El doctor Centeno: 22

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El doctor Centeno
Tomo I

de Benito Pérez Galdós


Quiromancia : IV[editar]

Cuando la criada de la tiíta Isabel abría la puerta, lo primero que se veía... Hablemos con claridad: allí no se veía nada hasta que el visitante se iba acostumbrando a la oscuridad, hasta que sus ojos, ávidos de ver, no pescaban, digámoslo de este modo, en el fondo de las tinieblas este o el otro objeto para sacarlo al espacio visible. Antes que tal fenómeno ocurriera, y no ocurría jamás sin gran trabajo y paciencia de la retina, el visitante percibía gratísimos olores de plantas aromáticas, tomillo, mejorana y orégano, de tal manera fuertes, que se creía en la puerta de un establecimiento de herbolario... Después que había olido bien, empezaba a ver, y lo primerito era una pareja de gatos, grandes, gordos, manchados, saltones. Se daban a conocer primeramente por sus dorados ojos, algunas veces con reflejos verdosos como los del fondo del mar, y luego se distinguían sus blandas piruetas y sus escurridizos rabos. En la sala, repentino contraste; mucha luz esparcida y un no sé qué de regocijo. Allí aparecía otra vez la familia gatesca, aumentada con dos o tres chiquitos y muy monos, y reforzada con vivaracho perrillo, el cual no cesaba de ladrar o de rezongar enfadadísimo, debajo de un mueble, todo el tiempo que duraba la visita.

La sala tiene que ver. El que no sepa guardar las formas respetuosas que exigen ciertos lugares consagrados por el tiempo y la virtud, que se vaya a la calle, y me deje solo. Solo y extático contemplaré el nogal de aquellos sillones y mesas, bruñido por la edad y el aseo, nogal que salió de los primeros árboles que dieron cosecha de nueces en el mundo. Admiraré aquella madera tan fregoteada, que algunas cosas de mérito se hallan deslucidas y feas de puro limpias.

¿Quién no hace una reverencia a aquel paleográfico sofá, interesantísimo, pintado que fue de rojo y oro, con patas curvas y dos respaldos tiesos con cojincillos de tela encarnada, pieza de tal forma, que el que se apoyara sin estudio en cualquiera de sus costados, corría peligro de romperse un codo? Bargueño y tablas que en esta pared estáis, ¿quién os lavó tanto que os quitó la mitad de la pintura y casi todo el dorado, dejándoos en los huesos? Los candeleros de oro echan chispas de sus repulidas facetas, y hasta la estera de junco, amarillosa con golpes rojos, parece que se compone de varillas metálicas, según lo lustrosa que está... Veamos esas láminas. Sus rótulos nos dirán lo que representan. Diana, hallándose con sus ninfas en el baño, sorprende y descubre el estado interesante de la ninfa Calisto... Juno convierte a Calisto en osa... Matilde, hermana de Ricardo Corazón de León, desembarca vestida de monja en la Tierra Santa... Matilde ve a Malek-Adhel... Malek-Adhel roba a Matilde y echa a correr con ella por aquellos campos... A esta otra parte hallamos algo más que admirar: Vista de Mahón y sus fortalezas... Muy bien. Pero lo que más nos cautiva es una miniatura sobre marfil, monísima, graciosa de contornos y trasparente y fina de color. Es retrato de esbelta y delicada joven, como de quince años, de negros ojos y ensortijado cabello. Su talle es alto, muy alto; su cuerpo enjuto, enjutísimo. Con su mano derecha nos muestra una rosa, tamaña como un cañamón, y en la izquierda tiene un abanico semiabierto, en el cual se lee su bonito nombre: «Isabel Godoy de la Hinojosa». La fecha está borrada.

El gabinete que con la sala se comunica podría llamarse bien el museo de las cómodas, porque hay tres... ¿qué tres?, al entrar vemos que son cuatro, y de diferente forma y edad, siendo la más notable una panzuda, estilo Luis XV, pintada de rojo y oro. Su vecina es de taracea y ambas ostentan encima cofrecillos y algún santo vestido con ropita limpia, búcaros con flores y un tocador de aquellos que tienen el espejo montado a pivote sobre dos columnas. Almohadilla con muchos alfileres y agujas no faltaba en otra de las cómodas, la cual sostenía también un camello de porcelana cargado de un montón de botellitas y copas de limpio cristal.

Brasero de cobre sobre claveteada tarima ocupaba el centro del gabinete; pero no le veríais lleno de frías cenizas ni de brasas ardientes, pues jamás, ni en invierno ni en verano, sirvió para calentar la habitación, sino que hacía diariamente el papel de búcaro, ostentando un gran ramo de hierbas olorosas y algunas flores. Era pebetero más que estufa. En vez de calentarse con fuego, sin duda la habitadora de aquel recinto se confortaba con aromas y se templaba con poesía.

