Misterio (Bazán): 33

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Misterio
Cuarta parte - Picmort

de Emilia Pardo Bazán


Horizonte oscuro[editar]

Mal de mi grado hubo de resignarse la hija de Dorff a tener paciencia y esperar noticias. Y como la vida propende a normalizarse cualesquiera que sean las condiciones en que se desenvuelve, Amelia arregló la suya lo mejor posible para combatir las alternativas de fastidio y fiebre de una situación tan extraña.

Por las mañanas, en compañía de Juan Vilain y de Baby Dick, recorría el castillo, enterándose de sus rincones, subiendo a las torres y bajando a los subterráneos, examinando las salas o complaciéndose en limpiar y adornar la capilla. No habitaban la vetusta construcción feudal sino el administrador, Amelia, Luis Pedro, el niño y dos mozas de labor, de las cuales una atendía a la cocina; pero desde el alba salían a coger en el huerto fresas y legumbres, a pastar las vacas o a comprar en Saint Brieuc comestibles, y así podía Amelia, libre de miradas importunas, espaciarse un poco. Las mozas, aunque muy picadas de curiosidad y deseosas de ver a la supuesta parienta del marqués de Brezé que ocupaba la torre del Norte y dormía en el famoso tocador de la marquesa, no se atrevían a cometer indiscreción alguna por miedo a Juan Vilain, único que servía y atendía a la huéspeda.

Por la tarde, Luis Pedro, alojado en la torre del Mediodía, se reunía con Amelia y conversaban, jugando al dominó y al chaquete, formando planes y pesando esperanzas.

El carbonario no carecía de instrucción; había leído mucho, y en su cabeza exaltada ciertas lecturas habíanse grabado con caracteres indelebles, como bajo la acción de un corrosivo. Tenía algo de visionario, mucho de místico y soñador: pertenecía a la secta de los teofilántropos; se creía señalado por el cielo para alguna misión extraordinaria, que exigiese valor y abnegación suprema, y manifestaba siempre -nota simpática para Amelia- un gallardo y positivo desprecio de la vida.

Con Juan Vilain, Amelia hablaba menos, pero lo hacía en tono de afectuosa bondad. Amelia era mujer, muy mujer, y sabía advertir el efecto que producía en las almas. No podía llamarse coquetería la que desplegaba Amelia con aquel rústico, pues en nada se asemejaba a los artificios femeniles encaminados a excitar vulgares pasiones y apetitos. El homenaje que Amelia gustaba de recoger y saborear era el del rendimiento del espíritu, de la adoración como la que se tributa a una imagen; algo parecido a lo que las ilustres y desventuradas reinas, las María Estuardo, las María Antonieta, infundieron a hombres que por una mirada verterían gustosos toda su sangre. La devoción de Juan Vilain, casta día más marcada, tenía algo de infantil, algo de la ingenuidad con que los bárbaros, al principiar la Edad Media y convertirse al Cristianismo, veneraban las santas reliquias. Así es que Amelia le traía siempre pendiente de sus antojos. Cuando hacía calor y quería respirar el aire fresco de la selva, Vilain la escoltaba por el camino subterráneo, y aprovechando las primeras horas de la noche, la hija de Dorff daba largos paseos, que devolvían la elasticidad a sus miembros y el rosado color de la salud a sus mejillas. Aquella salida oculta, que el primer día la pareció tan medrosa, llegó a serla familiar; viendo en el camino secreto la garantía de su libertad y seguridad, dio en llamarle el amigo, nombre que adoptó Juan Vilain igualmente.

Pero la distracción principal, preferida de Amelia, la que le ayudó a sobrellevar su vida de reclusa, fue el niño, el pobrecillo salvado del naufragio y que de los brazos de su verdadera madre, momentos antes de que a esta se la tragasen las olas, había pasado a los de Amelia. Al preguntar al pequeño su nombre y apellido, no fue posible arrancarle otra respuesta que la siguiente:

-Me llamo Baby, Baby.

-¿Nada más que Baby? -insistió Amelia, que no se conformaba, sabiendo que Baby se le dice a todos los niños ingleses.

Y el chico, fijando en Amelia sus ojos azules, llenos de candor y de asombro, dijo al cabo:

-Baby Dick.

-Ricardo es su nombre de pila -pensó Amelia-. Ya es algo... -Hubo que contentarse con tan poco. El niño o ignoraba o había olvidado su apellido; de su padre nada sabía; de su madre sólo recordaba que vivía en un cottage, cerca de una playa, y que allí tenían muchas flores y un perro tan grandón como Silvano, el mastín del castillo. Amelia llegó a creer que Baby Dick era algún hijo del amor, y se sintió aún más dispuesta a amparar a la criatura, la cual, desde el primer momento y espontáneamente, trató a Amelia de madre. «Mamá Meli» la llamaba. Amelia le vestía, le desnudaba, le enseñaba a rezar las oraciones de los católicos -el pequeñuelo era sin duda de familia protestante-; le colgó al cuello una medalla de Nuestra Señora, y se propuso bautizarle a la primera ocasión. De todos estos cuidados iba naciendo en su alma un cariño apasionado a la criatura. «Es nuestro hijo -pensaba refiriéndose a Renato-. No tiene más madre que yo», añadía, y sus ojos se cuajaban de lágrimas, recordando la tragedia del naufragio del schooner el remordimiento anublaba su mente.

Una tarde, hallándose Amelia en el último piso de la torre con el niño sentado en sus rodillas, mientras Luis Pedro leía en alta voz el Emilio de Juan Jacobo, se presentó Juan Vilain.

-Acaba de llegar -dijo lacónicamente- un hombre que trae el santo y seña de mi amo. Viene por el camino de Saint Brieuc. ¿Le doy paso?

-¿Es -preguntó Luis Pedro, trocando rápida ojeada con Amelia, que había saltado del asiento- un mozo moreno, guapo, de pelo rizado y negrísimo, que viste de marinero?

-Así es. Viene rendido.

-Pues admítele. Pero será prudente que, a pesar de su cansancio, le traigas por la entrada subterránea. No conviene que las criadas del castillo vean entrar aquí a un desconocido. Más vale prevenir...

Obedeció el mayordomo. Era ya noche cerrada cuando, cubierto de polvo, desencajado de fatiga, se presentaba Giacinto ante Amelia, que le recibió en el tocador, ordenando a Vilain que se retirase. No era necesario preguntar; el aspecto del carbonario lo decía todo, y con terrible elocuencia.

-¿Malas nuevas? -interrogó, sin embargo, Luis Pedro.

-Las peores -declaró el siciliano.

-¿Volpetti en salvo?

-En salvo y camino de París.

Un rugido de furor brotó de la garganta del caballero de la Librertad.

Medió después un intervalo de expresivo, de desesperado silencio. Amelia, antes que nadie, se sobrepuso y dijo a sus anonadados protectores:

-¡Ánimo! Hablemos. ¿Cómo se ha salvado el esbirro? ¿Puede saberse?

-A dado, en unión de tres marineros; pero el oleaje, al lanzarles contra los arrecifes, les causó a todos heridas y contusiones de alguna gravedad; uno de los náufragos ha sucumbido; otros dos yacen postrados en una cabaña de pescadores: cerca de Pleneuf, y el único -¡habrá desdicha!-, el único que sólo sufrió magulladuras y despellejaduras, pero nada que le impidiese recobrar muy pronto fuerzas y escribir varias cartas, otras tantas puñaladas para nosotros... ¡ha sido ese perro, ese compadre de Satanás!

Y el siciliano, agarrándose a puñados sus rizos negros, se los mesaba.

-La fatalidad -repitió Luis Pedro sombríamente-. ¡Ah! Nuestra lucha es vana. El demonio, el ángel exterminador, las brujas, la jettatura de que tú sueles hablar... ¡quien quiera que sea, llámese como se llame, está contra nosotros! ¿Y Soliviac?

-Soliviac y el Poliphéme... mar adentro. Dando bordadas en dirección a Cherburgo... y aun así no va seguro el pobre capitán. Se alejaría de muy buena gana con rumbo a Hamburgo si no fuese caballero de la Libertad y tuviese que andar cerca por si le necesitamos... que será probable. Soliviac se juega el pescuezo.

Luis Pedro reflexionaba, cuando sintió la mano de Amelia que buscaba la suya, estrechándola con significativa presión. El carbonario entendió.

-Y... ¿no has podido hacer nada? -preguntó a Giacinto.

-¡Nada! Desde que el esbirro logró comunicarse con el prefecto, la tropa vigiló su asilo... ¡Gracias si no me trincaron a mí! He sido perseguido, cazado como una alimaña montés. Una bala ha agujereado mi gorra. Estoy aquí por milagro. ¡El desquite del polizonte! ¡Y que no le tengo yo ganas a ese pajarraco! ¡Si algún día le cojo... no le valdrá ni la Madona!

-Es indispensable -observó Luis Pedro- que salgas hacia París también. Mejor dicho, que salgamos los dos; si detienen o matan a uno, que llegue el otro. Iremos separados y nos adelantaremos al esbirro, si es posible, para avisar al padre de esta señorita y al dueño de este castillo.

-Bien. Con caballos y dinero...

