El doctor Centeno: 57

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El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


Fin del fin: V[editar]

A las diez, Alejandro, dando un suspiro, pareció que salía de aquel espasmo congojoso. Cienfuegos y Felipe no se movían de su lado. Poleró y Arias que entraban y salían de puntillas, en la sala callaban atentos, en la cocina se comunicaban sus tristes impresiones, y Ruiz, satisfecho de sus rasgos de carácter, sintiéndose fatigado como un hombre que había trabajado mucho, se echó a dormir en el camastro que estaba en uno de los cuartos oscuros. Cirila había ido a buscar cháchara a la puerta de la casa de Resplandor. D. José Ido, instalado en la cocina, esperaba las órdenes que se le quisieran dar, como ir en busca de los santos óleos o de algún heroico remedio. Rosita se dejaba ver por allí alguna vez, soñolienta, deseando que la mandaran traer algo, o prestar cualquier servicio. «Hija, ¿por qué no te vas a acostar?» -le decía su padre. La infeliz no perdía ocasión, de entrar en el cuarto del moribundo y coger con disimulo algunas cortezas de pan, de las que había sobre la mesa, para comérselas y llevar algo a sus hermanos, que estaban acostados, pero despiertos, los tres juntos en un desvencijado catre.

Al despertar Alejandro de su pesado sopor, asombrose de ver a Felipe, y le dijo:

«¡Oh!... Flip... ahora que te veo, comprendo que todo ha sido sueño... Creía estar en mi casa... Me pareció que vi entrar aquí a mi madre, y que me cuidaba... ¿De veras no ha estado aquí mi madre?».

-¡Qué cosas se lo ocurren! ¿Y para qué ha de venir su mamá si nosotros nos vamos a ir para allá la semana que entra?

-Dices bien... Pero yo, aun despierto, juraría que la vi entrar con su vestido de rayas blancas y negras. También juraría que andaba por aquí mi hermanillo Augusto enredando con un palo largo y un carretoncillo.

-Era Rosita Ido, que entra, como los pájaros, a buscar migas de pan.

-Dale todo lo que haya: dinero no nos hace falta. Mi madre ha mandado mucho. ¿Sabes que me encuentro ahora muy bien? Respiro con una facilidad, ¡y me dan unas ganas de hablar...! Puede que nos podamos marchar dentro de dos o tres días. A ver, probaré a levantarme. Cógeme por aquí... Y tú, Cienfuegos, por este otro lado. ¡Arriba, guapo!

Entre los dos le levantaron, dio dos pasos, y al instante volvió a caer en el sillón.

«Perfectamente. Aunque no puedo moverme, reconozco que estoy ágil, relativamente... Y no me duelen las piernas cuando las estiro, ni los brazos... Esta tarde he padecido horriblemente. Deseaba morirme, ¡qué disparate!, y decía para mí que siendo la vida un suplicio, la muerte es la convalecencia de la vida, y que morir es sanar. ¿Qué te parece, Cienfuegos?».

-Que no pienses en eso. Pronto estarás hecho un roble, y duérmete ahora.

-Si no tengo sueño, hombre de Dios -repuso el enfermo, respirando con cierta facilidad y pronunciando claramente las palabras una a una-. ¿Sabes lo que yo haría ahora de buena gana? Pues me pondría a escribir. Siento cierta frescura en la cabeza. Esta tarde, en aquel sufrimiento horrible, estaba viendo clarita, verso por verso, toda una escena de El Condenado por Confiado.

-La escribirás en la Mancha. ¿Tienes sed?

-Ni pizca... ¡Ah!, sí. Felipe, dame agua... ¿Con que lo he soñado, o es cierto que viene mi madre a buscarme?

-Es cierto que viene -manifestó Cienfuegos-. Ya te dije que la espero mañana.

Cienfuegos y Poleró habían puesto un parte a la familia, y esperaban que alguien viniese. Pero al enfermo no habían dicho nada de esto por no alarmarlo.

«¿Pusisteis telegrama?».

-No, hombre. ¿A qué venía eso, si tú no tienes gravedad? Es que la buena señora, al saber que estás malo, se figura lo que no es.

Los amigos habían recibido el día anterior una carta de D. Pedro Miquis, en la cual decía que él o su señora irían a Madrid, en caso de recibir aviso telegráfico de la importancia del mal.

«¿De modo que tú crees que vendrá mi madre?...».

-Mañana la tienes aquí.

El gozo que esto le produjo le animó extraordinariamente.

«O me engaño mucho, o sólo con verla entrar, creo que me restablezco por completo».

-Como si lo viera... Procura serenarte ahora, y duerme. Voy a ver si se han dormido esos chavales y a echar un cigarro con ellos si están despiertos. (Sale Cienfuegos.)

-Aristóteles.

-Señor...

-¿Estás aquí? No te veo bien.

-Sí estoy aquí... -dijo Centeno, acariciándole las manos, que tenía entre las suyas.

-¿Hay luz en el cuarto?

-Sí.

-Me pareció que estaba esto muy oscuro. Pues lo que es mis ojos bien claro ven. A ti te distingo como un bulto. ¿Sabes una cosa...?