Ya llega; vedla salir por la puerta de su alcoba, y venir afable y obsequiosa a nuestro lado... ¡Admirable figura la suya! Sólo el que en absoluto esté privado de memoria, podría dejar de recordarla. Tenía el cabello enteramente blanco y rizado, los ojos oscuros, alegres y amorosos; era delgada, derecha como un huso, ágil, dispuesta, y más que dispuesta, inquieta y con hormiguilla. Su edad era mucha. Decía Alejandro que su tiíta era contemporánea del protoplasma, para expresar así la más larga fecha que cabe imaginar. Lo que puede decirse en corroboración de esto, es que la señora era una de esas naturalezas escogidas que han celebrado tregua o armisticio con el tiempo, y que tienen el don de prolongarse y conservarse momificadas en vida para dar qué decir y qué envidiar a dos o tres generaciones. Quién le echaba noventa años, quién sólo le contaba setenta y seis, y no faltaba algún computador que ponía ciento y un pico. Cualquiera que fuese su edad, era gran maravilla cómo sabía conservar su salud y sus bríos. Hay jóvenes de veinte años que si se sentaran y se levantaran y dieran las vueltas por la casa que daba esta señora al cabo del día, caerían rendidas de cansancio. No le hablaran a ella de estarse quieta. Sin movimiento y vaivén constante no podía aquella señora vivir. Tenía la ligereza de la ardilla y algo de lo impalpable y escurridizo de la salamanquesa. Entraba y salía por aquellas puertas sin hacer ruido alguno, y sus pasos no se sentían. Calzaba zapatillas con suela de fieltro, y su cuerpo, más que compuesto de huesos y músculos, parecía un apretado y enjuto lío de algodón en rama. Su cara, como observó muy bien Felipe, era cual las de las muñecas de barniz, con un rosicler que la cogía toda, y extraordinario lustre. Por don especial de su naturaleza, aquel lustre purísimo le disimulaba las arrugas, y su estirada piel se había endurecido tomando aspecto de porcelana. Atribuía ella esta virtud a la costumbre de lavarse y fregotearse bien con agua fría y jabón de Castilla todas las mañanas, y darse luego unos restregones que la ponían como un tomate. Se envolvía la cabeza con un pañuelo de yerbas, cruzándolo y anudándolo con cierto arte a estilo vizcaíno, dejando ver parte de sus cabellos blancos y ensortijados como el vellón del Cordero Pascual.

Tenía un fanatismo que la avasallaba, el de la limpieza. Su vida se distribuía en dos clases de ocupaciones, correspondiendo a una división metódica del día en dos partes. Por la mañana consagraba tres horas a la parroquia de San Pedro, donde se oía cuatro o cinco misas. Desde que tornaba a su casa hasta la noche, pasaba invariablemente el tiempo limpiando todo, frotando el nogal de los muebles, lavando con un trapito las imágenes de madera y los cristales de los cuadros, persiguiendo el polvo hasta en los más recónditos huequecillos, dando sustento a los pájaros y limpiándoles los comederos, las jaulas y los palitos en que se posan, regando las flores de sus amenos balcones. Esto no había tenido variación en muchísimos años, ni lo tendría hasta el acabamiento de doña Isabel Godoy de la Hinojosa. La limpieza general se hacía diariamente. Ya no era costumbre, era una dogma. Tenía doña Isabel una criada, de edad madura, de toda confianza, y entre ambas se repartían el trabajo por igual. Doña Isabel barría también, sacudía, estropajeaba, llevaba muebles de aquí para allí, y metía sus activas manos en todo.

¡Comer!... Aquí viene uno de los aspectos (para hablar el lenguaje de la Historia), más notables del carácter de la Godoy. El aseo, llevado al frenesí, se manifestaba en ella paralelamente a los escrúpulos en materia de alimento, de tal modo, que no entraba por la boca de aquella dama cosa alguna que no aderezara ella misma; pues ni de su criada, más que criada amiga, se fiaba para esto. No comía carne de vaca porque, siendo este artículo de muy poco o ningún uso en la Mancha, su patria, siempre lo miró con repugnancia. Cuando se dignaba admitir en su cocina medio cabrito, o recental, o bien gorda gallina, lo lavaba tanto y en tantas aguas, que le hacía perder toda sustancia. El vino no lo probaba por ser de las cosas más sucias que existen. El pan de las tahonas... vade retro. El ordinario de Quintanar le traía mensualmente hogazas duras y bollos y tortas, con otras cosas de que se hablará más adelante. En el chocolate ponía ella todo su esmero, porque era lo que le gustaba más y lo único que tomaba con deleite. No compraba nunca el de los molinos y fábricas porque se compone de mil ingredientes nocivos o asquerosos; lo que hacía era llevar un mozo a la casa para que le librara la tarea de cuatro meses, y ella le inspeccionaba, sin quitarle la vista de encima, por si se atravesaba una mosca o se le caía al buen hombre de la trabajadora frente alguna gota de sudor... Luego hacía ella misma la onza de cada mañana en una cocinilla de espíritu, y ponía en esta operación un cuidado, un esmero, que ni el del sacerdote, al manejar el pan eucarístico, se le igualara. Acompañaba el chocolate, no de mojicones, no de bizcochos traídos de las tiendas, sino de unos como piruétanos o cachirulos que le mandaban las monjas Franciscas del Toboso.

Delicadísima y llena de ascos en materias de comer, doña Isabel no podía pasarse sin los manjares y golosinas de su tierra. Era de esas personas refractarias a la adaptación alimenticia, y que por do quiera que van han de llevar el bocado con que las criaron. Su olla era enteramente castellana por los cuatro costados, y en vez de sopa, comía todos los días gachas, preparadas según el más puro rito manchego. No las hacía de harina de trigo, sino de titos, que es un guisante pequeño, y en los días grandes añadíale el tocino, el hígado de cerdo bien machacado y siempre bastante pimienta y orégano. Esta olorosa especia sazonaba y aromatizaba todos los guisos de la cocina de doña Isabel. Su aroma, juntamente con el de otras hierbas, llenaba la atmósfera de la casa. Es preciso añadir, para que no pierdan las gachas su carácter, que doña Isabel, fiel a los manchegos usos, no las comía con cuchara, sino con rebanadas de pan y en la misma sartén.

El ordinario de Quintanar, que paraba en la posada de Ocaña, surtía mensualmente a la Godoy de diferentes artículos del país, sin los cuales infaliblemente la señora se habría dejado morir de inanición. ¡Ella comer cosas de este Madrid puerquísimo...! Además de la harina de titos, el ordinario le traía las indígenas tortas de manteca, hojaldradas, con sabrosos chicharros dentro; traíale también grandes cántaros de mostillo y arrope del mejor que se hace en Miguel Esteban, queso del campo de Criptana, bizcochos de Villanueva del Gardete, bañados y tiernísimos, que tienen fama en toda España. Pero lo más importante que recibía la Godoy era el lomo, frito y en manteca, de modo que con él se improvisaba un principio en un decir Jesús. También se lo mandaban en la forma que llaman rollos, envuelto en masa de harina y aceite, y acompañado interiormente de huevos, chorizos y jamón.

Con estos elementos aderezaba diariamente la señora su comida. En Cuaresma hacía lo que llaman por allá un ajillo de patatas, y el día del Corpus, por ser costumbre inmemorial e infalible en la tierra, no podía faltar en su mesa arroz con cordero. Hasta los postres venían del Toboso o del Quintanar por mano de aquel bendito ordinario. Consistía en el manjar más inocente del mundo, que de ordinario sirve para sustento de los pajarillos: cañamones tostados. A la señora le gustaban mucho, y ningún día, a no ser los de gran ayuno, dejaba de comerse una docena. Las Trinitarias del Toboso solían mandarle almendras garrapiñadas, que era su especialidad. Con ser manchega de pura raza y tener sus propiedades arrendadas para el cultivo del azafrán, doña Isabel no usaba nunca esta droga tintórea. Por las infusiones teínas de diferentes hierbas tenía verdadera pasión, y un surtido y acopio tan abundantes que le faltaba poco a la casa para ser la más completa herbolería. No se acostaba sin tomarse un tazón de salvia o de manzanilla, según los casos, a veces de hierba-luisa. Jamás probó el té chinesco, y el café no lo conocía más que de nombre.

La criada, que desde luengos años la servía, era una mujer de bastante edad, toda cargada de refajos verdes y amarillos, y con gran moño de trenza, atado con cordón que terminaba en el huesecillo que llaman higa, para librarse del mal de ojo. La comunidad de vida con doña Isabel habíala asimilado pasmosamente con esta. Pegáronsele primero los escrúpulos, luego los gustos, las costumbres, y por último, el modo de hablar y hasta la fisonomía... Últimamente, eran como amigas, y todo era en ellas común, el trabajo, la comida, los rezos y hasta los pensamientos.

Sólo el que frecuentara la casa habría podido separar bien aquellos dos rostros y caracteres, destruyendo la aparente combinación o cambio molecular que entre ellas había, y dar a cada una lo suyo, presentando a Teresa cual mujer sesuda, grave y de bien sentados razonamientos; haciendo ver, por el contrario, en doña Isabel un cerebro soliviantado y dentro del cual parecía que trinaban con más gusto que en sus jaulas todos los verderones y jilgueros que en la casa había.



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Quiromancia: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X

En aquella casa: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IXPrincipio del fin: I - II - III - IV - V - VI - VII
Fin: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIIIFin del fin: I - II - III - IV - V - VI