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El doctor Centeno: 34

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El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


En aquella casa : VI

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El caballero manchego, cuya primera hazaña había sido arrancar a la historia la figura de El Grande Osuna para vaciarla en un molde dramático, estaba cada día más triste, por motivos que no eran de arte. A medida que iba gastando lo que le diera su tía, más se aplanaba su ánimo, y no por la idea de que el tesoro se acabase, sino por los remordimientos que el gastarlo tan sin sustancia le cansaba. Pasado algún tiempo desde la famosa noche de la calle del Almendro, parecía que se enfriaba su caldeado cerebro permitiéndole ver la verdad de aquel peregrino caso. Su tiíta estaba loca, y él, recibidos los dineros, debió ponerlos a disposición de su padre. No lo había hecho por afán de satisfacer gustos y deseos irresistibles de la niñez y de la juventud... Había hecho uso de lo que casi no era suyo, de un caudal venido a sus manos por caminos torcidos... Pero el hervor de su sangre y el iluminismo de su mente habían podido más que su conciencia. Tener dinero era para él como la razón de ser del vivir, mejor, como la florescencia, el fruto y flor de la vida. Carecer de ello era asemejarse a un árbol que no tiene más que raíces, leña y hojas, pero que nunca se viste de flores ni se engalana de fruto alguno. ¡Disponer, pues, de aquella savia social y no nutrirse de ella, no cubrirse de la hermosa gala de la vida, pudiendo hacerlo; no dar a los labios el auténtico sabor de humanidad, teniéndolo tan a la mano!... ¡oh!, ¡esto era superior a su conciencia de hombre, a su respeto de hijo! En el estado actual del mundo, la vida sin moneda es una vida teórica, un mecanismo fisiológico, que hace de los hombres muñecos para divertir a los verdaderos hombres, a los que están provistos de aquel jugo vital. Es menester remontarse a la época del pastoreo para imaginar al hombre indiferente a las ideas de tuyo y mío, y considerarle como tal hombre a pesar de la mutilación de esa víscera que se llama bolsillo. Esto pensaba Miquis, y añadía Cienfuegos que no era mutilación la voz propia, sino que aquella entraña estuvo mucho tiempo en forma rudimentaria, y así siguió hasta que el uso hizo de un elemento orgánico un verdadero órgano.

¡Pobre Miquis, qué cosas pensaba para disculparse a sí mismo y atenuar la falta que le atormentaba! Y derretía el dinero de lo lindo, más en el prójimo que en sí mismo. Era en esto secuaz ardiente del Evangelio. Desde que un amigo se veía en apuro, lo que pasaba un día sí y otro no, ya le faltaba tiempo a Miquis para ir a socorrerle. Muchos, ¡tales traiciones tiene la amistad!, fingían penurias para sacarle algo y gastarlo en francachelas. En la cómoda tenía los billetes, y conforme iba necesitando jugo, iba sacando de aquel depósito, sin enterarse de lo que salía ni de lo que quedaba.

Porque Miquis, dirémoslo claro, era refractario a la cantidad. Así como el aceite sobrenada en el agua sin penetrar jamás en ella, así la idea de cantidad flotaba sobre el espíritu de Alejandro, saturado de poesía, de ideales. Si teóricamente distinguía bien la idea de 100 de la de 10, en el tráfago del vivir, cuando aquellas cifras eran cosa monetaria, venían a resultar indistintas, como los tamaños y forma de las nubes. ¡Ay, cómo resbalan en vuestras rosadas manos, oh Musas locas, estos pedazos de papel, hechura de los modernos Bancos, y que casi todos llevan impresos, como signo de ir a prisa, los alados borceguíes de vuestro hermanito Mercurio!

Porque habíais de ver al célebre manchego entrando en una y otra tienda para comprar cosas que, a su parecer, le hacían falta, y metiéndose en las librerías para adquirir todo lo nuevo y bonito, obras de lujo que maldita falta le hacían, y que vistas una vez no servían para nada. En los puestos de libros dejó también mucho dinero, porque no había autor clásico o romántico, español o extranjero, que él no quisiera tener. Para enterarse bien de todo lo que compraba, necesitaría la vida eterna.

