El doctor Centeno: 46
Fin : II
[editar]La satisfacción, la ufanía que llenaban el alma del buen Doctor al salir de la casa no son para interpretadas con palabras. Se asombraba de que un hombre tan atroz, que había tenido la crueldad de dejar sin pan al infeliz Ido, se ablandase hasta el punto de darle a él un auxilio mayor de lo que esperaba. No alcanzando la rudimentaria agudeza de Felipe a penetrar el motivo del brusco enternecimiento del monstruo, forjaba en su mente una pueril explicación del caso. «Es que el señor D. Pedro, decía, tiene dentro una lucecita que se enciende en cuanto le tocan un botón, como el de las campanillas eléctricas que se usan ahora. El que toca el botón y enciende la luz, hace de él lo que quiere. El que no, se amuela».
Tan grande éxito le envalentonó, despertando su codicia. Era preciso trabajar más aquel día, para obtener una colecta considerable con que sorprender a Alejandro y alegrar su espíritu. ¿A quién más acudiría?... ¡Ah! ¡D. Federico Ruiz debía de estar rico!... ¡a él! De paso le tocaría los registros a D. Florencio Morales por si quería dar alguna cosa. ¡Al Observatorio como un rayo!... Recordó, no obstante, que su amo había dicho alguna vez a propósito de la liberalidad del astrónomo: «antes dará aceite un ladrillo». Pero no importaba... ¡adelante! Podría ser que también Ruiz tuviera botón, y que él, sin saber cómo, lo tocara por inspiración del Cielo. En cuanto a D. Florencio, bien presentes tenía los ofrecimientos que le hizo una tarde que le encontró en el Prado tomándose con gran deleite un vaso de clarísima agua de Cibeles. ¡A ellos!, ¿quién dijo miedo?
¡Qué contrariedad! D. Federico no estaba en la casa. Había ido al teatro, a ver ensayar su comedia que se estrenaría a la noche siguiente. El que sí estaba era el gran Morales; mas no fueron sus primeras palabras muy lisonjeras.
«Sí, te veo... te veo venir... Me traes la monserga de la otra tarde. Sí, que tu amo está malo, que ni tú ni él tenéis que comer. Yo he visto mucho mundo, amiguito. Si se fuera a dar a todo el que tiene necesidad, andaríamos desnudos y abriríamos la boca al viento».
Felipe, desconcertado, se esforzó en argumentar lo contrario, diciendo con quejumbroso y dolorido estilo que si no se fiaba de él, fuera pronto a la calle de Cervantes para ver con sus ojos la verdad de aquellos terribles apuros; a lo que D. Florencio contestó lleno de entereza:
«Sí, justo; no tengo yo más que hacer sino subir escaleras... Y entre paréntesis, lo que a tu amo le pasa le está bien merecido, porque es un libertino, un mala cabeza. Lo sé por Ruiz que está al tanto de todo... No me vengas con cuentos. Yo no soy de piedra. Si tienes hambre, vente a la hora de comer, y no faltará con que la mates. Pero lo que es metálico, no lo esperes. Está la patria oprimida, hijo, y hay mucho pobre, y mucha boca que tapar. Pasa, entra, siéntate un rato, y veremos si Saturna tiene algo que darte. Creo que se le han echado a perder unos hojaldres... ¡Saturna! ¡Saturna!».
Empezó a dar gritos, y luego, encarándose otra vez con Felipe que había ya perdido toda esperanza de recoger algo sonante, le dijo:
«Tienes suerte, chiquillo. Parece que lo hueles. Y entre paréntesis, ¿quieres que te diga en qué consiste el mal de tu amo, y por qué está tan miserable?».
Centeno era todo oídos y no quitaba los ojos de D. Florencio, mientras este, que acababa de subir la rampa, se limpiaba el sudor de su frente y cráneo; natural desahogo y salida de tan gran hervidero de ideas.
«Pues te diré, para que tú también vayas aprendiendo. Tu amo es un loco, es uno de estos jovenzuelos que se han emponzoñado con las ideas extranjeras. ¿Qué nos traen las ideas extranjeras? El ateísmo, la demagogia y todos los males que padecen los países que no han querido o no saben hermanar la libertad con la religión. ¿Qué dicen por allá? Pues dicen: 'Fuera Papa, fuera religión y venga república; hacer cada uno lo que le da la gana'. ¿Es esto prudente? No señor, y lo que es en Francia, hijo, lo que es en Francia, te digo que Napoleón Tres les sentará las costuras. ¿Tengo o no tengo razón?».
Felipe, compenetrado de tan sabias ideas, me mostraba su asentimiento con grandes cabezadas afirmativas.
«Pues esas ideas, ese ateísmo, ese desbarajuste es lo que nos quieren meter aquí -prosiguió el insigne conserje, haciendo el orador y paseándose en un espacio como de tres varas-. Hay unos cuantos... todos muchachos, chiquillos, estudiantejos que leen libros franchutes y no saben palotada de nada... Hay unas cuantas cabezas ligeras, y tu amo es de ellos... que nos quieren traer aquí todos esas andróminas forasteras. ¿Sabes lo que están diciendo?».
