El doctor Centeno: 35
En aquella casa : VII
[editar]La tertulia que se había formado en el gabinete de Alejandro, pasó, a causa de los desvíos de este, al cuarto de Arias Ortiz. Este era muy devoto de Balzac, lo tenía casi completo, y conocía a los personajes de la Comedia Humana como si los hubiera tratado. Rastignac, el barón Nucingen, Ronquerolles, Vautrin, Adjuda Pinto, Grandet, Gobseck, Chabert, el primo Pons, y los demás le eran tan familiares como sus amigos. Tenía además loca afición a la música, y era el más inteligente de todos en este arte. Como la reunión era en su cuarto, decía que daba té y que se quedaba en casa. Era aquello salón literario y artístico. La parte de concierto corría a cargo del mismo Arias, que tenía prodigiosa memoria musical.
Allí se formó una sociedad comanditaria para tomar café mañana y tarde. Poleró había trazado un plan ¡oh grandeza de los principios económicos!, y resultaba que haciendo el café en una maquinilla, salía a cuatro cuartos por barba y taza. Además era mejor que el del café. Por las noches, a primera hora, aquello era una Babel. Doña Virginia estaba muy a matar con los planes económicos de Poleró, por el gran estrépito que de ellos resultaba; y Alberique, que en casos tales la echaba de muy bravo, decía que les iba a tirar a todos por el balcón. Una noche que estaba dando gritos en el comedor, salió Poleró del cuarto y con serenidad burlona le dijo:
«Sr. Alberique... Parece que está usted incomodado, y que me ha nombrado usted... Repítalo delante de mí, porque quiero enterarme».
Amedrentado el berberisco, respondió con gruñido de lisonja:
«Nada, Sr. Poleró... sostenía que tiene usted mucho talento».
Pero el catalán, por seguir la camorra, decía: «¿Y usted qué sabe si yo tengo talento o no?...». Virginia, deseando paz, daba algún dinero a su fornido esposo para que se fuese a correrla al café o al billar. Ya se sabía que el morazo no había de volver hasta la madrugada.
Poleró volvió al cuarto-casino a referir la escena. Felipe no descansaba un momento en aquella gran tarea de hacer el café. Salía y entraba con este o el otro recado del comedor al cuarto, del cuarto a la cocina.
«Doña Virginia, que si quiere usted café».
-No, hijo, que les aproveche.
-Doña Virginia, que me dé usted otra taza.
-Que manden por ella a la cacharrería.
En el cuarto crecía el barullo y se espesaba la atmósfera.
«No eches todavía el agua caliente».
-¡Pero si esta taza está sucia...! ¡Felipe!...
-¡Falta una cucharilla...! ¡Doctor!
-¡Alguien se ha comido el azúcar...! ¡Centeno!
-Si ya hierve.
-No hacerlo muy fuerte, que quita el sueño.
-Eh... cuidado, que se come un terrón Julián de Capadocia...
-¡Felipe!... ¿pero dónde se mete este?
-Si ha ido por cigarros...
-El de los prismas está aún en su cuarto, de punta en blanco, con el mondadientes de plata en la boca. Está haciendo tiempo a ver si lo convidamos.
-No convidarle.
-Dárselo sin azúcar... Eh... Felipe...
-¿Y Zalamero, dónde está?
-Ahora viene.
El señor de los prismas, antes de partir para la calle, llegábase a la puerta y saludaba cortésmente a todos.
-¿Usted gusta?
-Gracias...
-¿Y cuándo...?
-Si quieren ustedes algo para París...
Risas generales y sofocadas.
-Aguarde usted y le daremos una taza de café.
-Son ustedes muy amables...
-¿Y D. Basilio ha salido?... Felipe, llama a D. Basilio.
-Permítanme ustedes, señores -decía el redactor de Hacienda, asomándose a la puerta-. Hace tiempo que he renunciado al café, porque me quita el sueño. Si me hicieran el favor de un poco de azúcar para un vaso de agua...
-Oro molido que fuera...
-Pues muchas gracias... Permítanme ustedes que me retire. Me toca hacer artículo esta noche.
-D. Leopoldo, nos va usted a traer de París una buena maquinilla de café... ¡Felipe!
-No tienen más que darme una notita... No; lo apuntaré en mi cartera.
-Apunte usted... maquinilla de hacer café, para... doce tazas.
-Bien, bien, no se me olvida ya...
-Tome usted... vea si tiene poco azúcar...
-Si no tiene ninguno...
-¡Felipe... condenado... el azúcar!...
-¡Un terrón!
-¿Pero dónde está el azúcar?...
-Se lo ha comido Julián de Capadocia.
-Todos están concluyendo su ración y no ha sobrado nada de azúcar... ¡Qué descuido!
-Señores, si esto es veneno...
-Perdone usted, D. Leopoldo...
-Abajo con él... Aunque sea amargo...
-Así es más estomacal.
-Muchas gracias, señores...
