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Misterio (Bazán): 34

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Misterio
Cuarta parte - Picmort

de Emilia Pardo Bazán


Nocturno

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En medio de la constante ansiedad de Amelia, a quien devoraba la calentura al pensar qué estaría sucediendo allá en París, un nuevo cuidado empezó a inquietarla, después de la marcha de Luis Pedro y Giacinto: la transformación que iba verificándose en su único actual defensor, Juan Vilain. No era que el bretón se permitiese ninguna demasía; su actitud exageraba el respeto; como el devoto ante la imagen, aparecía prosternado. Pero el devoto tenía ojos, y los ojos le rebrillaban y se iluminaban, a semejanza del mar bajo el rayo de la luna, al fijarse en el rostro de Amelia; el devoto tenía manos, y las manos le temblaban al presentar a Amelia la comida; el devoto tenía cuerpo, y ese cuerpo se estremecía visiblemente al hallarse cerca de la hija de Dorff. Sin género de duda, aquello era amor; un amor fanático e insensato, dominado por la voluntad, pero capaz de desbordarse al menor pretexto.

Amelia, al percibir el estado de ánimo del bretón, por instinto aumentó la distancia moral que de él la separaba. No más salidas al bosque por el camino subterráneo, el amigo; no más correrías por las salas, pasadizos y desvanes empolvados del castillo de Picmort, con tanta curiosidad registrados antes. Un miedo mal definido se había apoderado de Amelia. Temía encontrarse a solas con Vilain en el imponente salón de retratos o en la perfumada penumbra, oliente a humedad y a cera, de la capilla. La fuerza hercúlea del mozo, sus pupilas chispeantes, la asustaban. Se redujo a no salir de las habitaciones que llamaba suyas: el tocador de la marquesa, siempre cerrado; el gabinetito contiguo, donde jugaba y se lavaba y vestía Baby Dick, y el piso alto del torreón, al cual se subía por una escalera de caracol bastante empinada con el tocador mismo.

-Esta desgracia -pensaba Amelia, que en tal concepto tenía la pasión de Juan Vilain- nace de mi disfraz, de mi traje de aldeana. Si me hubiese visto con ropas de señora no se atrevería a pensar en mí... ¡Dios mío, protegedme! ¡En este vasto edificio, con un niño por toda compañía, a merced de un hombre cuya mirada despide relámpagos cuando se fija en mí! ¡Y es preciso que él no adivine mis recelos! Como el domador ante el león, tengo que conservar la sangre fría. Si desfallezco, esta fiera me echará la zarpa. No debo inmutarme, no debo saber siquiera que está ahí, rondando mi puerta, envolviéndome con su aliento abrasado...

Y así era en efecto. De noche, Amelia escuchaba -entre el silencio denso, mezclado con ruidos raros, casi imperceptibles, que envuelve a las caducas torres- pasos furtivos, un resuello agitado, a veces el golpe mate de la caída de un cuerpo. Era Juan Vilain, que se echaba en la antecámara, al través de la puerta, guardándola con apasionada voluntad, y no se apartaba de allí hasta que la luz del día asomaba dorando las copas de los árboles y haciendo brillar a lo lejos el tapiz de oro de los retamares en flor. Y tal custodia y tal vigilancia, en vez de tranquilizar a Amelia, impedíanla conciliar el tranquilo sueño de la juventud, en el cual se refresca el alma.

Con tal desasosiego yacía una noche Amelia en la dorada cama Pompadour, de tableros decorados con lindas mitologías, donde tampoco había reposado venturosa aquella marquesa de Brezé cuya sombra enferma de nostalgia parecía vagar por el aposento. Oíase la dulce respiración del niño, acostado en su camita baja, detrás del magnífico biombo de bordada seda chinesca. Una lamparilla, cobijada por un globo de vidrio azul, proyectaba luz incierta, que sólo servía para agigantar los reflejos y las sombras, para acrecentar el miedo en quien lo padeciese. Encontrábase la hija de Dorff desvelada y tirantes por demás sus nervios. Cerrados los ojos, una alucinación de los sentidos hacía transparentes sus párpados, y veía animarse y desprenderse de los recuadros del biombo los fantásticos dragones, las pálidas damiselas de oblicuos ojos y los mandarines de colgantes bigotes. Cuando desaparecían aquellos mamarrachos asiáticos, eran las diosas y ninfas género Watteau las que, animándose y descendiendo de los tableros, danzaban sobre el fresco césped riendo, haciendo crujir sus chapines de raso, de taconcito rojo, y enseñando blancos senos y tobillos elegantes. Aquella risa, en el cerebro de Amelia, sonaba con estallido irónico. Las ninfas se desvanecían, esfumándose en el aire cristalino, y en un fondo de selva, ruda y añosa, se destacaba la figura de Juan Vilain, con su pintoresco traje, su tostado rostro y sus largas melenas de un rubio de miel. El aldeano sujetaba con nervudos brazos a una de aquellas ninfas, que era Amelia en persona; ella rechazaba indignada la violencia del jayán, y él la ceñía el cuello con sus duras manos y la ahogaba lentamente hasta soltarla muerta... Para cerciorarse de que todo aquello era un desvarío de la mente, Amelia abrió los ojos. Un reloj de esmalte y bronce dorado tocó la media noche con sonido argentino.

