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El doctor Centeno: 05

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El doctor Centeno
Tomo I

de Benito Pérez Galdós


Introducción a la Pedagogía : V

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Las cuatro serían cuando Miquis bajó y con él sus amigos. Ya no estaba su protegido en el lugar donde le había dejado, sino junto al pórtico norte del edificio, viendo cómo discurrían con algazara, por entre los setos de evónyimus y aligustre, las dos niñas bonitas y el reverendo primo de la esposa de Morales. Esta y el propio Mora...les y Temprado gozaban de los últimos rayos del sol en la columnata del Observatorio viejo, dando palique a una señora mayor que les acompañaba. Dos niños jugaban en la explanada meridional, oprimiendo alternativamente los lomos de un caballo de palo.

«Mire, señor, -dijo Felipe a su protector, agarrándole de un faldón-; mire aquel caballero que allí está con esas señoritucas... Me va a desasnar».

-Buena falta tienes...

-Me toma de criado... tiene discuela... Mañana voy...

Ruiz y Cienfuegos se decían disimuladamente cosas picantes sobre las dos agradabilísimas niñas del conserje de la Escuela de Farmacia... Mas no se entienda que de esta murmuración saliese concepto alguno contrario a la buena fama de las tales, siendo todo referente a recuerdos de Ruiz, a la hermosura de ellas y al gusto que ambos tendrían en tratarlas con la mayor confianza. Cienfuegos las había visto en el paraíso del Real y casi había hablado algunas palabras con la menor, que era la menos bonita y tenía un defecto. Faltábale un diente. A la mayor se le podía decir, como a Dulcinea, alta de pechos y ademán brioso. Tenía lo que llaman ángel, expresión de dulzura y tristeza, y un hermosísimo pelo castaño, que podría figurar allá arriba, allá, en la constelación del León junto a la cabellera de Berenice.

¡Lástima grande que se notara en su cuerpo cierta tendencia a engrosar más de lo que pedían la justa proporción y repartimiento de las formas humanas! Era, no obstante, ágil y airosa. Pusiéranle túnica griega y bien podría pasar por Diana la cazadora, que, según dice Pausanias, era de formas redonditas, o por Cibeles, la que dio vida a tantísimos dioses. Luego, aquel cuello blanco, torneado...

¡Adiós!, desaparecieron las dos y D. Pedro tras aquellos arbolitos y ya no se les vio más. La tarde caía.

-«Vamos», -dijo Miquis, poniéndose su capa-, que le entregó Felipe.

Aún estuvieron mucho tiempo allí, porque D. Florencio pegó la hebra con Cienfuegos, y entre hablar de tal o cual cosa, y despedirse y volverse a despedir, y ofrecimiento por acá, congratulación por allá, se vino el crepúsculo encima quedamente. Fresquecillo picante convidaba a todos a marcharse. Ruiz se volvió a su casa. Cuando Cienfuegos y Miquis bajaban la cuesta, este se sintió detenido por una tímida fuerza que le atenazaba el borde de la capa; volviose y vio al más humilde de los héroes, que con gran consternación le dijo:

«Señor, ¿se va sin decirme nada?».

-Es verdad: ¡ya no me acordaba de ti! Ven con nosotros.

Ligerísimo, expresando su afecto con saltos, como un perrillo, emprendió Felipe la marcha al lado de su protector. No puede formarse idea de lo que padeció su dignidad al oír decir a Cienfuegos:

«¿Estás loco? ¿A dónde vas con ese espantajo?».

-A casa. Le voy a dar ropa.

-¡Ropa!... Mañana voy con aquel caballero... A las ocho, a las ocho... Me toma de criado, y me enseña todo lo que sabe, -dijo Felipe brincando.

-¿Te pondrías tú unas botas mías?

-¿Qué hacer...?

-Pues yo le voy a regalar una corbata verde, -indicó Cienfuegos.

-Y tengo yo una levita, que se la podría poner un duque.

Oyendo tales cosas, veía el bueno de Felipe delante de sí mundo risueño de comodidades, glorias, grandezas y regalo. El cielo se abría plegando su azul, como las cortinas de un guardarropa, y mostraba una y otra prenda; esta para invierno, aquella para verano; y tras la ropa mil objetos de lujo y opulencia, como por ejemplo: varias cajas de cerillas, un bastoncito, un reloj con tres varas de cadena, anillos, una cartera con su lapicito para apuntar, paraguas, etc.

«Y dos camisas viejas, ¿qué tal te vendrían?».

-Vamos, que tengo yo un cinturón de gimnasia que no me sirve para nada...

-Y yo un sombrero número 3. ¿Te lo pondrás?