-Que usted se divierta mucho, y haga muchas conquistas esta noche.
Sale Montes. Jaleo, risas, música... Óyese aquello de: D. Basilio, giungete a tempo... La calunnia cos'è voi non sapete... Se D. Basilio venessi a ricercarmi ditegli ch'aspetti, y otras frases en que sonaba el venerable nombre de aquel buen sujeto que estaba no lejos de allí, sacando de su seco caletre el tremendo artículo sobre el déficit, todo lleno de números y cálculos, artículo que si alguien lo leyera se quedaría yerto de patriótico espanto.
Lo mismo Poleró que Arias y el propio Miquis tenían, de tiempo atrás, vivísimos deseos de entablar conversación con el taciturno huésped D. Jesús Delgado, para del coloquio pasar a la confianza y poder con ella penetrar el misterio de aquel hombre y sus inexplicables quehaceres epistolares. Todo era inútil. Sucesivas noches le enviaron con Felipe un recado invitándole a tomar café. Pero respondía siempre con mucha finura, dando las gracias y declinando el honor que se le hacía.
Poleró, con ardiente curiosidad, no perdía ocasión de hablarle. Si le encontraba por acaso en el pasillo, le detenía:
«Muy ocupado, ¿eh...?».
-¡Ah!... eso siempre, figúrese usted, ¡oh!... -respondía el otro haciendo visajes, pues los nervios de su cara estaban siempre tan alborotados que ninguna facción quería estar en su sitio.
Otra vez le decía el catalán:
«¿Estuvo usted malo anoche? Me parece que le sentí levantarse...».
-No señor... ¡oh! Trabajando hasta la madrugada... Figúrese usted... a lo mejor recibo trece, catorce, quince cartas, y a todas ¡ah!, he de contestar. Buenas noches.
Poleró vivía en el cuarto próximo al de don Jesús Delgado, y algunas noches, subiéndose en una silla, se asomaba a un tragaluz abierto en lo alto del tabique. Había observado que el bendito señor, cuando no se paseaba de largo a largo por la habitación, escribía cartas en su pupitre.
Conforme iba despachando epístolas, les ponía los sobres, luego los sellos, de que tenía gran acopio, y las agrupaba a un lado; y con las contestadas hacía grandes paquetes que guardaba en un arcón. Como nunca salía a la calle sino para ir al Correo, y al salir echaba la llave a su cuarto, no había medio de penetrar en la misteriosa oficina. Receloso hasta lo sumo y atento siempre a su secreto, si secreto había, D. Jesús no evacuaba la plaza ni en el acto de la limpieza, y se tragaba todo el polvo del barrido antes que dejar expuestos sus papeles a un ataque de los huéspedes.
Arias sostenía que Delgado, hombre ya próximo a los cincuenta, tenía una novia perpetua, relaciones de esas que no terminan ni en el matrimonio ni en el olvido; pero este caso de platonismo de toda la vida, verosímil en el melancólico personaje, no explicaba las catorce cartas, a no ser que tuviera D. Jesús catorce novias platónicas, todas poseídas de epistolaria demencia.
Zalamero tenía algunos antecedentes del señor Delgado. Pertenecía este a una familia bastante acomodada; era soltero, y había estado veinte años en la Dirección de Instrucción Pública, desempeñando uno de los mejores destinos. Le apoyaban eminencias del partido moderado. Pero Zalamero no recordaba bien qué clase de disgustos, qué contratiempos oficinescos obligaron a aquel apreciable sujeto a dejar su destino. Tiempo hacía que estaba cesante, y la familia le trataba como a loco pacífico, sin tener con él relaciones directas.
Una noche, aguijoneados por su ardiente curiosidad, hicieron propósito los huéspedes de sacarle del cuarto, valiéndose de cualquier ardid, aunque no fuese prudente ni delicado. Invitáronle a tomar café, y como contestara negativamente dando las gracias, imaginaron atacarle con una burla de gran aparato. Miquis redactó al instante un mensaje, y se encargaron de llevarlo Poleró y Sánchez de Guevara, para cuyo acto solemne, el primero se puso un frac viejo de D. Basilio y el segundo su uniforme. Entraron con toda ceremonia en el aposento, y sin preámbulo alguno, sacó Poleró su papel y empezó a leer con enfática entonación lo que sigue:
«Excelentísimo Sr. D. Jesús Delgado: Los que suscriben, hospedados en esta su casa, tienen el atrevimiento de interrumpir las graves ocupaciones de usted para rogarle se digne aceptar una modesta taza de negro café en el humilde albergue en que la amistad les reúne. Aunque la fraternidad que preside o informa los actos de personas aposentadas bajo un mismo techo, justifica por sí este acto, los que suscriben, Excelentísimo Señor, quieren dar a la presente manifestación un móvil y origen superiores a los que tendría si fuese un simple arranque de urbanidad; quieren ¡oh!, derivarla de los sentimientos de admiración y respeto hacia la augusta persona que ha prestado tan eminentes servicios al país y al mundo entero en el importantísimo y florido ramo de la Instrucción pública.