Hizo la joven un esfuerzo para dormir; dio media vuelta y se tapó la cara con la almohada. Parecíale escuchar en el siempre silencioso castillo cierto movimiento inexplicable. Hubiese jurado que por la antesala andaba gente, que se notaba algo desusado, rumores de vida. Una loca esperanza la conmovió. ¿Si era que había triunfado su padre y que venían a noticiárselo? ¿Si estaba allí su Renato portador de felices nuevas? Incorporose de codos sobre el almohadón, palpitante... Ya no podía dudar: andaban en antesalas, antecámara y gabinete; cruzaba por la rendija de la puerta el reflejo de las luces. Aquella puerta y las demás las había cerrado con llave Amelia; pero fuerza brutal la empujó, saltó la cerradura y la hija de Dorff vio penetrar en su habitación, a paso rápido, a una dama vestida de viaje. Detrás de ella, dos criados, con libreas de los colores de Brezé, sostenían candeleros con encendidas bujías de cera.

Amelia enmudeció de asombro. Sentada en la cama, dilatadas las pupilas, miraba a la dama fijamente. La dama, a su vez, clavaba en Amelia una ojeada hostil, fría, terrible. Ambas se habían reconocido. Amelia recordaba aquella arrogante hermosura, ya algo marchita; la cara, de extraordinaria semejanza con las queridas facciones de Renato, y de expresión tan diferente. Y la dama, en el rostro de Amelia, sofocado antes por el calor del lecho, ahora pálido, cercado por los rizos rubios en desorden, veía una vez más, como había visto en el molino de Adhemar, el fiel trasunto de aquella histórica faz que en miniaturas, pasteles, cuadros al óleo, grabados, litografías, cajas de rapé, estaba donde quiera, en manos de todos, asunto de compasión general, objeto de adoración para muchos. El parecido, en aquel momento, era tan patente, que la duquesa de Roussillón se detuvo, dominada por involuntario respeto. Después, recobrando la sangre fría:

-¡Levántese usted! -ordenó imperiosamente a la joven.

-¿Por qué, cómo ha venido usted aquí? -contestó Amelia, que empezaba a serenarse-. ¿Puedo saber por qué adopta usted ese tono de mando, después de introducirse en mi cuarto de este modo y a esta hora?

La dignidad del acento de la niña desconcertó momentáneamente a la dama, pero no tardó en soltar una carcajada desdeñosa.

-Yo sí que podría preguntar por qué peregrina razón la encuentro a usted alojada en mi castillo.

-Este castillo, señora -articuló Amelia-, Pertenece a Renato de Giac, marqués de Brezé.

-Soy su madre -respondió la Duquesa-. Y vengo en su nombre y con plenos poderes suyos. Y si no quiere usted que crea que ha perdido toda noción del decoro, levántese usted, vístase y hablaremos de un modo más conveniente.

-Renato no ha dado a usted poderes contra mí -protestó Amelia-. Eso es falso.

-Ya verá usted si tengo o no poderes. La resistencia es inútil.

-¡Juan Vilain! -gritó la niña-. ¡Juan Vilain!

-Juan Vilain es mi siervo. No vendrá. No se moleste usted y levántese, yo se lo ruego, que valdrá más que si la sacan de la cama mis criados.

-Para que me levante, señora -declaró Amelia-, ordéneles que se retiren. No acostumbro a vestirme en presencia de hombres.

La Duquesa, subyugada, hizo una seña; los de la librea dejaron sobre la chimenea los candeleros; se marcharon, y Amelia, ágil y honestamente, saltó al suelo y empezó a ponerse la ropa y a calzarse. La Duquesa, en pie, esperaba, muda y glacial. Cuando Amelia hubo terminado de cubrirse, se encaró con la dama y reiteró su pregunta:

-Bien, señora, ¿podrá usted ahora decirme con qué objeto ha venido a interrumpir mi descanso, forzando mi puerta e invadiendo mi habitación?

Con arrebato de repentina cólera, la Duquesa se abalanzó a la joven.

