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El doctor Centeno: 16

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El doctor Centeno
Tomo I

de Benito Pérez Galdós


Pedagogía : XI

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Algunos días después de aquel, por tantos conceptos memorable, Doña Claudia notaba con asombro y pena que su hijo había perdido el apetito. Era cosa de llamar al médico; pero don Pedro, con malísimo talante, se opuso a tan descabellada idea diciendo: «Si las ganas de comer están ahora de menos, váyase por cuando han estado de sobra». Por las noches, no obstante su inapetencia, daba prisa para que le sirvieran la cena; despachábala en un santiamén, picando con el tenedor en este y el otro plato, probando más bien que comiendo, y parecía que le faltaba tiempo para echarse a la calle.

«Estoy muy abotargado -decía-, y necesito mucho, mucho ejercicio».

Más que pletórico, estaba nuestro capellán desmedrado y flatulento, como quien padece desgana o insomnios. Y era verdad que dormía poco, no cuidándose él ciertamente de halagar el sueño, sino más bien espantándolo con sus lecturas a deshora, las cuales a veces duraban hasta el amanecer. Habíase impuesto con rigor de anacoreta la prohibición de leer historias de guerras y conquistas, novelas, viajes y demás cosas incitativas de su espíritu activo; ayunaba de aquel pasto heroico, y para dominarse y flagelarse y someterse, apechugaba valeroso con los alimentos más desabridos de la literatura eclesiástica. Por desgracia suya, pronto le faltaron las fuerzas para esta cruelísima penitencia. Ni La Rosa mística desplegada, ni el Imán de la gracia, ni el Mes de San José, ni otras obras insípidas que tenía en su biblioteca, sin saber bien cómo habían ido a ella, privaron por mucho tiempo en su espíritu. Hastiadísimo, las confinó a un hueco de su estante, donde probablemente estarían intactas hasta la consumación de los siglos.

Los grandes místicos se acordaban mal con su viril temperamento hostigado de inclinaciones humanas. No les comprendía bien. Las sutilezas admirables de que tales libros están llenos no le cabían a él en su tosco cacumen, molde de resueltas acciones más bien que de alambicados pensamientos; ni tampoco tenía gusto literario bastante fino para poder saborear el gallardo y elegante estilo de aquellos buenos señores. Los poetas sagrados se le sentaban en el estómago (pase esta frase vulgar que él usaba con frecuencia), y los versos de monjas le daban náuseas. No hallando a dónde volver los ojos en el terreno de las lecturas, se amparó de la Biblia. El Antiguo Testamento, sobre ser cosa muy santa, es poema, historia, geografía, novela, poesía, drama, y la riquísima serie de sus relatos sencillos enciende la imaginación, aviva el entusiasmo, embelesa, suspende y anonada. Para llenar aquellos tristes vacíos de sus insomnios, Polo cogía el Génesis, el Éxodo, los Números, los Jueces y se deleitaba con lo mucho que allí hay de trágico y sublime, con las guerras, las intrigas, las conspiraciones, las conquistas, las batallas, los grandes sacrificios, las violencias, los hechos inmensos, los colosales crímenes y virtudes que allí se cuentan. Aquel estilo sobrio en que la frase parece producto inmediato del hecho que la motiva, estaba en armonía preciosa con el genio esencialmente activo de Polo. Porque él tenía en su espíritu el germen de los hechos, lo que podríamos llamar impulso histórico, impulso y germen que, aunque comprimidos por las contingencias de tiempo y lugar, tenían cierta vida sofocada y dolorosa en el fondo de su alma.

Refiere Felipe Centeno que uno de aquellos días, hallándose en el comedor limpiando cubiertos, Doña Marcelina contaba con misterio a la señora del fotógrafo una cosa estupenda y un si es no es horripilante. A media noche, la señora había sentido la voz de su hermano, que gritaba con palabras descompuestas. Creyó al principio que hablaba dormido; mas como sintiera los pasos de él, sospechando que estaba enfermo, se levantó. Despavorido, cual si se viera rodeado de fantasmas, salió el mísero capellán del cuarto, los ojos inyectados, el habla torpe, los brazos trémulos, inseguro y vacilante el pie. La vista de su hermana le serenó un tanto, volviendo al cauce normal su razón desbordada; dejose conducir al lecho, y al sentarse sobre él, después de un breve espasmo, durante el cual pareció resolverse la crisis, dio un suspiro, se pasó la mano por la frente, y entre fosco y risueño dijo estas palabras: «El león dormido cayó en la ratonera: despierta y al desperezarse rompe su cárcel de alambre». Marcelina contaba a su amiga estos disparates, vacilando entre reírlos como ocurrencias o condenarlos como señales de extravío mental. La digna esposa del fotógrafo, que tenía sus puntas y recortes de médica, tranquilizó a Marcelina con estas sesudas palabras:

«Eso no vale nada. Pero conviene prevenir... Créeme: tu hermano debe sangrarse».