Espanto de Felipe, que no sabía nada, pero sospechaba era cosa gorda y coruscante.
«Pues ahora se salen mis amigos con eso de todo o nada. En resumidas cuentas, que quieren nada menos que destronar a Su Majestad la Reina. Ya les he dicho que no les sigo por ese camino, y me he borrado de la Tertulia... Porque Dios sabe lo que va a venir aquí. Tú, figúrate... Se van a desbordar las masas...».
Felipe creyó por un momento que aquellas masas eran los hojaldres que le habían prometido, y tembló por ellos.
«A ti, vamos a ver, ¿no se te ponen los pelos de punta al pensar...?».
-Sí señor, sí señor que se me ponen.
«Ese empeño de que todo ha de ser extranjero... Yo soy español por los cuatro costados. Señor, si aquí nos entendemos muy bien, si aquí sabemos hacer las cosas... Póngannos la Milicia, la Constitución del 12, y basta. El clero en su puesto, la Milicia para defender el orden, el ejército para caso de guerra, Cortes todo el año, buenos seminarios, mucha discusión, mucha libertad, mucha religión y venga paz. Si esto es claro y sencillo... Pues no ha de ser así, sino ateísmo, demagogia y filosofía alemana... Yo les veo venir, y me callo... Ya veremos la que se arma. Aquí me estoy achantadito, esperando a ver cómo salen del paso. Una tarde discutimos aquí tu amo y yo... Se quedó turulato... Sí, pregúntale. Callado le dejé, y pegado a la pared. Él defendiendo lo extranjero, me sacó poetas y descubrimientos... qué sé yo. ¡La ciencia y la industria! A mí no me vengan con solfas. Yo he viajado, yo sé lo que hay... Concedo, sí señor, concedo que la Inglaterra nos aventaje en ciertas cosillas; pero en otras estamos por encima de todos. Fíjate tú en los productos de nuestro suelo, y dime si hay algo que les iguale. Aquí tenemos para todo lo que nos hace falta, y nos sobra para mantener a tanto hambriento de extranjis... Castilla es el granero del orbe terráqueo. Nuestros vinos van por todo el mapa. Pues el día que queramos poner en un apuro a los inglesotes, no hay más que decirles: 'caballeros, ya no hay más Jerez'. Y en cada localidad tenemos una cosa buena que no tiene igual en el mundo. Y si no, dime donde hay otra Málaga para pasas, otra Astorga para mantecadas, otra Jijona para turrón, otra Soria para mantequilla y otro Madrid para un buen vaso de agua. En industria ahí está Cataluña con sus hilados, y Toledo con sus espadas. En buques no te digo nada. Cada marino nuestro vale por ocho extranjeros, y con un cachucho cualquiera nos ponemos delante de la mejor escuadra. Nuestro ejército ya se sabe que es el primero del mundo. Yo querría ver correr a ingleses, franchutes y austriacos en una batalla en que se dijera: ¡cazadores de Madrid, adelante!.. Y todo, hombre, todo. Si aquí no necesitamos de lo forastero para nada. En generales, ¿qué nación tiene un Espartero y un O'Donnell? En abogados... habías tú de ver un escrito puesto por don Manuel Cortina o D. Joaquín Francisco Pacheco... ¿Y aquella palabra de Olózaga en el Congreso? Atrás la Europa toda. Hasta en cómicos estamos por encima. Pues a donde llega la Matilde, ¿quién llegó? ¿Tú la has visto? Aquel modo de llorar es cosa que parte el corazón. Pues te digo que en papeles de gracia es tan buena como en los de ahogo y sentimiento... Poetas los tenemos por fanegas, mejores que todos los extranjeros, y si vamos a pintores, ya quisieran ellos... Nada, nada, no le des vueltas; aquí no necesitamos para nada esos países. Díselo así a tu amo, y que se vaya curando de estas manías, y se haga rancio español y católico a macha-martillo, y se deje de patrañas ateas y de locuras demagógicas... Saturna, los hojaldres... ¿No los ibas a tirar? Aquí está Felipe que los aprovechará».
Cuando D. Florencio puso punto fin al en su recitado, que a Felipe le pareció discurso por lo elocuente, sermón por lo largo, el muchacho, admirando tan soberano talento y facundia, no comprendía la oportunidad de la lección que con tales alegatos daba el conserje a Miquis, ni el provecho que este había de sacar de ella para remediar su miseria. Hizo propósito de retener en su fiel memoria lo más que pudiese de aquel discurso, para repetírselo a Alejandro, cláusula por cláusula, seguro de que este se había de reír. Tomando sus hojaldres, que envolvió cuidadosamente en un número de Las Novedades, despidiose del matrimonio y echó a correr para su casa.