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El doctor Centeno: 55

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El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


Fin del fin: III

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Aquel día no tuvo el enfermo un instante de sosiego. Tan pronto le acometía el prurito de verbosidad, tan pronto el desmayo. Si dolorosa era la crisis, no lo era menos la sedación de ella. Por la tarde, Moreno anunció que la noche sería funesta. Grandísimo, cortante y brusco fue el dolor de Felipe, cuando Poleró y Arias, que estaban en la cocina, le dijeron, cerca ya del anochecer.

«¿A ver, Doctor, qué vas a hacer ahora? Porque esta noche, hijo, nos quedamos sin Alejandro».

La garganta se le apretó y no pudo dar contestación. Ni llorar tampoco podía, porque, a su juicio, la obligación de trabajar y atender a todo en aquellas tremendas horas, le cerraba la salida de las lágrimas.

La casa tenía dos aposentos grandes, la sala en que estaba Miquis, y la cocina, donde se reunían los amigos cuando no acompañaban al enfermo. En esta sala, ornamentada de fogón y fregadero, con espejos de hollín y tapicerías de mugre, se recibía a los visitantes, y se hablaba del paciente, de su probable muerte y de todo lo que es propio en tales circunstancias. Había dos habitaciones pequeñas y oscuras, en una de las cuales sólo entraba Cirila, y la otra estaba llena de baúles y trastos.

Ruiz fue de los más asiduos en acompañar y atender al manchego. Estuvo todo aquel día, y después de una breve ausencia para comer, volvió decidido a quedarse toda la noche.

«Me parece que hago falta -decía con petulancia-, porque esta casa es un mare magnum. Aquí no hay quién tenga iniciativa. Los momentos son preciosos, y alguien ha de representar a la familia. Nuestro amigo Poleró y usted, Arias, no se atreven a nada, y es urgente tomar ciertas determinaciones. La cosa es grave, y por mi parte no quiero responsabilidades. Se diría mañana que por nuestra culpa no murió este buen amigo como católico cristiano; y si ustedes insisten en que no se le hable sobre el particular, yo me lavo las manos, yo me retiro...».

Aquel hombre indolente se crecía y era otro desde que le atacaba la oficiosidad, y la oficiosidad aparecía infalible con las ocasiones de hacer un papel de hombre serio y atareado. Así, era de ver cómo su pereza se trocaba en actividad, como entraba y salía, dando, proporciones gigantescas a su trabajo, buscando dificultades, haciéndose el hombre necesario, el hombre de acción y de recursos. A cada momento se le veía entrar en la cocina, y encarándose con Poleró o con Arias, les espetaba una proposición como esta:

«A ver qué se determina. Yo me admiro de verles a ustedes tan tranquilos... señores. En estas circunstancias se conocen los amigos. ¡Hay tanto a que atender...! Sin ir más lejos: creo que será preciso hacer suscrición para el entierro. A ver, ¿qué se decide, qué se resuelve? Están ustedes ahí con las manos cruzadas...».

Y en otra ocasión, vino con este mensaje:

«Lo primero que hay que hacer aquí es restablecer el imperio de la moralidad. ¿Qué casa es esta? Nuestro pobre amigo no supo dónde se metía. Es necesario que alguien represente a la familia; yo la representaré si ustedes no quieren o no saben hacerlo. Por de pronto, estoy decidido a impedir que entre aquí esa mujer, esa cuyo nombre no sé, ni quiero saberlo... Porque sería un escándalo, una profanación, ¡un sacrilegio...! Como se atreva a venir, yo seré quien salga a la defensa de los principios morales, sí, señores, yo seré quien la ponga en la puerta de la calle».

Arias disimulaba, el enojo que las ínfulas de este señor y sus oficiosas pretensiones de mando le causaban. Poleró decía:

«No hay que precipitarse. Calma, amigo Ruiz. Le vamos a poner a usted Don Urgente, si sigue atosigándonos de ese modo... Quizás Alejandro salga de esta noche. Ahora parece que está mejor».