Precisamente en la mañana que siguió a aquella noche, fue cuando el Doctor se espantó de ver a su amo; ¡tan desfigurado estaba! Era su rostro verde, como oxidado bronce. Sus ojos, que tenían matices amarillos y ráfagas rojas, recordaban a Centeno la bandera española, y sus labios eran del color de la tela con que se visten los obispos. Tuvo tanto miedo Felipe, que no se atrevió a ponérsele delante. Aquella mañana don Pedro no quiso celebrar misa. Mandó un recado a las monjas diciendo que estaba malo, y malo debía de estar, pues no probó bocado en todo el día, desairando las fruslerías selectas que para engolosinarle inventó Doña Claudia.

Pero, no obstante su enfermedad, si alguna había, bajó a la clase y fue más cruel y exigente que nunca. ¡Día de luto, día de ira! Las lágrimas que corrieron fueron tantas, que con ellas se podrían haber llenado todos los tinteros, si alguien intentara escribir con llanto la historia de la desventurada escuela. Hasta los ojos de D. José Ido contribuyeron con algo al crecimiento de aquel caudal tristísimo. Los chichones que se levantaban en esta y la otra cabeza fueron tantos que era una erupción de cráneos. Las orejas crecían por pulgadas, y poco faltó para que hubiera piernas rotas y espinas dorsales quebradas por la mitad. D. Pedro, aquel constructor de jorobas intelectuales, quería desfigurar también los cuerpos. Tenía como un furor de odio y venganza. Creeríase que los muchachos le habían jugado una mala pasada teniéndolo por maestro. Doce o catorce se quedaron sin comer. Felipe estuvo aterradísimo todo el día, y evitaba el mirar a su amo y maestro. También él se quedó en ayunas, y en su mísero cuerpo no hubiera sido posible poner un cardenal más; tan bien ocupado y distribuido estaba todo.

Por la noche cuando se acostó, después de haber jugado un poco al toro, dando testarazos a las imágenes, soñó diversas cosas terroríficas. Primero: que D. Pedro era el león de San Marcos y se paseaba por la clase fiero, ardiente, melenudo, echando la zarpa a los niños y comiéndoselos crudos, con ropa, libros y todo; segundo: que D. Pedro, no ya león sino hombre, iba al convento y castigaba a las monjas cual hacía diariamente con los alumnos, dándoles palmetazos, pellizcos, nalgadas, sopapos, bofetones y porrazos, poniéndoles la coroza y arrastrándolas de rodillas.

Otra mañana, cuando limpiaba el cuarto del señor, vio en el suelo pedacillos de papel. Sin duda D. Pedro había pasado la noche escribiendo cartas. Alguna le había salido mal y la había roto, pero los trozos eran tan chiquirrititos que apenas contenían un par de sílabas. La vela estaba apurada, señal de haber pasado el señor capellán la noche de claro en claro... Para que todo fuera extraño, llegó también un día en que D. Pedro estuvo tolerantísimo y hasta afable con los muchachos. No solamente dejó de pegar y tuvo en paz las manos en aquel venturoso día, sino que a cada momento amenizaba las lecciones con chuscadas y agudezas. ¡Qué risas! Nunca fueron humanas gracias más aplaudidas, ni con mayor plenitud de corazón celebradas. Aún no había abierto la boca el maestro, y ya estaban todos muertos de risa. Humanizada la fiera, perdonaba las faltas, alentaba con vocablos festivos a los más torpes, y los aplicados recibían de él sinceros plácemes. Hasta Don José Ido se permitió unir su delgada voz al coro de los chistes, diciendo algunos que no carecían de oportunidad.

Para que en todo fuera dichosa aquella fecha, D. Pedro comió vorazmente; pero estaba tan distraído en la mesa, que no contestaba con acierto a nada de lo que su madre y su hermana le decían. Cuando se levantó para fumar, puso bondadoso la mano sobre la despeinada cabeza de Felipe, y dijo estas palabras, que el Doctor oyó con arrobamiento:

«Es preciso hacer a Felipe algo de ropa blanca».

Centeno, que mejor que nadie sabía cuán grande era su necesidad en aquel ramo importante del vestir, no tuvo palabras para dar las gracias. ¡La gratitud le volvía mudo!

«¡Se le hará!» -afirmó Doña Claudia, mirando embobada a su hijo, pues desde que empezaron aquellos desórdenes orgánicos, la madre no cesaba de leer atentamente a todas horas en la fisonomía del capellán, buscando la cifra de sus misteriosos males.

-Es preciso que te sangres, Pedro -dijo Marcelina, mirándole también con perspicaz cariño.

-Sí, hijo, sángrate, sángrate.


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Fin: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIIIFin del fin: I - II - III - IV - V - VI