas muertas siempre que iba a algún recado. Bien conocía Centeno la justicia de estas observaciones; pero en cuanto a su gusto de callejear, se sentía cobarde para condenarlo, porque la amistad de Juanito del Socorro, que le contaba cosas tan interesantes de política y revoluciones, era el único bálsamo de su vida miserable.

Triste era para él la casa; triste su habitación; tristísima la escuela y el pasante y los libros; más tristes aún Doña Claudia, la cocinera y la cocina. La calle y Juanito eran todo lo contrario de aquel marco sombrío y de aquellas figuras regañonas y lúgubres, lo contrario de los coscorrones, de las bofetadas, de los gritos, del estirar de orejas, de la Gramática (¡el impío y bárbaro estudio!) de la bestial Maritornes, de aquel rudo trabajo sin recompensa moral ni estímulo. Sin un poquito de calle cada día, luz de su oscuridad, lenitivo de su pena y descanso de su entumecimiento físico y moral, la vida le habría sido imposible.

«Lee, hombre, lee -le decía por las noches Marcelina, sin quitar los ojos de su obra, cuando sorprendía a Felipe jugando con sus propios dedos o atendiendo a los ruidos de la calle-. Eres malo de veras. No aprenderás nunca palotada. Mi hermano dice que él ha conocido muchos brutos, pero que ninguno como tú... ¿No te da vergüenza, hombre, de ver a otros niños tan aplicaditos...?».

Reconociendo el Doctor que la señora hablaba como la misma sabiduría, no le hacía gran caso, y con el alma, más que con los ojos, miraba a la calle, porque sentía los silbidos con que lo llamara el del Socorro. ¡Inmenso dolor!... ¡No poder acudir a tan querido llamamiento! Sin duda tenía que contarle aquella noche cosas muy buenas, por ejemplo: que los regimientos se iban a echar a la calle, que la cosa estaba en un tris y los curas con el alma en un hilo... No había más remedio que tener paciencia y entretener de cualquier modo las pesadas horas, ya mirando los movimientos que con sus dedos hacía Marcelina metiendo y sacando el gancho, ya contando los hoyos que aquella excelente señora tenía en la nariz o los erizados cabellos de su verruga... porque pensar que él había de leer en la fementida Gramática era pensar en lo imposible.

Un sistema de distracción encontró, a fuerza de aburrirse, Centeno, y era observar los distintos ruidos que hacían las puertas mohosas de la casa cuando las abría y cerraba la cocinera, la cual andaba trasteando, hasta más de las diez, de la cocina a la despensa y de la despensa al comedor. Las puertas, como toda la casa, tenían dos siglos de fecha, y en tan largo tiempo nadie se había tomado el trabajo de acariciar con aceite sus gastados, secos y polvorientos goznes. Así es que daban unos gemidos que parecían de seres vivientes, y su lamentar producía los más extraños efectos musicales. Felipe, en la soledad y hastío de su espíritu, no hallaba mejor entretenimiento que observar la diversa tesitura y acento de cada uno de aquellos ruidos. Tal puerta imitaba el mugido de un buey, tal otra el llanto de un niño; alguna sonaba como voz gangosa que pronunciara el principio del Padre nuestro; la de más allá parecía la matraca de Viernes Santo, y otra decía siempre: mira que te cojo. Amenizaba estas sonatas el lejano roncar de Doña Claudia, que a ratos era silbido tenue, a ratos fabordón que decía con toda claridad: Sursum Cooor...da.

Cuando las puertas callaban, cual si se durmieran, Felipe buscaba impresiones del mismo orden en las vidrieras. Eran estas, como las ventanas, grandísimas, desvencijadas. Se componían de vidrios pequeños, verdosos, que retrasaban la luz y eran como aduaneros de ella, pues no le permitían pasar sin cogerse una parte. La madera estaba pintada de azul, al temple, según el uso antiguo; el plomo era negro, y de puro viejo apenas sujetaba los vidrios. Estos, siempre que los pesados bastidores se abrían, bailaban en sus endebles junturas, cual si quisieran saltar y echarse fuera. Cuando pasaba un coche por la mal empedrada calle, era tanto el temblor y tanta la chillería de los vidrios, que las personas tenían que dar fuertes gritos para hacerse oír.

Tal era la ocupación del Doctor: atender al paso de los coches. Desde que sentía su rodar lejano, ponía alerta el oído para observar cómo lentamente empezaba el retintín de los vidrios; cómo iba en rápido crescendo, hasta ser algarabía estruendosa. Antojábasele comparar la casa con un cuerpo humano al que se hacían cosquillas, y con las cosquillas se disparaba en convulsivas risas.

De todo esto era preciso tomar acta, y con su pedacito de lápiz iba marcando disimuladamente con rayas, en el margen del libro, los coches que pasaban. Pero algunas veces era vencedor de la atención el fastidio. Felipe hacía almohada de la gramática y se cuajaba dulcemente como un ángel. Viéraisle despertar pavorido a la entrada de D. Pedro, que, por tener llavín, no llamaba nunca. A veces, una mano vigorosa le extraía, suspendido de la oreja, de aquel seno placentero de su sueño, y oía una voz de trompeta del Juicio Final, diciendo: «a acostarse».

Andaba dormido, tropezando, con los sentidos abotargados, sin enterarse de lo que charlaban el amo y su hermana antes de recogerse. A tientas subía por fin a sus elevados aposentos, y... A media noche todo dormía en la casa, las personas y los goznes y los vidrios. Sólo don Pedro, algunas veces, tenía el sueño tan difícil que el alba y aun el claro día le encontraban como un lince; y gracias que pudiera aletargarse y dar breve descanso a sus energías cerebrales a hora inoportuna, cuando ya el esquilón monjil le avisaba que era llegada la de la misa.



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En aquella casa: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IXPrincipio del fin: I - II - III - IV - V - VI - VII
Fin: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIIIFin del fin: I - II - III - IV - V - VI