-Y sobre todo no nos queda otro recurso. ¡Es el último cartucho que vamos a quemar!... -murmuró el carbonario dirigiéndose a Amelia-. Usted queda segura, ¡el peligro no está aquí! Vendrán noticias tan pronto podamos. Juan Vilain se haría matar por usted. A no ser así, no nos atreveríamos a dejarla... Pero, además de la adhesión incondicional de ese buen servidor, el camino que sale al bosque asegura a usted la retirada en caso de que la policía rodease el castillo. Aquí desafía usted a todos los esbirros de todos los gabinetes europeos; aquí puede usted reírse de las asechanzas de un Volpetti. Hasta tal punto estoy de ello convencido, que si su padre de usted viese amenazada su seguridad y no consiguiésemos embarcarle en el Poliphéme, intentaría traerle a Picmort. Para defender los preciosos documentos voy a intentar lo imposible. Pero... ya no estamos en Dower, en la posada del Pez Rojo, ni sobre la cubierta del barco de nuestro amigo Soliviac. ¡Carta jugada no vuelve a salir! Ahora el esbirro dispone de incalculable recursos: gendarmería, tropa, jueces, magistrados, espías y esos que se llaman partidarios del orden. ¡Perdonar la vida a Volpetti fue insigne locura! ¡Nosotros no podemos bañarnos en la leche del perdón! ¡Si mirásemos a nuestra seguridad tan sólo al barco nos volveríamos, alejándonos para siempre de las costas de Francia!

Amelia se incorporó y tendió una mano a Luis Pedro, a Giacinto la otra.

-Defensores a quienes hace poco tiempo ni conocía -murmuró con encantadora tristeza y afecto-; defensores generosos, que hoy sois árbitros de mi suerte, único amparo de este último retoño de una raza histórica, ¡gracias, gracias! Suceda lo que quiera, no os olvidaré: sois mis hermanos, sois mis amigos... Y si por la imprevisión de mi padre al dar libertad a Volpetti os sucede algo malo... ¡perdonadle, perdonadle! ¡Os lo pido de rodillas! -añadió la altiva joven haciendo ademán de hincarlas en el suelo.

Los dos caballeros de la Libertad se precipitaron a alzarla; apoyaron los labios, como si fuesen verdaderos y galantes señores, en sus manos blancas y finas, y sin poder contestar, tan conmovidos se encontraban, salieron del aposento. Amelia les vio marchar con opresión en el pecho, afligida. No podía creer que aquellos hombres, para ella casi extraños, se le hubiesen metido en el corazón tan adentro.

Después de la marcha de Luis Pedro, con quien tenía tan largas conversaciones, cayó en un abatimiento impropio de su animoso carácter. Sola en el vasto castillo, en cuyas estancias artesonadas retumbaban los pasos y cuyos polvorientos retratos antiguos de paladines y damas parecían mirarla con frío desdén, privada de escribir y de recibir cartas, peles por medida de precaución se había convenido entre los caballeros de la Libertad y el marqués de Brezé que no se fiaría nada al papel ni menos al correo. Amelia empezó a sentir el efecto inevitable del aislamiento, que consiste en forjarse fantasmas y en torturarse con miedos vagos. Su imaginación trabajaba incesantemente, representándose trágicos sucesos; veía a su padre arrebatado por la policía, sepultado en horrible mazmorra, muerto quizás; a Renato, víctima de alguna asechanza, retorciéndose desesperadamente para librarse de ella; a los carbonarios, presos por el crimen de piratería, sentenciados, con cuatro balas en la cabeza... El fuerte espíritu de Amelia, aunque exaltado por la soledad, no había dejado de darse cuenta de la significación de los hechos. Todo dimanaba de la absurda bondad de Dorff. Quien siente bullir en sus venas sangre real no puede renunciar a ejercer justicia. La crueldad cometida con los náufragos del schooner inglés, negándoles el socorro, crueldad inútil, ya que al fin varios se habían salvado, lo verosímil de una catástrofe inminente... todo, por oponerse a la acción de la justicia, por ser débil, por ser piadoso.

El único consuelo de Amelia era la compañía de Baby Dick. Aquella criatura de cinco años no vivía sin ella.

Horas y horas pasábanse la joven y el niño sentados al pie de la ojival ventana que domina el profundo foso. Amelia hacía labor, y la interrumpía para acariciar la sedosa cabellera de Dick y enredar los dedos en sus rizos rubios. El niño abrumaba a Amelia a preguntas, y cuando Amelia, preocupada, guardaba silencio, la cubría de besos, la hacía reír con alguna salida viva y graciosa, mientras Silvano, el perrazo de Juan Vilain, venía a apoyar en las rodillas de la joven su enorme cabezota, fijando en la cara de Amelia sus ojos inteligentes; y Amelia pensaba: «No querría yo más a este pequeño si le hubiese llevado en mis entrañas y le hubiese criado a mis pechos. La Providencia me ha concedido este bien en hora tan crítica».


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando