El doctor Centeno: 36
En aquella casa : VIII
[editar]El sábado por la noche casi todos los huéspedes fueron al paraíso del Teatro Real. Miquis llevó a Felipe, que no había estado nunca y se quedó medio atontado ante lo que veía y oía, cual si estuviera en un mundo distinto del que habitamos. Cosas y personas se le representaban agigantadas y sublimadas por ignorado poder de hechicería. Aquello no era natural, aquello era sueño, ocio de los sentidos y mentira del alma. Tanta señora guapa en los palcos; el deslumbrador abismo de rojo y oro, de hermosura y luces que desde arriba presenta la cavidad del teatro; la escena grandísima, con aquellos señores que salían a cantar, ahora solos, ahora en bandadas; la muchedumbre de músicos que en aquel andén tocaban tanto instrumento; los deformes contrabajos, las doradas arpas, los aplausos, el canto, el silencio, el ruido, la atmósfera espesa... todo causaba al Doctor un embargamiento del ánimo y cierto embarazo en la palabra. Se reían los demás de verle con la boca abierta, atento, lelo, y sin responder cuando le decían: «¿Qué tal, Doctor, qué te parece esto?». El miedo de decir alguna barbaridad le tenía mudo.
Zalamero y Virginia estaban en una de las filas más altas; abajito, junto a la escalera de la derecha, en apretada falange, todos los demás huéspedes, alborotando más de lo regular y dando broma a D. Leopoldo Montes, que acompañaba, no lejos de allí, a unas cursis de mal pelaje. Aplaudían furiosamente a Mario, que cantaba aquella noche. En los entreactos, Montes, por darse los humos de una opinión musical, mostrábase partidario de Fraschini, y alzando la voz en defensa de este artista, decía:
«Si hubieran oído ustedes al célebre Moriani, el tenor de la bella morte! Yo le oí en París... Aquel sí reunía todo, voz y canto; no era como este ídolo de ustedes a quien sólo se puede admirar bajo el prisma del estilo».
En pie, para dejarse ver y oír, el tal Montes, tieso y bigotudo, con la ropa muy ceñida para lucir las formas, llamaba la atención de medio paraíso por su arrogancia cursilona, su cabeza llena de bandolina, sus aires pedantescos y sus insufribles pretensiones de hombre de mundo... Poleró estimulaba su fatuidad con chanceras lisonjas, y todos se divertían atrozmente con la buena música, los partidos musicales, las cursis, las apreturas y las bromas y agudezas propias de aquella caldeada región.
En la casa de huéspedes reinaba silencio gratísimo, en cuyo seno, como pez en el agua, la mente prolífica de D. Basilio Andrés de la Caña escribía su centésimo artículo sobre el eterno tema, y era de ver cómo salía aquella máquina de guerra erizada de explosivas sumas y de cortantes guarismos. Cada vez que el redactor se pasaba la mano izquierda por la cabeza, salía de la pluma, rápidamente meneada por la derecha, una chorretada de números que... Pues ¡si aquello lo leyera alguien, Dios poderoso!
Dos personas más había en la casa, igualmente silenciosas: la Bernardina, que se había puesto a coser junto a la mesa del comedor, y dormitaba más que cosía, y D. Jesús Delgado que trabajaba en su cuarto con la constancia y fe de todas las noches. Antes de ponerse a escribir, leyó cuidadosamente el bendito hombre en diversos libritos ingleses y alemanes, paseó un rato por la habitación como discurriendo lo que iba a contestar; y haciendo visajes y contorsiones, tomó luego la pluma, que no porque fuera de estas de acero que ahora se usan, dejaremos de llamar bien cortada. Le acompañaba un discreto y grave amigo, Julián de Capadocia, dormitando no lejos de la mesa, y a ratos levantaba la cabeza y le dirigía miradas cariñosas. Expresivo era el rostro del apacible can, y si hubiera tenido palabra le habría dicho: «¿cómo va eso, Sr. Delgado?». Pero se lo decía con los ojos, y con los ojos también respondíale D. Jesús:
«Difícil tema es este, ¡oh!, amigo Capadocia; allá veremos lo que sale».
¿Era verdad lo que Poleró había dicho? Sí; todas las cartas que Delgado contestaba las había escrito él mismo un día antes. El desgraciado huésped, cuya vida se nos presenta en tan gran misterio así como los orígenes de su pacifico desorden mental, merecía bien el mote que le puso Arias Ortiz, ramplón helenista; le llamaba el eautepistológrafos, o sea el que se escribe cartas a sí mismo.
De las doce o catorce que había recibido aquella tarde, tomaba D. Jesús una, la leía con atención cuidadosa, meditaba un rato sobre ella y luego la contestaba. Sucesivamente hacía lo mismo con las otras, alternando el leer y el escribir, hasta despachar la mitad del trabajo, quedándose la otra mitad para la mañana siguiente. He aquí una, tomada al azar del repleto archivo del arcón:
«Sr. D. Jesús Delgado. Muy señor mío de mi consideración más distinguida: Recibí su atenta, fecha 28 de Octubre, y me apresuro a contestarle que su admirable plan de la Educación Completa no es ni será comprendido por esta caterva rutinaria de la Dirección, incapaz de salir ¡oh!, de los antiguos moldes. Pasarán años; será preciso que todo el régimen del Estado varíe, que la Sociedad se conmueva mucho para sacudir su modorra; que pensamientos nuevos y nueva luz entren en el cerebro narcotizado y tenebroso de la Nación, y, aún así, ¡oh!, la reforma que usted quiere implantar no será un hecho si no se dedica usted un siglo más al ensayo de ese mismo plan y al tanteo de su difícil aplicación. Vino usted al mundo ¡oh!, antes de tiempo, amigo mío; lo mejor que puede hacer ahora, para no aburrirse aquí con tan larga espera, es darse una vuelta por la eternidad y volver dentro de siglo y medio, año más año menos.
»Entonces el Gobierno pensará de obra manera, y habrá caído en total descrédito la educación de adorno que ahora prevalece, compuesta de conocimientos necios, baldíos y de relumbrón, como las pinturas ridículas con que se engalanan los salvajes.
»Cuando usted vuelva, la sociedad habrá comprendido que, en todo el curso de la vida, lo importante ¡ah!, no es parecer sino ser, y que a este principio debe sujetarse la educación.
»Deseo que usted explane sus ideas sobre esto, demostrando que el fin educativo es prepararnos a vivir con vida completa. Espero en su próxima carta una clasificación de las principales direcciones de la actividad que constituyen la vida humana, para deducir ¡oh!, cuál es la educación que debe preferirse, según el grado de importancia de aquellas direcciones de la actividad.
»Entre tanto llega su deseada carta, se repite de usted, ¡oh!, atento servidor Q. B. S. M.
Jesús DELGADO».
Este tono grave no lo empleaba en todas sus cartas; las escribía también familiares, como la muestra:
«Querido Jesús: Por la tuya del 7 veo lo atareado que estás en esa oficina de la Educación Completa, establecida en el séptimo cielo, círculo tercero de la derecha. ¡Pobrecito, tener que contestar tanta carta, venida de remotos países...! Veo que los amigos FrÅ“bel y Pestalozzi no te ayudan nada. ¡Qué pícaros!
»La familia buena. Estamos ensayando en los niños tu sistema de educación recreativa, ¡oh!, que forma parte de la completa. Esto de enseñarles jugando es invención, como tuya, donosísima. Hemos tirado al pozo todos los librotes indigestos que los chicos tenían, y en su lugar les hemos dado herramientas de fácil manejo, lápices y colores, cartón para hacer casitas y otras menudencias dispuestas conforme a lo que mandas.
»Sofía está otra vez en estado interesante y muy avanzada... ¡Cómo ha de ser!... Mi sabiduría me da un hijo cada año. Venga, y le educaremos jugando. Nos harán falta pronto tus ideas sobre la lactancia. Escríbenos sin dilación, que quizás mañana empecemos a necesitar tus teorías lactatorias, ¿qué digo, mañana?, ahora mismo... me avisan que Sofía... ¡ah!, ¡oh!, no puedo seguir, adiós.
JESÚS».
