Misterio (Bazán): 01

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Misterio
Primera parte - El visionario Martín​
 de Emilia Pardo Bazán


Los enamorados[editar]

En uno de los barrios de Londres próximos al río, no muy concurridos de día y casi enteramente solitarios de noche, todavía existe hoy una casa con minúsculo jardín, situada frente a una plaza bastante espaciosa, en cuyo centro el square ostenta grupos de árboles centenarios, de esos árboles del viejo suelo inglés que la humedad nutre y desarrolla y convierte en colosos. El recuerdo inherente a esta casa podría, bien conocido, valer algunas propinejas a quien la enseñase al turista; pero la historia, no siempre cimentada en la realidad, suele poner en las nubes lo que no significa gran cosa y no volver siquiera su rostro de bronce cuando pasa por donde se desarrollaron dramas intensamente patéticos, ahogados y silenciosos. El que por algún tiempo guardaron las paredes de la angosta casita, eternamente permanecerá sumido en tinieblas; así lo quiso el destino, o por mejor decir, así lo quisieron los poderosos del mundo.

Al comenzar este relato, que aspira a proyectar un rayo de luz en las lobregueces históricas por medio de la lámpara caprichosa de la fantasía, un hombre joven, esbelto y robusto, vestido de camino, envuelto en un abrigo gris que no ocultaba lo gallardo de su figura, se acercaba a la verja del jardín, por la parte opuesta a la plazuela, a espaldas de la casa, y golpeaba con su bastón los hierros de la verja, a intervalos iguales, cuatro veces. Aunque ya el largo crepúsculo de Londres en primavera no derramaba sus vagas claridades boreales y había anochecido por completo, en medio de las espesuras del jardincillo podría verse blanquear una falda, y detrás de los hierros aparecer un rostro juvenil. Una mano diminuta pasó por entre dos barras, y el hombre se apoderó de ella estrechándola con ardor.

Transcurridos los primeros instantes, cambiadas las primeras demostraciones, calmada un tanto la agitación que hacía palpitar a la mujer como azorada paloma, vinieron las ansiosas preguntas que después de una ausencia revelan el deseo de cobrarle al tiempo los atrasos.

-¿Has llegado hoy mismo?

-Di ahora mismo -murmuró él-. Ni esperé a cambiar de traje. El billete que te avisó me precedía media hora: lo indispensable para arreglarme un poco.

-¿Saben allá tu venida?

-La ignoran. Me creen cazando en mis posesiones de Picmort. Hubo un momento de silencio. La mujer -casi podríamos decir la niña, pues no representaría arriba de diez y seis años- frunció el arco de sus perfectas cejas.

-No me gustan esos tapujos. Si me quieres, Renato, me confesarás. Amarme no es un delito.

Él también enmudeció al pronto, como si no acertase a dar respuesta. Al fin, con esfuerzo, balbuciendo, comenzó a explicarse.

-Escucha, Amelia del alma... Es que... Justamente he emprendido el viaje para que hablemos. ¡Llevamos ocho meses de incomunicación! Te he escrito poco y con recelo, en primer lugar porque afirmas que la correspondencia dirigida a los tuyos llega abierta o no llega, y, en segundo, porque hay cosas... ¡que sólo pueden decirse de palabra y apretando tu mano adorada! ¡Valor, Amelia, valor!... ¿Quién sabe si mañana las circunstancias cambiarán? No me aborrezcas; consérvame tu fe; yo te vinculo la mía... y esperaremos. En la actualidad, cuanto intentásemos sería inútil... ¡Créelo, Amelia, inútil enteramente!

Ella, en su afán de oír, quería filtrarse por la reja; las pupilas del enamorado, acostumbradas ya a la oscuridad, reconstruyeron su fisonomía, de singular belleza, semejante a un retrato de museo. La frente era espaciosa, lisa, marfileña; de delicado dibujo la nariz; los ojos de párpado ancho, ya lánguidos y voluptuosos, ya dominadores; las cejas arqueadas prestaban energía al semblante; la boca, de púrpura, tenía el labio inferior algo saliente, desdeñoso. En aquel momento toda la linda cara respiraba resolución.

-¿Inútil? ¿Tú, un hombre, dices eso? -pronunció con extrañeza-. ¿Qué obstáculo puede separarnos si nos une la voluntad? ¿Mentías al jurarme que eran inseparables nuestros destinos?

-Por Dios, Amelia -suplicó él-, escúchame serena y no empieces ya a acusarme. Venía a pedirte un inestimable favor: que me creyeses bajo palabra y no me obligases a revelarte lo que puede separarnos ahora, aunque la voluntad siga uniéndonos. ¿Me lo concedes? ¿Me permites que calle?

-No -repuso impetuosamente la niña-. Tengo derecho a tu sinceridad. Exijo la verdad, sea cual sea.

Renato se cubrió los ojos con las palmas. Se adivinaba por su actitud la lucha que sostenía. Al cabo de un minuto rompió a hablar, como si le arrancasen las palabras mal de su grado.