Pero la mayor parte de sus caudales no tomaban el camino de las librerías. Iban presurosos hacia otra parte, llevados por magnética o nerviosa corriente... ¡Pobre Alejandro! Sus compañeros de casa conocían bien el género de vida que llevaba, y los unos con interés y lástima, los otros con desdén y mofa, hacían comentarios mil y también tristísimos augurios:

«Es un perdido. ¡Qué lástima de talento!...».

-Corazón demasiado grande y jamás harto de sensaciones... ¡Pobre Alejandro! Se consume en su propio fuego.

-Es un tontaina... Cualquiera lo engaña... Pero de esta las pagará todas juntas, porque me parece que se lo llevan en vilo.

El bondadoso Zalamero le disculpaba diciendo: «se detendrá a tiempo», Poleró le zahería, Arias y Guevara le desollaban. El informal Cienfuegos afectaba un interés fraternal por Alejandro, y lo expresaba así: «le voy a coger de una oreja y a sujetarle... ¡vicioso! Yo le quiero mucho, y no puedo dejarle que corra al abismo... Verán, verán ustedes...». Pero con tanto hablar no hacía nada, y era el primero que, a solas con él, disculpaba sus errores.

Por su parte, Miquis se mostraba cada vez más esquivo con sus compañeros. No iba de tertulia al cuarto de ninguno de ellos, había cerrado el suyo a las reuniones tumultuosas de las tardes, y muchos días faltaba a comer, lo que ponía en gran confusión y sobresalto al ama de la casa.

«Este don Dulcineo del Toboso arruinará a su padre -decía-. No estudia y gasta el dinero que es un primor. ¡Pobre padre!».

Algunas veces, cuando le pillaba solo y en buena ocasión, se permitía exhortarle y sermonearle con cariño. Era buena Virginia y gustaba de hacer de madre con los huéspedes.

«Pero D. Alejandro... está usted muy echadito a perder. Su papá haciendo tanto sacrificio, y usted aquí gastándole el dinero, y lo que es peor, sin estudiar... Porque dicen que usted no coge un libro de los de clase, y es lástima, porque otro de más disposiciones... Dice D. Basilio que usted es el de más talento que hay en la casa. ¿Y de qué le sirve? Porque eso de las comedias... desengáñese usted, niño; eso no da de comer... Y sobre todo, no sea usted perdido, no gaste usted su salud. En Madrid hay mucha perdición. ¡Pobres chicos, y cómo caen en las trampas que les arman por ahí! ¡Qué bribonadas!, crea usted que me pongo furiosa. ¡Cuándo habrá un Gobierno, señor, un Gobierno que haga una buena limpia de gentuza, una buena redada en que ningún pájaro se escape...! Los padres lo agradecerían. Anoche estábamos hablando de esto y el Sr. Caña decía que tengo razón... Con que don Dulcineo, no sea usted malo. ¿Se va usted a enmendar? ¿Me lo promete usted?... Dice que sí, y después como si tal cosa... A ver, sea usted franco conmigo, ¿qué gusto encuentra usted en ser malo? ¿No se cansa, no se aburre?... Porque a otros engañará usted, haciéndose pasar por un santito; pero a mí no. A ver, dígame, confiese, tenga conmigo franqueza... yo no lo he de decir a nadie. ¿En dónde se pasa las noches? ¿Por qué viene usted a casa a las tantas de la mañana? ¡Ah! Si fuera usted hijo mío, a bofetones de cuello vuelto le enderezaba».

Atendía sonriendo el estudiante a estas razones, y parecía estar conforme con ellas. Sin duda había en su alma propósitos de enmienda... Y en prueba de ello, viósele algunos días bastante corregido; entraba temprano, iba a clase; pero lentamente volvió a las andadas y a su miserable vida.