-¡Ya lo puedes adivinar! -contestó ásperamente, dando despreciativa entonación al tuteo-. He venido a romper la trama en que teníais envuelto a mi pobre hijo tú y el impostor de tu padre. La venda ha caído de los ojos de Renato; afortunadamente se encuentra desengañado, pesaroso; él mismo es quien me informó de que te hallabas refugiada aquí, y de su parte vengo.

-¡Eso no es verdad, señora! -gritó con suprema indignación Amelia-. Ignoro cómo ha podido usted averiguar que este castillo me servía de asilo, pero no se atrevería a jurar por la salvación de su alma que Renato es quien la envía. Renato no sabe que usted viene. Renato se interpondría entre usted y yo para preservarme de todo ultraje.

-Ilusiones de chiquilla necia, de intrigantuela a quien se le arranca la máscara -contestó la de Roussillón-. Cree lo que gustes... es igual. Disponte a obedecerme, que lo demás... pamplina.

-Ignoro -dijo Amelia luchando para conservar la calma- lo que tiene usted que mandarme, pero no obedeceré si no es cosa buena, y ruego a usted que, si no me tutea por considerarme la prometida de su hijo, cese de tutearme; el tuteo no lo autorizan sino el cariño o la superioridad, y ni usted me quiere ni es superior a mí.

-A eso del tratamiento no le doy importancia -murmuró la Duquesa con ironía-. En cuanto a que sea usted la prometida de mi hijo... tiene mucha gracia y prueba su ingenio. ¡La prometida de mi hijo! Paréceme, señorita, demasiado honor para nuestra estirpe... ¡Los Brezé enlazarse con el relojero presidiario! Hablemos formalmente; usted está prometida, sí, a un hombre honrado, que la ama muy de veras: mi administrador Juan Vilain; le tiene usted dispuesto a casarse ahora mismo.

-¿Qué? -gritó Amelia-. ¿Qué dice usted de Juan Vilain?

-Que va usted a tener en él un marido excelente. Como que al pobre muchacho le había usted hecho perder la chaveta, y está lelo de alegría desde que sabe que conmigo, en mi silla de posta, ha venido el capellán para echar a la parejita las santas bendiciones. No se haga usted la remisa, que bien se ha entendido con Juan Vilain aquí solitos los dos. Seré madrina. ¿Qué más puede usted pedir? La doto a usted; a Juan Vilain le doy la granja de Plouaret; en fin, todo está arreglado para que usted se consuele de no ser marquesa de Brezé, sino feliz esposa de un mozo honrado y guapo que la idolatra. No dirá usted que he resuelto labrar su desventura...

-¡Dios mío! ¿Es esto una pesadilla? -gritó Amelia, y volviéndose a la madre de Renato-: Duquesa de Roussillón -dijo con inmenso desdén-, ni el mismo Renato conseguiría de mí lo que usted me propone. Máteme; estoy en su poder. Es venganza más fácil. Puede usted ejercitar contra mí toda clase de violencias, ya que viene a ensañarse con la mujer a quien ama su hijo, a quien tiene empeñada su palabra; ya que no respeta usted en mí la raza de que procedo. Lo que no podrá lograr es vencer mi voluntad. Pruebe usted, pruebe. Corte mi cuerpo en pedacitos o atenacéeme; diré que no en el mismo altar, si me lleva usted a él arrastrando. No tenemos más que hablar, señora.

La negativa era tan categórica que la Duquesa quedó indecisa. Veíase que no era la madre de Renato sino una mujer orgullosa y casquivana, a quien habían enseñado un papel y que lo representaba torpemente; pero ante el obstáculo no acertaba a proseguir la comedia. Hizo un gesto seco y displicente, y volviendo las espaldas entró en el gabinete contiguo. Se oyó un leve cuchicheo, una conferencia en voz baja. Diez minutos después volvía a entrar la Duquesa acompañada de sus dos criados, de los cuales uno miró a Amelia de una manera singular. Ambos se dirigieron a la camita en que reposaba Baby Dick y le sacaron de ella. La criatura, despertándose asustada, rompió a llorar. Amelia se precipitó hacia el pequeño, pero se lo arrebataron y desaparecieron con él.

-Si profesa tanto afecto a ese niño -advirtió la Duquesa- se lo restituiremos cuando dé usted mano de esposa a Juan Vilain, que consiente en prohijarle. Entretanto no extrañe que el chico lo pase mal; le tiene usted muy mimado y la echará de menos... En fin, usted verá si quiere que la devuelvan la criatura... ¿Es de usted o no? Ahora se sabrá. Hasta mañana; duerma usted bien, señorita.

Y la duquesa de Roussillón se retiró. Amelia vio cómo los criados recogían las llaves. Después rechinaron cerrojos, corrieron barras de hierro. Ahora sí que estaba prisionera.


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando