El doctor Centeno: 49
Fin : V
[editar]Otra vez la conversación recaía sobre el gato. Estaba enfermo, y doña Rosa Ido inconsolable. Felipe se brindó con gravedad facultativa a asistirle; le tomó el pulso, le auscultó, le examinó, dejándose decir frases diversas de hipocrático sentido, como: «Este señor es muy aprensivo... ¿ha comido este señor algo más de lo que tiene por costumbre?... Hay fiebre... esperaremos la remisión de la mañana... Debe de ser cosa del parénquima... ¿sabes tú lo que es el parénquima?... Pues es donde están los tubérculos, unas cosas muy malas, muy malas».
«¿Y qué le damos para esos tabernáculos?» -preguntó Rosa consternada, teniendo sobre su regazo el animal paciente, tieso y al parecer expirante.
-En vista de que las funciones tal y cual -dijo Centeno, ni serio ni festivo-, no van como es debido; y en vista de que la inflamación de la pulmonía de la clavícula interesa el hueso palomo del infarto de la glándula estomacal mocosa...
-Tú estás de broma... y el pobre animalito se muere... ¿Ha venido el Sr. de Moreno Rubio? Cuando llegue ha de ver al michito bonito... Verás tú cómo con algo de la botica se pone bueno.
-Yo pondré la receta. Oído... Del extracto de chuleta: tres grados centígrados. Del jarabe de cordilla oficinal: cuatro cuartos. Mézclese, agítese, platéese, y dórese...
-¡Qué gracioso!...
-Veamos ese pulso. Está durillo... Un sopicaldo de ratón; si acaso un poco de merluza.
-¿Merluza? Dios la dé... ¿Te parece que le dé unas friegas?...
-No está mal, no está mal. Esa medicina sí que es baratita. Frótale hasta mañana. ¿Qué edad tiene el enfermo? ¿Es anciano?
-Quita... si es un jovencito... si nació el año pasado.
-¡Ah!... abusos de la juventud... Le conviene el cambio de aires... Panticosa.
-¡Qué chusco...!
Alejandro llamó a su criado, y la señorita de Ido quedose sola con su enfermo, a quien administraba cariño, suaves y amorosas friegas y pases de lomo. Poco después, amo y criado oyeron el dan ustedes su primiso, y he aquí que aparece Rosita hecha un mar de lágrimas. El gato había concluido su existencia. ¡Cosa tremenda! Ella le estaba dando una miguita de pan mojada en leche, cuando el pobre animal estiró una pata, luego otra, quedándose yerto, con los ojos vidriados y el hocico entreabierto... No pudiendo soportar el espectáculo tristísimo del cadáver de Michín, Rosita lo había puesto en la azotea, entre dos tiestos sin flores que allí vio, y se había bajado a su casa y al pasillo para llorar más a sus anchas. Alejandro la consolaba prometiéndole comprarle en la plaza de Santa Ana uno de Angora, bonitísimo, con el rabo como una pluma, y el pelo largo y fino, como seda.
Desde que tuvo un rato libre, corrió Felipe al tejado donde estaba el frío cuerpo del animal difunto. Rosita le seguía sin atreverse a rebasar la escalerilla, y desde el último peldaño observaba lo que el otro hacía. Viole acercarse al gato, cogerlo, llevarlo a un ángulo protegido de los rayos del sol por los tejados, sentarse allí...
«¿Qué haces, Felipe?».
-Lárgate de aquí... Tu madre te está llamando; desde aquí oigo sus gritos. Te va a pegar. Corre, vete.
Desde donde estaba, pudo, torciendo el cuerpo, arrojarle una piedrecilla que le dio en la cabeza.
«¡Qué bruto eres!».
-Pues vete. Si no te vas te pego.
-¡Qué bromas tienes!
-No es broma.
Rosa se fue. Felipe estaba serio, tan serio que parecía un señor mayor. Nunca, como entonces, se vieron en sus rasgos infantiles los firmes lineamentos del hombre. Detrás de su travesura asomaban los cuarenta años, con máscara grave de paciencia. Estaba tan atento a lo que iba a hacer, tan poseído de su ardiente anhelo y de curiosidad tan abrasadora, que ni la voz de su amo le habría distraído en aquel momento. Sentado en el suelo, con el tieso animal entre las rodillas, sacó una navaja del bolsillo, y ¡zas!... Ambrosio Paré, Servet, Andrés Vessle, ¿qué decís a esto? El cuchillo estaba bien afilado, y Felipe empezó con tacto y maestría. Su ardiente afán no le alteraba el pulso y supo desprender con serenidad la piel. Había en su espíritu misteriosas intuiciones de cómo se había de hacer aquello; antojábasele que ya lo había hecho otra vez... No, no eran enteramente nuevos para él los goces de aquel sangriento juego... Si jamás hizo aquello, sin duda lo había soñado alguna vez.
Corta por aquí y por allí. Antes de profundizar, quiere reconocer la boca, ¡Treinta dientes! Y ¡qué extraña la inserción de la lengua, y qué áspera y picona toda ella! Como que está erizada de púas... Ahora veamos ese dichoso parénquima. Ábrete cuello. Por aquí será... Ve el Doctor la cavidad laríngea y dice: «aquí es donde tienen los mayidos». Con la punta de su navaja reconoce durezas, discierne el cartílago del hueso y aparta tegumentos y músculos. Pone especial cuidado en no mancharse de sangre, y sabe respetar las arterias.