Felipe brincaba. Su gratitud no podía ser elocuente de otro modo.

«Es tarde, -dijo Cienfuegos avivando el paso-. Doña Virginia se va a poner furiosa porque tardamos».

-¡Valiente cuidado me da a mí Doña Virginia! Di, Felipe, ¿dormirías tú en una cama de colchones si te pusieran en ella?

Felipe, atacado de un gozo convulsivo, echó a correr, desapareció. Al poco rato, Miquis le sintió a su espalda, imitando con donosura infantil el ladrar de un cachorrillo.

A trechos con prisa, a trechos lentamente, disputando en cada esquina y pasando repetidas veces de una acera a otra, llegaron los dos amigos y su protegido al centro de Madrid. Por cualquier motivo fútil, cuando no lo había de importancia, habían de estar siempre cuestionando y riñendo Miquis y Cienfuegos. En ellos la amistad no habría tenido goces, despojada de la irritación de la controversia, y de aquel dramático interés que provenía de las frecuentes embestidas entre uno y otro temperamento. Lo que hablaron, lo que argumentaron, lo que por aquella simpleza de ir a prisa o ir despacio dijeron, no se puede contar. A poco más pasan de las palabras a las obras.

«Es que no me gusta que esperen por mí».

-Mira no te vaya a comer Doña Virginia...

-No es sino que...

-No me vengas a mí con...

-Bruto, no es eso...

-Animal, no se puede tratar contigo...

Llegaron por fin a su casa, que era de las que llamamos de huéspedes, y estaba, según cuenta quien lo sabe, en una mala calla situada en un barrio peor, la cual si llevara nombre de varón como lo lleva de hembra, se llamaría del Rinoceronte. Subieron al cuarto, que era segundo con entresuelo, por la mal pintada, peor barrida y mucho peor alumbrada escalera, y antes de que llamaran abrió con estruendo la puerta una hermosa harpía, que en tono iracundo les increpó de esta manera:

«¿Son éstas horas de venir a comer? ¡Qué señores éstos! No se puede con ellos. Usted, D. Alejandro, tiene la culpa».

-Señora, ¿quiere usted irse a...?

-¿A dónde, a dónde?

-A donde usted quiera.

Acobardado Felipe por el destemplado lenguaje de aquella matrona, se detuvo en el último escalón, mirando con ansiedad a la puerta, que se iba a cerrar ante él. Retrocedió Alejandro para llamarle; mas cuando la señora, tan guapa como furiosa, oyó que Miquis decía: «entra, muchacho», se arrebató más, cerró de golpe, y he aquí sus dramáticos acentos, conservados por un erudito averiguador:

«Pero qué... ¿Habráse visto? ¿Otra vez me trae estafermos de la calle?... No faltaba más...».

-Señora, -dijo Miquis con zalamería-. Si no me deja usted hablar, no hay medio de entendernos. Yo sólo quería pedir a usted tuviese la bondad de dejar dormir a ese chico en la buhardilla. Oír esto y volarse fue todo uno. Los demás huéspedes acudieron al ruido, curiosos de ver lo que pasaba.

«¿Qué les parece a ustedes este D. Alejandro?... -prosiguió la dueña de la casa, pasando ya del furor a las burlas-. Niño, ¿es esto una hermandad para recoger pobres?... El mes pasado me trajo un italiano de esos que tocan el arpa; hace días un viejo ciego con joroba y clarinete, y hoy... Vaya unos amigos que se echa el tal D. Alejandro. Y no pide nada... que les ponga cama en la buhardilla, que les dé de comer... Vaya, señores, a la mesa, a la mesa».

Entre tanto, Miquis acercaba su rostro al ventanillo y por el enrejado de cobre decía:

«Felipito, Felipito...».

-Señor...

-Espérese usted ahí un momentito...

Los compañeros de hospedaje se burlaban, y la misma doña Virginia, pasado aquel primer chispazo de ira, se reía también, diciendo:

«¡Pobre D. Alejandro!... Es un buenazo».

Y no paró en esto su desenojo, sino que, mientras se servía la sopa, fue adentro y sacó pedazos de pan, queso y golosinas, y poniéndolo todo en un papel salió a la escalera. Al poco rato volvió al comedor asustada, con las manos en la cabeza y riendo a todo reír.

«Pero ¡qué loco, Virgen madre, qué loco!... Allá está dándole ropa... Le ha dado el chaqué azul que no se ha puesto más que tres veces... y dos camisas y unas botas enteramente nuevas... ¡Jesús, Jesús!».

En el extremo de la mesa sonó una voz campanuda, dictatorial, que separando con pausa las sílabas, promulgó esta sesuda frase:

«Acabará en San Bernardino».


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