-¿Qué? -preguntó Centeno con ansiedad, porque notaba en la voz de su amo y en su manera de decir un sentimiento y dulzura inexplicables.

-Que me han entrado fuertes deseos de...

-¿De qué?

-Te vas a reír -murmuró Alejandro riendo a su vez; pero su jovialidad era triste como flor nacida en grietas de sepulcro.

-No, no me río.

-Pues me han entrado ganas de darte un apretado abrazo... Yo no puedo, porque tengo los brazos como si fueran de algodón. ¡Cosa más particular!... Dámelo tú a mí.

Felipe estaba tan aturdido, que no acertaba a satisfacer el deseo de su amo. Fue preciso que este repitiera su mandato para que el Doctor se pusiese en pie, y acercándose a Miquis todo lo más que podía, le estrechara en sus brazos.

«No, no aprietes tanto que me ahogas... así. Ya ves qué antojos me entran. ¿Qué dices a esto?».

Aristóteles no podía decir nada. Invisible mano le estrangulaba. Retirose un instante para disimular su pena y sofocarla.

«¿Qué haces, Felipe? ¿Lloras?».

-No, señor -replicó el otro con risa convulsiva-, es que me he dado un fuerte golpe en este codo.

-Ven acá, no te separes de mí...

-Aquí estoy.

-Pero te pones a diez leguas... Más cerca... ¡Qué alegría me da cuando pienso que vamos a estar juntos en el Toboso!... Mañana llega mi madre, y cuando te conozca, me dirá que de dónde he sacado esta alhaja... Toda tu vida me la tienes que consagrar y estar siempre conmigo, hasta que los dos nos caigamos de viejos.

-Eso sí.

-Otras veces, cuando he estado tan malo, he pensado qué sería de ti si yo muriera; ahora que estoy mejorando a pasos de gigante, pienso que los dos hemos de llegar a viejos... Con todo, me parece que hace tiempo que no te he visto o que voy a estar mucho tiempo sin verte... no sé por qué. Se me antoja ahora... mira tú qué tontería... se me antoja que nos vamos a separar.

-¡Vaya un desatino!... ¡qué bro...mitas!

-Chico, es que esta noche estoy de manías. ¿Sabes la que me ha entrado ahora? Pues verás. Como mi madre llega mañana y trae dinero, no necesito del que tengo ahora. Se me ha ocurrido darle una parte a Cienfuegos, otra a D. José Ido, y lo demás a esa pobre Cirila... ¿Qué opinas?

El reparto de capitales no le parecía bien a Felipe; mas en la situación de congoja en que estaba no quiso contradecir a su amo:

«Me parece muy bien».

-Llámate a Cienfuegos. ¡El pobre...! Quiero darle una sorpresa. Verás qué alegre se pone.

Felipe salió. Deseaba estar un momento fuera para dar expansión a la pena que le ahogaba. Cuando se presentó en la cocina con un puño en cada ojo, los amigos, alarmadísimos, sospecharon un mal suceso.

«Que vaya usted, Sr. Cienfuegos» -fue lo único que dijo Felipe.

Y él se quedó allí, llorando con gran desconsuelo. D. José Ido no estaba presente; pero sí Rosita, la cual creyó muy del caso consolar a su amigo con las frases propias de la ocasión, entremezcladas de suspiritos:

«Hijo, es preciso conformarse con la voluntad de Dios. ¡Ay Jesús, qué mundo este!... No hay más que penas».

El Doctor se limpió las lágrimas, y serenándose un tanto habló así con su amiga:

«Chiquilla, ¿por qué no te vas a acostar? ¿Qué haces tú por aquí a esta hora?».

-Puede ofrecerse algo... ya ves... Hasta que papá no se acueste... Vaya un escándalo que hubo esta noche, ¿lo oíste?, cuando vino la señora, aquella loca... Dicen que esa señora lava la sal antes de echarla en el puchero... ¿Pues y la chubasca?... ¡Lo que te perdiste! Ella no se quería marchar; pero tanto le dijo el Sr. de Ruiz... ¡Ay!, hijo, el señor de Ruiz es como un predicador. Dice mamá que este para obispo no tenía precio. Ahora está durmiendo. ¿No oyes sus ronquidos?... Pues la tal salió hecha un veneno. Yo subía la escalera cuando ella iba para abajo. En cada descanso se paraba y volvía los ojos para arriba. Daba miedo verla. El señorito Poleró bajó con ella, y el señorito Arias también. Los dos se reían y le decían cosas... «Mujer, no te enfades... no hagas caso de ese farsante de Ruiz...». El señorito Poleró le daba pellizcos. ¡Qué pillos!... ¿eh?, y ella tan seriota...

-Rosa -dijo D. José, presentándose de improviso en la puerta de la cocina-. Vete a acostar al momento. Es muy tarde.

Notó Felipe en su amigo una exaltación, un peregrino júbilo que hacía, sobre su apenado semblante, efecto parecido al de los fuegos fatuos. Sus mechones bermejos parece que tendían a engalanarle el rostro como guirnalda de triunfo.