«Hola, hola, aquí tenemos los pulmones; son estas esponjas, estas cosas llenas de huequecillos... Me parece que este caballero y mi amo tienen la misma enfermedad. Pero no veo nada. ¿Y el parénquima? Será esto que está detrás. Pues ¿y esta canal? Por aquí va lo que comemos. Me parece que el corazón va por aquí. Por estos caños entra y sale la sangre. Sigamos la canal abajo. ¡El estómago! Ábrete, perro, ábrete. ¡Zas!... ¿De qué has muerto, gato? La sangre no corre. Está apelmazada, aquí en el corazón, y el estómago lo tienes negro... Tú no has comido en muchos días... ¿Y el solomillo donde está? ¡Zas!... Ahora con finura, para sacar el buche entero. ¿Qué es esto? Las asaúras serán. ¿Y para qué sirven?... Por estas cuerdas que andan por aquí, tirabas y aflojabas para correr... ¿Pero ese condenado parénquima dónde anda? Los bofes son estos. Esto es el respirar y el toser y el soplar. Por aquí arriba va la voz, el canto, el enfadarse... Corazón, échate a un lado; tú eres el querer, el llorar, el arrepentirse...».
La voz de Rosita sonó en lo bajo de la escalera.
«Felipe, tu amo te llama. ¿Qué haces?».
-Aguarda, mujer... no subas. Di al señorito que espere.
-Felipe.
-Dale.
-Felipe, que no seas majadero, que bajes.
Y él, sin hacer caso de nada, seguía su investigación ardiente, con curiosidad que le abrasaba el cerebro... ¡Si tuviera tiempo de abrir la cabeza para ver la crisma, donde está todo el intríngulis del pensar...!
-¡Felipe!
-¡Qué allá voy!
-Tú estás haciendo alguna cosa mala.
Apresuradamente trataba Felipe de arreglar el deshecho cuerpo del animal, poniendo cada cosa en su sitio, y tapándolo con la piel. Si él tuviera allí hilo y una aguja, de seguro, ¡re-contra!, lo dejaría en tal estado, que no se conociera la carnicería que había hecho. Pero no tenía enseres de costura... Tantas veces le llamó su amo, que al fin echó a correr...
«Dame agua para lavarme las manos» -dijo precipitadamente a Rosa.
-¡Ah!, ¡pillo!... ¿qué has hecho? Has descuartizado al pobre animalito.
-Agua.
-¡Verdugo!... vaya una gracia...
-Mujer... para saber lo que tenía... Agua.
-Le has hecho la utosia.
-No se dice utosia sino utopia... Agua.
-Ven a casa. Tu amo está furioso.
-¡Allá voy!
-¿Y de qué se ha muerto?
-Lo que te dije... del parénquima... Todo está allí clarito. El estómago se le había subido al pescuezo.
-Pobrecito.
-Y tenía las jieles metidas en la cabeza.
-¡Ay!
-Y la sangre cuajada con cada tubérculo que daba miedo... ¡Allá voy!
¡Vaya un réspice que le echó su amo por la tardanza! Era un holgazán, que siempre estaba jugando, y olvidado de sus obligaciones. ¡Oh!, si él no se viera amarrado en aquella cama! En cuanto se levantara le iba a despedir, sí señor, porque ya estaba cansado de él, de sus torpezas, de sus travesuras y de su charlatanería.
Felizmente, estos accesos de ira eran pasajeros. Felipe callaba, dejando correr el nublado. Bien sabía él que pasaría, y que lo normal del genio de Miquis era la condescendencia y bondad apacible. Y si no, ya tenía él recursos habilísimos para desenojarle, arbitrios de grandísima eficacia, aunque su amo estuviera en una de aquellas grandes crisis metálicas que le ponían de tan mal talante. Por la tarde, al volver de un recado, le dijo Centeno:
«¡Cuánta gente por esas calles! ¡Ah!, ahora que me acuerdo; he visto al Sr. de Ayala, aquel poeta de los bigotes largos...».
-¿Sí?
-Y me dio memorias para usted.
-¿Qué dices, hombre?
-No... no... me equivocaba. No me dio memorias, ni me dijo nada. Es que me miró de un modo particular, y a mí me pareció que me daba expresiones para usted.
Con estas cosas se reía Alejandro, y se disipaba su mal humor. Tras del enojo con Felipe, venía siempre entrañable amistad. El gozo de verle y tenerle a su lado era en tal manera vivo, que Miquis, cuando el Doctor estaba ausente, creíase privado de algo necesario a su existencia. Hacía elogios de su destreza, de su puntualidad, de su adhesión, y los vituperios de por la mañana eran a la tarde alabanzas sin término.
«Bien, bien, Felipe, te portas. Todo lo haces bien. Así me gusta. Si me muriera, te nombraría mi heredero; pero no me moriré... Eres un sabio y debías de llamarte Aristóteles».
Y desde esta ocasión no le nombraba de otro modo. A cada momento se oía: «Aristóteles, dame agua con azúcar... Aristóteles, frótame un poquito aquí, a ver si se me pasa este dolor de la espalda».