-Sí, buena mejoría tiene... Eso es, estense ustedes con esa calma. ¿Y qué se hace en la cuestión de Sacramentos?... Señores, yo tengo creencias y no puedo consentir que un amigo se muera como los animales. Y también Alejandro tiene creencias. Es poeta, y basta. No quiero que la familia me pida cuentas mañana... Con que decidamos ahora mismo quién le dice al infeliz el estado en que se halla y la urgencia de atender a su alma.

-Yo no se lo digo.

-Ni yo...

-Pues yo se lo diré -afirmó Ruiz con énfasis-. No son ustedes hombres para casos de seriedad. Siempre con bromitas... No, señores, hay que hacer frente a las circunstancias, y saber colocarse a la altura de las circunstancias y acometer las circunstancias... Voy a hablar con Miquis.

Este permanecía en el sillón. D. José Ido le daba aire con un grande abanico, y Felipe, sentado cerca, le miraba y hacía por distraerle. Las facultades mentales de Alejandro subsistían perfectamente claras, y aun, si se quiere, sutilizadas, recibiendo su fuerza final del recogimiento de toda la vida en el cerebro.

«¿Qué tal te encuentras?» -le dijo Federico acariciándole la barba.

-Ahora, bien -replicó el tobosino, con cierta facilidad de respiración y dicción, que antes no había tenido-. ¿Qué hora es?

-Las ocho.

-¡Qué días tan largos! Encended luz. Ya es de noche. ¡Qué oscuro está el cuarto! Felipe, abre toda la ventana. Mira, Ruiz, ya empiezan a verse tus estrellas. El cielo católico enciende las luces de su santoral nocturno. Lámparas infinitas alumbran a la piedad y a la ciencia. ¿Qué santos son aquellos, según tu sistema?

-Por allí veo el Escorpión. Aquella hermosa estrella es la llamada Antarés, que para mí es Santo Domingo de Guzmán. La constelación que preside a este mes es el Toro, San Marcos, porque el sol entra ahora en sus dominios, y en ellos está Aldebarán, San Juan Bautista, que se celebra el 24 de este mes.

-¿Y estamos a...?

-A 18... Te encuentro muy bien esta noche.

-Sí -dijo el paciente con animación-. Respiro muy bien. Se me figura que de esta vez, la mejoría va de veras. Ya es tiempo. Hay conciencia física, como decía aquel bendito D. Jesús Delgado, y la mía me está dando avisos de salud... Esta noche me dijo Moreno que ya la semana que entra me podré marchar. El ordinario me ha dicho que está hermosísimo el campo en la Mancha, por lo mucho que ha llovido... ¡Qué ganas tengo de verlo!...

-Estás mejor; pero por lo mismo que estás mejor, ¿me entiendes? debes ocuparte, debes pensar... No quiere esto decir que haya peligro... Los hombres deben hallarse siempre dispuestos para todo lo que pueda venir. Tú eres persona seria y de creencias; así es que...

Poleró, que desde la puerta oía esto, adelantose prontamente, diciendo:

«Ruiz, que le llaman a usted...».

-Don Urgente salió.

«Este pobre Ruiz -observó Miquis con penetración admirable-, porque me ve un poco malo me quiere poner en paz con Dios... Ya se ve... ¡él es tan religioso!... Respeto sus ideas y sus temores, nacidos de una conciencia recta y noble. En ello prueba lo mucho que me quiere... ¡Y qué talento tiene! ¿No es verdad, Arias? ¿Viste, su comedia? Es preciosísima. Lástima que no se dedique al teatro. Ahora le da por la filosofía de Santo Tomás... Querido D. José, estará usted cansado. Dé usted el abanico a Felipe. La verdad es que cada vez parece que hay menos aire, y más calor».

En la cocina, Poleró y Ruiz sostenían agria contienda, a la que también aportó sus razones Cienfuegos, que acababa de llegar, poniéndose de parte del catalán.

«No te metas en eso -le dijo el aprendiz de médico-. El pobrecito está tranquilo y lleno de ilusiones. Si él se ha de ir al Limbo, allá con los Santos Inocentes...».

-Se me está usted pareciendo a Montes, que todo lo ve bajo un prisma -decía Poleró.