Su capital mermaba rápidamente, creciendo en igual grado sus remordimientos. Cuando pensaba en la ira de su padre, entrábanle congojas. Era D. Pedro Miquis de carácter violento, y ¡como llegara a entender el uso que había hecho su hijo del dinero recibido de una loca...! Falta grave, delito más bien, había cometido Alejandro. Con ninguna argucia podía disculparse ni acallar su conciencia, y cuando el dinero se acababa, cuando volvían, anunciadas por lúgubres síntomas, las escaseces, iba faltando ya el atenuador de los remordimientos, que era el dinero mismo y los goces que proporcionaba.

Una carta de su padre le puso en grande zozobra. «Me han asegurado -le decía-, que te estás dando vida de príncipe. Haz el favor de explicarme esto». Cobarde para afrontar la verdad, negó, y a poco le escribía su padre: «Trata de averiguar con buenos modos si la tiíta ha realizado una cierta cantidad de juros, etc.... Es lástima que intereses de cuantía estén en manos de una demente...».

Para ahogar la pena que esto le causaba, érale preciso engolfarse en el arte, sumergirse en sus ondas purísimas y engañar la imaginación con soñados triunfos y delicias. Como otros lo están de vanidad, estaba él hinchado de optimismo. El Grande Osuna se representaría aquella temporada. Dudar esto sería como no ver la luz del sol. Teníalo Alejandro por tan seguro como si viera la obra en los carteles. ¿Y qué más? Siempre que leía un periódico, se asombraba de que no anunciaran ya el estreno las gacetillas, y deploraba lo mal montado que está el servicio de noticias teatrales. Siempre que sonaba la campanilla de la casa salía presuroso, creyendo que era un recado del empresario llamándole. El curso de uno y otro día sin cartas, sin gacetilla, sin recado no le quitaba su dulce ilusión... Compadecía a los que no eran autores de El Grande Osuna, y a Madrid por lo mucho que tardaba en gozarlo.

Pues bien: representada la obra, había de tener inmenso éxito. Esto era como el Evangelio. Le daría mucho, muchísimo dinero... Con este capital tendría lo bastante para reintegrar a su padre el dinero de la loca... ¡Hermoso plan!, y podría hacerlo sin que su padre se enterase de nada. ¡Vaya una cartita que le pondría! «Mi querido papá, ayer me entregó la tiíta diez y seis mil doscientos doce reales... etc. Usted me dirá cómo se los envío, o si los entrego a...». Lo más bonito era que después de este rasgo de honradez y respeto filial aún le habían de quedar muchos cuartos para seguir divirtiéndose... ¡Y luego!... Si tenía ya pensada otra obra que iba a poner en el teatro en cuanto se representara El Grande Osuna... ¡Vaya una obrita! Se había de llamar El condenado por confiado, y era cosa sublime: un señor de horca y cuchillo que se hacía fraile, y después de hecho fraile se enamoraba de una monja... En fin, había allí tela, y honda materia dramática, religiosa y hasta filosófica... Con los inefables placeres mentales de la gestación se consolaba el infeliz de sus dolores morales y físicos.

Físicos, sí, porque empezaba a padecer cruelmente de una como debilidad general con desvanecimientos de cabeza. La tos penosísima le quitaba el sueño; no apetecía más que golosinas, y se alimentaba con caramelos, café y fruta. Para que la depravación de su paladar fuera completa, hasta llegó a aceptar invitaciones de su tía, y se hartaba de gachas, cañamones y bebía tazones de salvia. Por grandes que fueran sus sufrimientos, nunca tuvo aprensión ni miedo a la muerte. Su optimismo lo llevaba hasta creerse poco menos que exento del fuero de la Parca; y el hábito de mirar cara a cara la inmortalidad, inspirábale confianza en su existencia carnal, y con la confianza el deseo de comprometerla a cada instante. Por esto dijo tantas veces: «la pulmonía que a mí me ha de matar no se ha fundido aún».


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