-Amelia, si dudas de mi amor, duda de que el sol alumbra el cielo. Desde que nos conocimos en el molino de Adhemar, para ti no más he vivido. La impresión que me causaste fue tan decisiva que cambió mi ser. Era un muchacho disipado, frívolo, calavera; me convertí en un hombre serio y casto. No pensaba sino en mis diversiones parisienses y en mis cacerías campestres; de todo prescindí; me cansaba y aburría el bullicio. Mi madre había buscado para mí un enlace brillante por varios estilos -ya sabes, Germana de Marigny, una casa cuyos ascendientes estuvieron con San Luis en las Cruzadas-; lo rompí sin contemplaciones de ningún género. Ni te he preguntado de dónde venías ni adónde ibas; me dijiste que tu padre ejercía oficio de mecánico en Londres y que habíais sufrido miserias sin cuento; no me importó: eras tú... bastaba. Si me acordé de tu nacimiento y de mi hacienda fue para complacerme en pensar que iba a rodearte de consideración social y de esplendor. Me hice cargo de que me maldeciría mi madre y de que mi tío, a quien respeto como a padre, me desheredaría... Y no obstante, me hallaba decidido a saltar por cima de cuanto me infunde veneración y a que se realizase nuestro matrimonio. Pero...

-Pero... lo has pensado mejor y has reconocido que cometías una insigne locura -articuló en tono glacial Amelia-. Te doy la razón y me despido de ti -añadió haciendo ademán de desviarse de la reja. Renato la retuvo por la manga y luego por la diestra, que besó con delirio.

-No, no -repetía suplicante-. No es eso; no nos separaremos así. ¡Ya que te empeñas, nada te ocultaré! Me ofendes al suponer en mí un cálculo mezquino, y ahora estás obligada a escuchar mi defensa. ¿Qué me hubiese importado cualquier obstáculo? Cuando mi madre, a quien debí por lo menos escuchar, aunque no asintiese a su opinión, me dijo que no le era lícito a un de Brezé mezclar su sangre con la de una extranjera de humilde origen, le respondí la verdad: que a tu lado las damas más ilustres parecen nacidas para servirte y descalzarte, y que la hermosura y la honradez inmaculada son también dones divinos, merecedores de la más alta fortuna.

-Y tu madre -murmuró con ironía Amelia- habrá adivinado que esas son hipérboles de poeta y de amante fino y se habrá reído de lo que obceca la ilusión. Acabemos. Renato: esta situación, prolongándose, me hace sufrir cruelmente. Déjame que me retire para llorar mis ensueños disipados. ¡Adiós, nunca sabrás cuánto te quería!...

-¡Un cuarto de hora más! -insistió él desesperadamente-. Si no es eso, Amelia... Tú exiges de mí sinceridad, yo de ti atención.

Vio ella que Renato temblaba.

En su semblante, de rasgos varoniles acentuados, de tipo galo, de una blancura mate, con bigotes dorados y azules ojos, se leían la consternación y una especie de decisión trágica y fatal.

-Espero -declaró Amelia-. Te escucho... tardes lo que tardes en sacarme de dudas. Ya sabes que me sobran ánimos. ¡No seas cobarde tú!

-Pues bien, Amelia mía... permíteme que empiece por recordarte que soy por nacimiento y por instinto un caballero, y que para un caballero, por ley natural, lo más santo, aquello cuya falta no puede conllevarse, es el honor. Ignoro quién fue el dios que estableció en la tierra el código del honor; ignoro cómo se formó ese dogma que anteponemos a las mismas creencias religiosas, a la misma fe. Hay en el honor, como en los dogmas, mucho que la razón sola no acierta a explicarse... pero no sé si por eso cabalmente domina más nuestro espíritu. Pecamos cien veces al día... y no nos resignaríamos a faltar al honor una sola. ¡Ya ves si el honor ejerce señorío en nosotros; la vida y la felicidad valen mucho menos que el honor, Amelia!

-Continúa -ordenó la niña con aparente calma, desmentida por su respiración turbulenta.

-Continúo... Perdón, mi bien, de antemano. ¡Qué daño voy a causarte!... Mi madre, que desde hace algún tiempo parecía haber renunciado a combatir mi pasión por ti, me llamó anteayer y se encerró conmigo en su gabinete. «Ante tu tenacidad, Renato, me dijo, he reflexionado, temerosa de ser a mi vez una terca temeraria. Ningún empeño tengo en hacerte infeliz, y si la persona en quien te has fijado lo mereciese, no porfiaría en disuadirte. ¡Al fin eres libre y estás en posesión de tu herencia paterna! ¡Al fin has cumplido veintisiete años! Así es que, resuelta ya a transigir, he procurado tomar informes exactos acerca de la familia de tu ídolo. Si fuesen gente intachable... habría que resignarse a la mesalianza. He escrito, pues, a Spandau... Allí residió algunos años el padre de esa joven... y allí...».

Renato se paró, como si le apretasen la garganta.

-Adelante, adelante -ordenó Amelia.

-¡Dios mío! «Y allí -es mi madre la que habla- fue encausado por dos graves delitos...».

-¿Cuáles? No te detengas...

-«Por... por incendiario y monedero falso... Y la condena que en él recayó, veinte meses de trabajos forzados, la cumplió en Alstadt, en Silesia. Aquí tengo los documentos oficiales que lo confirman», agregó mi madre, presentándome un abultado sobre.

Amelia, inmóvil detrás de la reja, cumplía su compromiso: escuchaba hasta el fin.

-¿Has acabado? -interrogó.

-Sí... ¿Qué más puedo añadir? ¿No basta para desventura?

-Basta y sobra -replicó la joven con helada entereza-. Jamás volverás a verme, marqués de Brezé. Son las últimas palabras que cruzamos. ¡Hasta nunca!

Y desprendiéndose de las manos de Renato, corriendo a todo correr, lanzose Amelia hacia la casa, desapareciendo su vestido claro detrás de los macizos del jardín.


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando