El doctor Centeno: 11
Pedagogía : VI
[editar]Por desgracia de Centeno, la antipatía que inspiró a Doña Claudia, en vez de disminuir con el tiempo, iba creciendo a causa del carácter seco y desabrido de aquella señora. Era la roca árida en que había nacido la negra encina que llamamos D. Pedro Polo. Luego la maldita criada agravaba la situación de Felipe con sus enredosos chismes. De todo lo malo que en la casa pasaba había de tener la culpa el sin ventura hijo de Socartes. Si traía algo, lo traía tarde; si se lo confiaba cualquier faena de la cocina, echábala a perder; si redoblaba su esmero, resultaba que, por atropellar las cosas, salían mal; si al ir a comprar algo lo hacía con poco dinero, lo que había traído era detestable; si resultaba caro, era un sisón; si hablaba, era entrometido; si se callaba, sin duda estaba meditando picardías; si se limpiaba la ropa, era un presumido; si no, era un Adán. En resumidas cuentas, habría deseado el Doctor (pues dieron en llamarle de este modo, y también el Doctorcillo) tener la sabiduría de aquel señor tan despejado de que hablaba la Historia Sagrada, Salomón, para poder complacer a la doméstica y a la señora. Los regaños de esta, importunos y soeces, le ponían en tal tristeza, que le entraban deseos de marcharse de la casa. Viendo que sus leales esfuerzos no tenían estímulo ni recompensa, desmayaba su valeroso ánimo, y lo mismo le importaba cumplir que no. Así, cuando iba a recados, se detenía en las calles mirando los escaparates o añadiéndose al corro que por cualquier motivo se formara, o entablando sabroso palique con este o el otro amigo.
En tanto, las horas de servicio crecían de lo lindo y las de enseñanza mermaban. Viéndole cada día más torpe, apenas se le tomaba lección de aquellas condenadas materias que tan poca gracia le hacían, y el gran D. José Ido, al llegar a él, decía: -«Mira, Doctor, más vale que te vayas a subir agua, que estas cosas no son para ti».
Y él veía el cielo abierto, porque más le gustaba y más le instruía sacar agua del pozo y cargar una cuba que repetir aquello de que el artículo sirve para entresacar el nombre de la masa común de su especie.
De las enseñanzas de la escuela, lo único que le agradaba era la Geografía. Cierto día que estaba en la clase y tenía delante un mapa muy bonito, donde se veían los países pintados con rayas y masas de colores, y el mar azul y las islas de extraña forma, sintió una tentación que sin duda debía de ser mala. ¡Diablos de chicos; no hay cosa que no inventen!... Pues se le ocurrió nada menos que dejar a un lado los palotes, como se arroja fatigosa carga, y ponerse con toda su alma a retratar el mapa, imitando los contornos y perfiles que allí parecían el propio rostro de las naciones. ¡Qué lástima no tener caja de pinturas o al menos lápices de colores! Así, así debían ser enseñadas todas las cosas. ¿Por qué no se han de pintar la Gramática y la Doctrina?... Manos a la obra y venga papel. Sacó del bolsillo un pedazo de lápiz y aquí te quiero ver, talento. Raya por allí, raya por allá; aquí un pico, más allá un hueco, todito iba saliendo a maravilla: la Inglaterra, que es una isluca con muchas púas; Suecia, que parece una gran pieza de bacalao; Franciota con luengas narices; Portugalito con la boca risueña, que es la del Tajo; Italia como una bota; Grecia cual manojo de pueblecitos, y Rusia grandísima, informe, esteparia, soñolienta sin fisonomía... Muy bien. La cosa prometía. El retrato estaba hablando, y aunque a algunas de las naciones no las conocería ni la mala mujer que las inventó, si el artista tuviera goma con que borrar para rehacer su trabajo... ¡re-contra!... Tan engolfado estaba en sus golfos, y tan aislado dentro de sus islas, que no vio venir a D. Pedro, el cual se acercó por detrás pasito a pasito... ¡Ay Dios mío! Del primer capón poco faltó para que los nudillos del maestro penetraran hasta la masa cerebral del geógrafo pintor, y detrás otro y otro, dados al compás de estas cariñosas frases:
«¡Animal, siempre de juego, pum!... ¡Si te voy a freír. ¿De esa manera, ¡pum!... correspondes al bien que te he hecho recogiéndote... ¡pum!, de las calles? No se puede... ¡pum!, sacar partido de ti. Anda, anda, arriba...».
El resto de tan cristiano discurso fue, más que pronunciado, escrito con las manos del maestro sobre las mejillas rojas del criminal y sobre otras partes de su cuerpo. Cada lagrimón que le caía abultaba más que un garbanzo. La suerte es que se los iba bebiendo a medida que llegaban a la boca; que si los dejara rodar, seguramente le mojarían la ropa. Al subir, se tentaba el cráneo para indagar cuántos y de qué calibre eran los agujeros que en él, a su parecer, tenía.
Doña Claudia estaba de malísimo talante aquel día por tres motivos. Primeramente le dolía la cabeza, como atestiguaba la venda que se la oprimía, sujetando dos ruedas de patata sobre las sienes. Añadid a esto el disgusto que le ocasionaba la lista grande, que acababa de leer, en cuyo documento, por uno de esos descuidos tan propios de nuestra mala administración, no aparecía premiado ningún número de los que la señora tenía. Seguramente la lista estaba equivocada. Por último, doña Claudia había descubierto en la criada cosas de que no se podía echar la culpa a Felipe. Así, cuando este se presentó y le dijo llorando: «el señor me ha mandado que suba», Doña Claudia se puso en pie, dio al aire las dos aspas de sus brazos, y con voz desabrida le contestó: «Di a mi hijo que aquí no hacen falta monigotes». Felipe tornó al piso bajo; mas no tuvo ánimo para entrar en la clase, y sentóse junto a la puerta de ella, esperando a que D. Pedro saliese y le dijera algo.
Allí estuvo largo rato, oyendo el rumor hondo del aula, tan semejante al del mar, y como este, músico y peregrino. Lo compone un vagido constante de cláusulas que vienen y van, salpicar de letras, restallido de palmetazos y aquel fondo mugidor de la murmuración infantil, que es como el constante silbar de la brisa. Este fenómeno, sobre que entristecía el alma del buen Doctor, le convidaba a mecerse en meditaciones... ¡Qué desfallecimiento el suyo! No podía ya tener duda de que era el más bruto, el más torpe y necio de la escuela.
Él lo comprendía bien, por virtud de su propio entendimiento, en que cada esfuerzo era un fracaso, y además debía de ser cierto, porque lo aseguraban personas como Polo y D. José Ido, que eran dos templos de sabiduría. Verdaderamente, el Doctor Centeno no debía estar sino en Socartes, rodeado de sus iguales, las piedras, y de sus dignos prójimos, las mulas. ¿Por qué algunos chicos decían tan bien sus lecciones, y él no daba pie con bola?... ¡Qué cosa más triste! Toda la vida sería un animal... Sí, tan médico sería él como puede serlo una calabaza. ¡Qué desengaño! Y no era por falta de voluntad, que si la voluntad hiciera sabios, él se reiría del mismo Salomón. Era porque le faltaba algo en aquella condenada y cien veces maldita cabeza... Pero no, no lo podía remediar, ni estaba en su mano corregir su natural barbarie. Había hecho fatigosos y titánicos esfuerzos por retener las sabias respuestas de los libros, y las palabras se le salían de la memoria como se saldrían las moscas si se las quisiera encerrar en una jaula de pájaros... El Doctor Centeno para nada servía, absolutamente para nada. ¡Malditos libros, y cómo los aborrecía! Y era tan bobo Felipe, que se le había ocurrido aprender muchas cosas, preguntándolas al pasante. Porque en los cansados libros no se mentaba nada de lo que a él le ponía tan pensativo, nada de tanto y tanto problema constantemente ofrecido a su curiosidad ansiosa. ¡Oh!, si el doctísimo D. José le respondiese él sus preguntas, cuánto aprendería! Adquiriría infinitos saberes, por ejemplo: por qué las cosas, cuando se sueltan en el aire, caen al suelo; por qué el agua corre y no se está quieta; qué es el llover; qué es el arder una cosa; qué virtud tiene una pajita para dejarse quemar, y por qué no la tiene un clavo; por qué se quita el frío cuando uno se abriga, y por qué el aceite nada sobre el agua; qué parentesco tiene el cristal con el hielo, que el uno se hace agua y el otro no; por qué una rueda da vueltas; qué es esto de echar agua por los ojos cuando uno llora; qué significa el morirse, etc., etc.