«¿No sabes lo que ocurre? -dijo a Felipe mostrando en la palma de la mano dos monedas de oro-. Ese bendito D. Alejandro me llama... Entro, hijo, y me da estos doblones... Dice que no le hacen falta; que tiene el mayor gusto en atender a mis necesidades; francamente, naturalmente, yo lo agradezco mucho, yo estoy conmovido... ese joven es un santo... pero si mañana hiciera falta para el entierro...».

-Diciendo esto, guardaba las monedas.

«Si quieres completar el rasgo de generosidad de tu noble amo, -añadió, retrocediendo-, amigo, Felipe, liberal joven, digno Panza de aquel bravo D. Quijote, ¿por qué no me das uno de los dos panecillos que tienes allí? Creo que no te harán falta. Tu amo está rico. Estos pobres niños no se quieren dormir por la gran necesidad que tienen...».

Centeno le dio sin vacilar lo que deseaba. Entonces el pendolista partió un pedazo para darlo a su hija, y el resto destinolo a los chicos, no sin coger para sí un bocado que se comió con muchísima gana.

«Yo no me acuesto esta noche. Pienso que he de hacer falta. Y además ¿para qué dormir? ¿Para soñar que soy director de un colegio y luego despertar lleno de desconsuelo y amarguras? Mejor es velar, velar...».

Poleró entró en la cocina diciendo:

«Parece mentira... Está despejadísimo; pero cree Cienfuegos que durará pocas horas... Felipe, te llama».

Cuando Centeno entró, su amo callaba. De pronto murmuró estas palabras:

«Que me dejen solo con Felipe».

Arias salió; pero Cienfuegos quedose oculto tras el sillón.

«Aristóteles...».

-Aquí estoy.

-Ponte más cerca.

Felipe hizo reclinatorio de las rodillas de su amo.

«Así... Ahora siento una languidez, un sueño... No me duele nada. Parece que me voy a dormir, y que estaré durmiendo días y días. Ya es tiempo, porque estoy fatigadísimo con tanta mala noche como he pasado. Un encargo te voy a hacer. ¿Lo cumplirás?».

-Pues ya...

-Cuidado, Felipe, cómo te descuidas... Si me duermo esta noche, y mañana sigo durmiendo con ese sueño pesado, con ese sueño profundísimo que siento venir, ¿entiendes?... en cuanto llegue mi madre, me despiertas. Me llamas, y si no te respondo, me sacudes el cuerpo bien sacudido...

-Descuide usted -dijo Felipe con el corazón traspasado.

-En ti confío, Aristóteles... y así podré dormirme tranquilo... Aunque si mi madre llega, creo que el corazón, saltando, me despertará por muy dormido que esté.

Dejó caer los párpados... Murmullo hondo y lento salía de sus entreabiertos labios. Cienfuegos se adelantó para observarlo de cerca. Como el desmemoriado que retrocede, se agitó Alejandro, abrió los ojos...

«Aristo...».

-Señor.

-Hace tiempo que pensaba preguntarte una cosa, y esta maldita memoria mía... Se me escapan las ideas... Dime si en estos últimos días ha venido a verme...

Felipe, comprendiendo al instante, creyó oportuno darle algún consuelo en aquella ocasión...

-Ya lo creo que ha venido, sí señor... Sólo que no hemos querido dejar entrar a nadie... Como estaba usted durmiendo...

-Ha venido... -balbució Miquis, y en aquel mismo instante apareció tan descompuesto su rostro, que Cienfuegos y Felipe se espantaron. Era otro, era un muerto.

-Sí señor -dijo Felipe, hablando junto al oído de su amo-, ha venido... siempre tan... cariñosa... Llorando por no poderle ver, y diciendo que...

-Cállate -dijo bruscamente Cienfuegos.

Pasó un rato. De repente oyose otra vez:

«Aristo...».

-Señor...

-Duermo... ¡qué sueño!... Despiértame mañana, que quiero hacer una cosa...

-¿Qué?

-Quemar El Grande Osuna... -murmuró Alejandro con visible esfuerzo, que parecía un tanto doloroso-. Es detestable... Es feo y repugnante como mi enfermedad. Todo lo que contiene resulta vulgar al lado de la excelsa hermosura artística que ahora veo, al lado de esta creación de las creaciones, que titulo El Condenado por confiado... Es la salud, es el vivir sin dolor... Aquí veo otra figura, otra belleza suprema... A su lado aquella es fealdad, impureza... podredumbre... consunción...

-¡Quemar El Osuna!... no, señor... ¡qué dirá la señorita Carniola...!

Miquis, ya con los ojos cerrados, hizo contracciones de disgusto. Creeríase que tragaba una cosa muy amarga, pero muy amarga. Más que habladas, fueron estertorizadas estas palabras:

«La aborrezco...».

Felipe le observaba... Cienfuegos le puso la mano en la frente... Momento de terror... Inmenso sueño aquel.

«Se ha dormido» -murmuró Felipe atónito.

-¡Qué muerte tan dulce! -dijo Cienfuegos.


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