El doctor Centeno: 17
Pedagogía : XII
[editar]De cuantos recados hacía Felipe, ninguno para él tan grato como ir a la Cava Baja a recoger los encargos que traía para Doña Claudia el ordinario de Trujillo. Esto se verificaba dos veces cada trimestre, y apenas la señora recibía la carta en que se le anunciaba la remesa de chacina, ya estaba mi Doctor pensando en los deliciosos paseos que iba a dar. Porque Doña Claudia era muy impaciente y le mandaba cuando aún no había llegado el ordinario; con lo que la caminata se repetía dos y hasta tres veces. Díjole, pues, una mañana: «Esta noche, después de cenar, te vas corriendito a la Cava Baja, ya sabes. Cuidado cómo tardas».
Lo de tardar sería lo que Dios quisiera. Pues a fe que la tal calle estaba a la vuelta de la esquina. Ya tenía Felipe para dos o tres horitas, porque la detención se justificaba con la enorme distancia y con una mentirilla que parecía la propia verdad, a saber: que el ordinario de Trujillo estaba en la taberna; que tuvo que ir a buscarle, y volver y esperar...
Las nueve serían cuando partió, acompañado de Juanito del Socorro, que fiel le esperaba en la puerta. De la redacción le habían mandado a entregar unas pruebas en la calle de la Farmacia, recado urgentísimo que él se apresuraba a desempeñar dando antes la vuelta grande a Madrid. Lo que gozaban ambos en sus nocturnos paseos no es para referido. Empezaron aquella noche por pasar revista a los escaparates de la calle de la Montera, haciendo atinadas observaciones sobre cada objeto que veían. Mirando las joyerías, Felipe, cuyo espíritu generoso se inclinaba siempre al optimismo, sostenía que todo era de ley. Mas para Juanito (alias Redator) que, cual hombre de mundo, se había contaminado del moderno pesimismo, todo era falso.
Esta diferencia de criterio revelábase a cada instante. Pasaban junto a un coche descubierto que llevaba hermosas señoras, y el Doctor, pasmado y respetuoso, decía:
«¡Buenas personas!... ¡gente grande!».
-Pillos, hijí... Tú no tienes mundo... Eso es gentecilla. ¿Crees que porque van bien vestidos...? Mamá, allí donde la ves, tiene vestidos muy majos, y no se los pone nunca para que no la tomen por esas... Cuando va a pasar el verano a las haciendas, se pone uno azul, ¿estás?...
Fueron por la calle del Arenal adelante, despacito para ver bien todo, estorbando el paso a las señoras y quitando la acera a todo transeúnte. El descarado Juanito no se privaba, cuando había oportunidad para ello, de echar un piropo a cualquier mujer hermosa que encontrase, ya fuera de clase humilde, ya de la más elevada.
«Hombre, que te van a pegar» -le decía el Doctor.
-Déjame a mí, hijí... que yo soy muy largo, -contestaba el otro-. Yo he corrido más... tú no entiendes... ¡Si vieras a papá! Es un buen peje para mujeres... En casa no hay criada que dure, porque les dice cosas y les hace el amor... Mi madre se pone volada y las despide. Cuando mi padre y mi madre riñen, sale aquello de que papá quiso a la señá marquesa. Porque cuando era soltero... tú no sabes... todas las marquesas se volvían locas por papá y por su hermano, que era torero, y lo mataron en una revolución. Mi tío era un gran hombre, un peje gordo... y se echó a la calle a matar tropa por la libertad; pero le vendieron, y ese pillo de O'Donnell le mató a él... Papá tiene su retrato en la sala, pintado de tamaño de las personas, y a tantos días de tal mes, que es el universario, ¿estás, hijí?, le pone dos velas encendidas y un letrero que dice: Imitaz a este mártir.
Absorto oía Felipe estas maravillosas historias, no sin reírse interiormente de la fatuidad de su amigo. En cuanto al legendario tío de Juanito, torero, miliciano y mártir de la libertad, constábale ser cierto lo del retrato de tamaño de las personas, porque lo había visto con el mencionado letrero... En estos dimes y diretes, pasaban junto al Palacio Real. Mudos contemplaron los dos un instante su mole oscura y misteriosa, tanto balcón cerrado, tanta pilastra robusta, las ingentes paredes, aquel aspecto de tallada montaña con la triple expresión de majestad, grandeza y pesadumbre. Felipe miraba aquello, en el imponente reposo de la noche, y como la primera observación que hace el espíritu humano en presencia de estos materiales símbolos del poder es siempre la observación egoísta, no desmintió él este fenómeno y dijo con toda su alma:
«Juanito: ¡si esto fuera mío!...».
El otro, siempre tocado de aquel escepticismo postizo, le contestó con desdén:
-Pues yo... para nada lo quería... Como no me lo dieran lleno de dinero...
-¡Lleno de dinero!
Felipe se mareaba.
-¿Pues qué crees tú? Los sótanos están todos llenos de sacos de oro y de barricas de billetes.
-¿Lo has visto tú?
-Lo ha visto papá... -afirmó el del Socorro, después de vacilar un rato-. Papá conoce al... ¿cómo se llama?, al entendiente, y algunos días le viene a ayudar a hacer cuentas.
-Yo quisiera ver esto por dentro, ¿oyes? Será bonito.
-Hijí... no tienes más que decírmelo el día que quieras. Mamá conoce a la gran zafata... ¿Estás?, la que gobierna todo, y cuida de la ropa blanca y tiene las llaves. Yo he venido más veces... ¿Que si es bonito dices?... Así, así... de todo hay... tiene un salón más grande que Madrid, con alfombras doradas, de tela como las de las casullas ¿estás?, y mucho candelero de plata por todos lados. El coche de la Reina sube hasta la propia alcoba... yo lo he visto. Aquí todo está lleno de resortes. Calcula tú, tocas un resorte y sale la mesa puesta; tocas otro y salen el altar y el cura que dice la misa a la Reina... tocas otro...
Felipe, riendo, daba a entender que si tocaba más resortes, las mentiras de su amigo no tendrían término. Pero no acobardado Redator por la incredulidad de Centeno, dejó correr sin tasa la inagotable vena de sus embustes. Pasando calles, llegaron por fin a la Cava Baja, donde Felipe no pudo cumplir su encargo, porque el ordinario de Trujillo no había parecido aún. Bien: ya tenía para otra noche. Era ya tan tarde, que los amigos sintieron un poquito de recogimiento y estrechura en las respectivas conciencias, aunque la de Juanito del Socorro era más ancha que la puerta de Alcalá, y por ella cabían las más grandes faltas sin doblarse ni romperse. Emplear dos horas en un recado urgentísimo, para el cual lo habían señalado veinte minutos, era cosa muy adecuada a un carácter tan entero como el suyo. Ya sabía que cada minuto de más lo valía igual número de golpes de su papá; pero tenía la piel curtida y el espíritu fortificado por las contrariedades.
«Vamos, vamos -dijo Felipe inquieto-. Es muy tarde».
Apresuradamente corrieron hacia los barrios del Norte, y aunque Juanito quería detenerse aún a oír los cantos de Perico el ciego, el Doctor tiraba de él y le llevaba a prisa. Llegaron por fin a la calle de la Farmacia, donde Redator debía entregar su encargo, y mientras este subía al piso tercero del núm. 6, vivienda del infelicísimo escritor que desde las nueve estaba esperando sus pruebas, Felipe se paseó en la acera de enfrente, entre la escuela y la esquina de San Antón. Como en todo se fijaba, observó que junto a una de las rejas bajas del edificio había un bulto, un hombre con las solapas del negro gabán de verano levantadas... Al pasar, Felipe notó un cuchicheo, miró... Aunque la noche estaba oscura... ¡sí, sí, era él! Felipe se estremeció, embargado de grandísima sensación de pavor y vergüenza. Sintió el ardor de la sangre en su cara hasta la raíz del cabello... ¡Era, era D. Pedro!
Siguió adelante, y pronto hubo de unírsele Juanito, a quien comunicó sus impresiones. Su amigo le dijo:
«Vamos a pasar otra vez».
Lleno de terror, Felipe se agarró al brazo de su amigo para detenerle, y le decía:
«¡No, no, no; pasar no!».
Pero más pudo la maliciosa sugestión del pícaro que el miedo del Doctor, y pasaron otra vez. En el momento mismo, el bulto se apartó de la reja. Felipe y él se encontraron frente a frente, y se vieron... ¡Era, era!
La vacilación de D. Pedro fue instantánea. Siguió su camino. Tras él, a mucha distancia, iban Felipe y su amigo; aquel, tan turbado, que no sabía por dónde caminaba; este haciendo comentarios sobre lo que habían visto.
«¿Te parece que le tiremos una piedra?» -propuso Socorro a su compañero, el cual, indignado, repuso:
-¡Si tiras, te pego... no es broma, te mato!
Y más adelante, dominado siempre por inexplicable vergüenza y terror, decía Centeno:
«¡Me ha visto, me ha visto!».
Cuando llegó a la casa, ya D. Pedro había entrado. Felipe pensaba de este modo: «ahora, por lo que he visto y por lo que he tardado, me desuella vivo». Pero no fue así. Doña Claudia dormía ya, y Marcelina, que no quería alborotar la casa a deshora, tan sólo le dijo: «mañana, mañana te ajustará mamá las cuentas».
¡Siniestra y misteriosa figura! D. Pedro se paseaba en el comedor, meditabundo. Felipe deseaba que lo tragase la tierra, o que el señor se quedase ciego para que no le pudiese mirar. Fingiendo hacer alguna cosa, evitaba los ojos de su amo; pero al fin, en una vuelta que dio, encontrólos inesperadamente... ¿Qué expresión era aquella? ¿Qué decían aquellos ojos?
Felipe se turbó más observando que los ojos del capellán, al mirarle, no echaban llamas de ira. Expresaban algo que él no entendía, una perplejidad terrorífica, el estupor del calenturiento. ¡Ah!, Felipín era muy chico y no sabía leer en las fisonomías; apenas deletreaba. No podía entender bien aquella zozobra del grande ante el pequeño, aquel despecho formidable del vendido por el acaso, aquel temblor del león delante de la hormiga, aquella humillación trágica del poder ante la debilidad.
D. Pedro no dijo nada, y se metió en su cuarto.