Pensando en estas simplezas, dieron las doce y terminó la clase de la mañana. ¡Momento feliz! Creeríase que el día, perezoso, daba un salto y se ponía de pie... Iban saliendo los escolares a escape y atropelladamente; el último quería ser el primero. Todos, al pasar por donde Centeno estaba, le decían alguna cosa. Este le daba con el pie; el otro le incitaba a que saliera también para jugar en la calle, y unos con desvío, los más con afecto, todos tenían para él palabra, pellizco o arrechucho. D. Pedro le vio en la puerta, y ceñudo le dijo:
«Hoy estás sin comer».
Ni asombro ni pena causó esto a Felipe, por lo acostumbrado que estaba a tales penitencias. De los seis días de labor de cada semana, tres por lo menos se los pasaba a la buena de Dios. Es forzoso repetir que Polo hacía estas justiciadas a toda conciencia, creyendo poner en práctica el más juicioso y eficaz sistema docente; no lo hacía por ruindad, ni por la sórdida idea de ahorrar la comida de su doctor criado.
Los condenados a ayuno se quedaban en la clase. Se les obligaba a estudiar en aquella triste hora, vigilados por el pasante, a quien una mujer andrajosa llevaba la comida en dos cazuelillos. Mientras ellos leían o charlaban, él comía sus sopas y un guisote de salsa espesa. A veces, cuando les veía muy desconsolados les daba algo. Después hacía traer un café, y repartía el azúcar que sobraba, siendo tal su bondad, que generalmente tomaba el brebaje muy amargo para que no faltara a los hambrientos la golosina. Alguno había tan mal agradecido, que cuando Ido se distraía reprendiendo a otro, echábale bonitamente dentro del vaso un pedazo de tiza de la que servía para escribir en el encerado.
Centeno, por estar privado de comida, no dejaba de servir la de sus amos en el comedor. Luego, cuando la criada ponía la mesa en la cocina, se le mandaba bajar a clase con el estómago más vacío que las arcas del Tesoro. Era tan desgraciado, que siempre llegaba después que el seráfico D. José había repartido los terroncillos. Pero algún alma tolerante y cristiana se acordaba de él, hay que decirlo claro; sí, Marcelina le guardaba siempre alguna cosita, para dársela al anochecer, a escondidas de su hermano y de doña Claudia, que decía: «¿Sabes lo que haces con esos mimos? Pues consentirle y echarle a perder más».
Y a pesar de tantos y tan variados rigores, Felipe tenía cariño a D. Pedro; le quería, le respetaba y se desvivía por agradarle. Las reprimendas que su amo le echaba heríanle en lo más vivo de su alma, y esta se le inundaba de contento cuando sorprendía en el semblante da él señales o vislumbres, por débiles que fueran, de aprobación. Le miraba como un ser eminente y escogido, cual instrumento de la Providencia, grande y terrorífico como aquel Moisés que hacía tan vistoso papel en las Escrituras. Algunos domingos el terrible D. Pedro tenía un arranque de generosidad, digno de su alma varonil. Aquella rigidez se doblaba; aquella dureza se fundía; aquel bronce se hacía carne. Llamaba a Felipe, y echando mano al bolsillo, le daba un par de cuartos, diciéndole:
«Toma, hombre, vete por ahí de paseo y compra alguna golosina».