»Siendo los que suscriben, Sr. Delgado, escolares que aspiran a la posesión del saber en diferentes artes y ciencias, no pueden menos de sentirse orgullosísimos de vivir junto al insigne estadista que en doctas y previsoras leyes ha sabido trazar el camino por donde la juventud marcha a la conquista del Vellocino de Hierro de los modernos tiempos, Sr. D. Jesús, que es la Instrucción.
»Los que suscriben, Excelentísimo Señor, esperan que usted, con la modestia del verdadero mérito, aceptará esta humildísima prueba del respeto, de la consideración, del entusiasmo de sus compañeros de casa, y si tal honra merecen, tendrán por feliz y gloriosa entre todas las noches, la noche del 4 de noviembre de 1863...». Seguían las firmas.
La seriedad del acto, el tono grave y ampuloso de Poleró pusieron a D. Jesús Delgado como quien ve visiones. No supo qué contestar; todo se le volvía hacer cortesías y balbucir gratitudes... Cuando dijo Poleró aquello de los servicios a la Instrucción pública y del florido ramo, medio se enterneció el hombre y estuvo a punto de llorar.
Fue, mejor dicho, se dejó llevar; y cuando los dos de la comisión entraron con él en el cuarto, recibiéronle todos con ruidosos aplausos. El bienaventurado D. Jesús estaba atónito, conmovido y tan creído de la verdad de lo que pasaba, que no se daba cuenta de la burla. Mientras tomó café, los otros le abrumaban a cumplidos, lisonjas y felicitaciones de celebérrimos trabajos. Poleró era el único que faltaba, porque se había encargado de examinar las cartas y descubrir el secreto, acción que no consideraban villana, tratándose de un loco.
A D. Jesús parecía que le quemaba el asiento. Apenas apuró la taza, ya quería marcharse. Su turbación y cortedad eran grandes.
«Un momento más» -le decían, deteniéndole casi a la fuerza.
-Si ustedes, ¡oh!, me permitieran retirarme... -respondía él con timidez-. Apenas he empezado mi tarea...
Por fin le soltaron. Una comisión había de ir a acompañarle a su domicilio. Todo se hizo con aparato y cortesana pompa. Cuando el infeliz se encerró de nuevo, vierais a Poleró entrar en el cuarto tapándose la boca para contener la risa. Se tiró en una cama, porque su hilaridad y los esfuerzos que hacía para sofocarla y no meter ruido, le daban convulsiones...
«¿Pero qué, pero qué es...?».
-No os podéis figurar.
-¿Qué cartas son esas?...
-Es la especie de locura más graciosa que se puede hallar.
-¿Quién le escribe? ¿A quién escribe?
-Si no lo hubiera visto...
-¿A la Reina?
-No.
-¿Al Papa?
-No... Asombraos todos. Se escribe las cartas a sí mismo...
-¿Y las recibe...?
-De sí mismo. Todas las cartas están encabezadas: «Sr. D. Jesús Delgado: Muy señor mío...», y todas concluyen así: «su seguro y atento servidor, Jesús Delgado».
¡Qué risas, qué algazaras!
«¿Se le da un bromazo, sí o no?».
-Hombre, ¿mayor que el de esta noche?...
-Mayor, sí, mayor.
Poleró contó en breves términos lo que decían algunas cartas. Todo en ellas se refería a extraños planes de Instrucción Pública. En algunas respondía a consultas sobre delicadísimos puntos de la misma materia. No estaban mal escritas, pero sí salpimentadas con las exclamaciones «¡ah!, ¡oh!», que usaba también hablando.
-Sí; de la Dirección le echaron por loco -indicó Zalamero-. Ahora recuerdo: empezaron a notar rarezas en sus informes y extrañísimas teorías traducidas del alemán. Por no sé qué ideas que introdujo en un informe, tuvo el Director un gran disgusto con el Arzobispo de Toledo, mediando cartas...
-Y están mediando todavía... ¿Con qué se le da el bromazo?
-¿Cómo? ¡Ah!, ya... escribiéndole una carta firmada por él mismo.
-Eso, eso... -clamó Poleró-. A ver quién imita su letra. Le he quitado una carta.
-Venga -manifestó Cienfuegos, que se creía con aptitud para el caso-. Yo la imitaré.
-Que ponga Miquis el borrador. Entérate, Alejandro, de las tonterías que dice, y no omitas las interjecciones.
-Mañana... Es preciso sustraerle un poco de esta hermosa tinta violada que usa... Felipe, mañana, cuando limpie la chica el cuarto, entras a ayudar, y...
-Convenido: ¡qué lance!...
-Señores, las diez... -gritó Sánchez de Guevara, blandiendo el espadín-. Es hora de estudiar. Se levanta la broma.
-Hasta mañana.