-Ante esa singular manera de juzgar las cosas de la conciencia -manifestó el astrónomo con cierta pompa-, yo me lavo las manos. La responsabilidad, la gravísima responsabilidad es de ustedes, no mía.

Y un tanto atufado salió al pasillo, volvió a meterse en la cocina y se puso a leer. ¿Qué leía? El cuaderno del tercer acto, que había tomado de la mesa de Alejandro. A ratos iba por allí D. José Ido, a ratos Arias, conforme se relevaban de la guarda y compañía del moribundo.

«¿Qué tal está ahora, amigo Arias?».

-Lo mismo... Se ha desvanecido un momento, y parece que duerme.

-Yo no pienso acostarme en toda la noche, porque sabe Dios lo que se podrá ofrecer.

-¿Qué lee usted?

-Un acto de El Grande Osuna. Ya lo conocía; pero veo que lo ha hecho modificaciones.

-Yo voy a ver si descabezo un sueño -murmuró Arias, tendiéndose en un catre de tijera que Cirila había puesto en aquel estrambótico departamento. ¡Hace un calor...!

-Indudablemente este pobre Miquis valía -declaró Ruiz dejando la lectura con aires de indulgencia crítica-. No lo digo por este drama, que, a la verdad, me gusta poco. Es un ensayo infantil, una inocentada. Esto no pasa; esto no tiene atadero. Figúrese usted que la verdad histórica anda aquí a la greña con el plan dramático. El pobre Alejandro se quitó de cuentos, y haciendo de su capa un sayo, permitíase levantar testimonios a la verdad. Sin ir más lejos, el pensamiento ambicioso que se atribuye al Duque de Osuna de levantarse con el reino de Italia, no es hecho histórico probado. Se cree que fue más bien conjeturas y recelos del Gobierno de Madrid, envidiosa trama del Duque de Uceda para hundir al Virrey. En cambio, de lo que es un hecho positivo, la terrible conjuración contra Venecia, urdida por el Marqués de Bedmar, con ayuda de Osuna y de D. Pedro de Toledo, gobernador de Milán, no saca ningún partido Miquis. Verdad que la cosa no es dramática, y que los misteriosos proyectos de Osuna lo son. Pero, lo repito, no hay pruebas, y el drama histórico no debe ser una calumnia en verso. Además, hay otra cosa. ¿De dónde saca este niño que Osuna quisiera unificar la Italia y hacer un grande reino, como el que después ha soñado Cavour, contra los fueros de las dinastías reinantes y de la Iglesia? Osuna, si alguna idea tuvo de ser Rey, fue contando sólo con la soberanía de Nápoles y Sicilia. Pero este pobre soñador le supone propósitos de derrocar a Venecia y hacerla suya, de someter a Florencia, de barrer los estados pequeños, y por último (y esto es ridículo), de quitar al Papa su Reino. ¿Qué le parece a usted? El Duque, para este niño, es un precursor de Víctor Manuel y un émulo de Garibaldi. Resulta de todo un dramón progresista y populachero que no hay quién lo aguante. Y si esto se representara, que no se representará, el público tiraría las butacas al escenario... La versificación tiene algunos trozos bonitos, pero hay hinchazón, culteranismo. El plan y desarrollo son abominables, no creo que haya un adefesio mayor. Sin ir más lejos, fíjese usted en la catástrofe, que es un atajo de absurdos. El teatro parece una carnicería, y el apuntador se salva por milagro. Luego no resulta de aquí la menor idea de moralidad... Aquí los buenos reciben el palo, y los malos triunfan y se quedan tan campantes... en fin, horrores, disparates, cosas de chiquillos...

D. José Ido, que presente estaba, sentía violentas ganas de alzar la voz protestando contra tal crítica; pero no se atrevió a hacerlo, por ser él hombre en quien la timidez podía más que todas las energías del alma. En su interior se dijo y se repitió, con verdadero fervor, que aquel Aristarco no estaba en lo cierto, y que el drama era magnífico, sorprendente, excepcional. Prueba de ello eran las lágrimas que, oyéndolo leer, habían vertido Nicanora y las vecinas, y la emoción grandísima que él había sentido.


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