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El doctor Centeno: 25

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El doctor Centeno
Tomo I

de Benito Pérez Galdós


Quiromancia : VII

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Desde que Muñoz y Nones le dijo: «La cosa es hecha; esto es claro como la luz del mediodía; la semana que entra le traigo a usted su dinero», doña Isabel creyó oportuno comunicar su vengativo pensamiento al bueno de Alejandro, el cual lo tuvo, justo es decirlo, por el más disparatado que podía nacer en humano cerebro. Ya tenía él vislumbres de que, en el de su tiíta, la cantidad de seso iba mermando rápidamente; pero al llegar a aquel caso, lo juzgó completamente vacío. Cosa más inverosímil y absurda no había él oído jamás. Se avenía bien aquello con la casa de su tía, y con la persona de esta, persona, casa, trato y aliños en que todo semejaba embrujamientos y hechicerías. Mas como era tan en provecho suyo la locura que la dama iba a cometer; como en tal ocasión estaba escasísimo de dinero y sólo abundante de compromisos, deudas y necesidades, no tuvo nada que decir contra la generosa oferta. Eso sí, cuando la Godoy le puso por condición el honrado y juicioso empleo del dinero, hizo él votos solemnes de consagrarlo a su mejoramiento social y educativo... ¡Pues a fe que era poco formal! En la vida más se le vería en los cafés, y todo el que lo quisiera ver que le buscara en las bibliotecas, en las cátedras y por las noches en algún salón de embajada o en cualquiera palaciega tertulia, donde el trato de finísimas damas perfilara sus modales.

-Eso, eso, eso -dijo la tiíta con crédulo alborozo-. Si no lo haces así, perdemos las amistades. Ya ves, sería un cargo de conciencia... Bueno, pues la semana que entra... ¡Caballito del diablo, arre... arre!

Al decir esto, la aristocrática manchega no se estaba quieta, sino que iba de un paraje a otro de la sala, sin dirección ni tino, trémula y como picada de la tarántula. Sus brazos hacían la mímica de apartar algo que revolaba en su alrededor, y sus ojos echaban unos reflejos plateados y verdosos que habrían dado a Miquis mucho miedo si este no hubiese visto repetidas veces a su tiíta en aquel lastimoso estado.

Ahora se comprende el desasosiego que tenía Alejandro en los días que mediaron desde la promesa de su tía hasta la realización del donativo. Estaba el infeliz muchacho como el que padece obsesión, pensando siempre en aquella fortuna que se le ofrecía, lleno de dudas y congojas. Porque el dinero le venía como aguas de Abril, y si después de prometérselo resultaba que todo era un estrafalario juego de los derretidos sesos de su tía... Si el metal venía a su poder, creeríase el más venturoso de los nacidos; si todo era una burla, ¡qué horrendo desengaño! Por esto en la noche del sábado no se le podía sufrir: tan caviloso y pesado estaba. Sin explicar el motivo de su pena, a todos los que cogía a su lado nos decía que le tomáramos el pulso, porque tenía fiebre.

-Y quién sabe -decía-. Puede ser que la semana que entra no me cambie por el duque de Osuna.

Vino el domingo, memorable por el entierro de Calvo Asensio, y en la mañana de aquel día fue con Cienfuegos al Observatorio, y ocurrió aquello del horóscopo y el encuentro de Centeno y el recado que este llevó... Volviendo a la casa de la calle del Almendro, se dirá que el sábado recibió doña Isabel, de Muñoz y Nones, la suma producida por la venta del papel que la Hacienda reintegraba en pago de la secular deuda. Llevose el notario su parte, y de lo restante hizo doña Isabel dos, que, bien separaditas, guardó en el lugar de los secretos, tabernáculo de dulces memorias, que era un cajoncillo situado en la tercera gaveta de la cómoda panzuda. El domingo por la tarde, cuando abrió su balcón para ver qué tal iba la cosecha de higos, vio un desalmado chico que desde media calle la miraba. ¡Insolente! A poco rato llamaron. La señora leyó la carta de su sobrino, en la cual, con expresivas y francas razones, inspiradas en la verdad, le hacía ver que la pingüe oferta nunca como en aquella ocasión sería tan feliz y oportuna si se realizaba. La misma doña Isabel salió al recibimiento a decir a Felipe:

-Di a mi sobrino que sí, ¿entiendes?, que sí, y que puede venir cuando quiera.

Como exhalación corrió Centeno al Observatorio, donde estaba Alejandro, más muerto que vivo, cual en día de examen, lleno de sobresaltos y ansias. Sus dos amigos se hablan ido al entierro, y él se había quedado solo, paseando de una casa a otra. Diole Felipe el recado, y el estudiante, que con las nuevas verbales sentía en el alma los turbulentos halagos de la esperanza sin perder sus dudas, hizo propósito de salir de ellas al momento, corriendo a casa de su tía.

-No puedo pasar la noche en esta incertidumbre -afirmó resueltamente-. Vamos allá.

Al decir «vamos», Felipe se cosió a los faldones del manchego, y este en un rapto de amistad, de generosidad, de benevolencia, que eran el destellar más común de su alma, le dijo así cuando iban por la rampa abajo:

-Te tomo de criado... Si esto me sale bien, serás mi criado... mi escudero, porque verdaderamente, necesito... ¡qué lejos está, esa calle del Almendro! El otro, de puro asombrado y agradecido, no decía nada. Su alma estaba también llena de una desusada grandeza, de una esperanza embargante, de un pedazo del cielo que entraba en su cuerpo con el aliento y se le atravesaba al respirar. Ambos tenían una suerte de inspiración, de Dios interior que les agitaba y les hacía pensar, si no decir, cosas admirables... ¡Y cómo corrían! La noche estaba próxima, y Alejandro anhelaba llegar de día, porque la Godoy tenía la costumbre de echar todos los cerrojos de su casa a la hora en que se acuestan las gallinas. ¡Ay!, a todo término, por lejano que sea, se llega al fin, y ambos muchachos entraron en la calle del Almendro. ¡Qué soledad, qué paz!, y en ellos dos ¡qué palpitación de corazones, qué latido de arterias! Llevaban en sí toda la vida que faltaba al dormido barrio y podrían derramarla a raudales sobre aquel vacío escenario de las aventuras matritenses de otros siglos.



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Fin: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIIIFin del fin: I - II - III - IV - V - VI