Aquella noche, como dije, despachaba tranquilamente Delgado su correspondencia, cuando de pronto, al abrir una de las cartas y leerla, se quedó turbado, frío, y empezó a hacer tales visajes y contorsiones que la cara se le desbarataba, cual si quisiera protestar de las leyes anatómicas; volvía a leer, no dando crédito a sus ojos, y saltaba en el duro asiento. Parecía tener el mal de San Vito. Levantose, dio varios paseos, leyó de nuevo la carta... ¿Qué carta era aquella que tanto le trastornaba? ¡Su letra!, ¡su tinta! ¡Eran el encabezamiento y firma como los de todas las suyas!
Leída por séptima vez, vio que decía:
«Sr. D. Jesús Delgado.
»Mi distinguido amigo: El contenido de su gratísima del 2 de noviembre, en que se manifiesta desesperanzado del éxito de su grandioso plan de Educación Completa, me ha producido ¡oh!, dolorosa impresión. ¿Pues qué, varón insigne, filósofo eximio, genio sin segundo?, ¿será posible que desmaye usted cuando llega el momento de dar cima a su alta empresa y coronar con triunfo y galardón admirables esa gloriosísima serie de inmortales estudios? No, amigo; hemos llegado a la cima, hemos escrito el omega,y la frente del santo reformador, del Jesús, del Cristo de la Educación, aparecerá coronada de las estrellas de la práctica en el trono refulgente de la realidad.
»Usted, mi sabio amigo, engolfado en el tumultuoso piélago de las cartas que apartadas regiones del universo mundo le dirigen, no ha apreciado el veloz paso del tiempo.¡Han trascurrido veinte años sin que usted se dé cuenta de ello! Ya no existen aquellos moldes rutinarios que se oponían a la Educación Completa. Todo ha variado, egregio hierofante; la sociedad ha vencido su modorra, y despabiladísima aguarda las ideas del legislador de la enseñanza. En este lapso de tiempo, ¿no sabe usted que ha sido derrocado el trono secular y con él han desaparecido las viejas prácticas y las ideas rancias? Cual generosa espada cubierta de orín, que en un momento es limpiada y recobra su hermosura, temple y brillo, así la nación se ha limpiado su mugre. Nuevas instituciones tenemos ya, ¡oh!, y nuevos caracteres y principios. La hora de que el gran reformador salga de su escondite y manifieste al mundo atónito sus planes, ha llegado, Sr. D. Jesús. ¡Viva el profeta de la Educación Completa, base de la Completa Vida!
»Con ferviente entusiasmo le saluda y abraza su afectísimo
JESÚS DELGADO».
Mientras más la leía el infeliz, mayor era su desasosiego. Estaba el pobre como fuera de sí, con grandísima zozobra en su alma. Pero mucho más se alteró cuando, al fijarse en la fecha de la carta, vio que claramente decía: «8 de noviembre de 1883»... Se le erizaba el cabello mirando estos guarismos. Tanta impresión le hicieron que sus nervios se desataron en vibración loca, y empezando por dar vueltas en la habitación, luego salió disparado al pasillo.
Julián ¡cosa extraña y rara vez acontecida!, ladraba tras él... Pero ¡cómo ladraba el bueno de Capadocia! Era en él el canino lenguaje un aullar lastimero que más tenía de exhortación de amigo que de amenazas de guardián. Asustado del ruido salió D. Basilio, y con cariño puso la mano en el hombro del eautepistológrafos, y le dijo: «¿Qué le pasa al buen amigo? El tiempo Sur es malo, ¿eh?».
Pero Delgado se metió en su cuarto otra vez, sin responder nada al de la Caña, lo que sorprendió mucho a este, por ser D. Jesús la misma cortesía. Bernardina salió también, y entre los dos hicieron callar a Julián.
«Este maldito tiempo Sur -repetía D. Basilio, acompañando a la Bernardina hasta el comedor y sentándose a su lado».
-Esta noche le da fuerte, ¿dice usted que es el viento? Hasta Julián se encalabrina... -observó la moza; y D. Basilio, recreándose en contemplar los torneados brazos de ella, repetía:
-Este maldito viento Sur, no sé lo que tiene. También a mí me pone la cabeza...