Misterio (Bazán): 15

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Misterio
Segunda parte - El cofrecillo

de Emilia Pardo Bazán


El agujero negro[editar]

«Quince días pasé en tinieblas absolutas; al cabo de ellos, la inflamación de mis párpados comenzó a bajar, y un rayo de luz llegó, no digo a mis ojos, a mi corazón, donde se desbordó como un torrente de alegría. ¡Ver! ¡No estar ciego para siempre! ¡Ver! ¿Y qué veía yo, Teresa? El calabozo, de mugrientas y desnudas paredes, de telarañoso tragaluz, y el espectáculo más encantador, la contemplación de la obra de arte más sublime no me hubiesen causado aquel mágico transporte.

Me levanté loco de gozo; me aproximé a la ventana para beber mejor la luz; apenas lo hube hecho, exhalé un chillido de espanto. La ventana tenía, por delante de la reja, unas vidrieras que no se cerraban jamás, y cuyos vidrios, por lo general sucios y empañados del polvo, había limpiado uno la lluvia, acompañada de granizo, de la víspera. Sobre los vidrios irradiaba en aquel instante el sol, y por un momento se reflejó en ellos mi rostro. Después de gritar, el espanto me inmovilizó; pensé convertirme en piedra, cual los que ven la cabeza de Medusa. Mi cara era, en efecto, una horrenda monstruosidad: las costras que en ella se habían formado, arrancadas por mis uñas que impulsaba el prurito, obligándome a desgarrarme, habían desaparecido para convertirse en otra costra única, inmensa; ni huella de las facciones se descubría: no me hubiese podido conocer yo mismo. ¡Habían resuelto desfigurarme, borrar las líneas de mi fisonomía, en la cual Dios imprimió el sello indeleble de mi linaje, lo típico de mi familia y de mi raza!

Bajo la impresión de la rabia y vergüenza de verme así sentí una humillación tan profunda, que entonces se me imprimió la idea de ocultarme -si alguna vez recobrase la libertad- en un claustro, lejos de las miradas del mundo. Pero ¿lograría nunca ser libre? Cuando la inflamación se redujo; cuando mi rostro, a fuerza de aplicarle compresas de agua tibia, perdió algo aquel aspecto elefantino y adquirió forma humana, una madrugada entraron en mi cárcel soldados, me ataron como si temiesen resistencia, me metieron otra vez en un coche cerrado y a las pocas horas de marcha me hicieron bajarme ante una fortaleza terrible, rodeada de anchos fosos, defendida por cuadradas y macizas torres, guarnecida por puentes levadizos como en la Edad Media -uno de esos edificios formidables que hielan la sangre en las venas-: Vincennes. Allí habían decretado mis perseguidores que terminase mi azarosa vida. Desfigurado y todo, algún recelo les inspiraba, y era tan sencillo dejar que me pudriese, que ellos mismos debieron de asombrarse de no discurrir antes tan fácil solución.

¿Qué hacía, mientras tanto, mi constante protectora, la compasiva criolla a quien la bruja había pronosticado un trono? ¡Ah! Corrían para ella los días deslumbradores, aquellos en que la fortuna, con sus alas de oro y pedrería, acaricia la frente y confunde en un vértigo la razón. Detrás del Consulado surgía el Imperio, ¡y qué Imperio! Como el de Roma, pero más a prisa, aquel régimen extendía sobre el Universo su poderío. Lo único que en aquellos instantes amenazaba la dicha de la criolla era el no sentir agitarse en su seno el germen de un soberano del mundo; pero eran tales los tiempos y tales las circunstancias, Teresa, que tú lo sabes: si la criolla hubiese soñado para el hijo de su primer matrimonio la diadema imperial, nadie creería que eran locas ilusiones de la grandeza. ¡Miseria de miserias el poder! ¡Teresa! ¿Verdad que no vale la pena de ofender a Dios ni de agitarse en los crueles brazos del remordimiento una corona? Si fueseis capaces de haber aprendido algo con las lecciones de la historia, eso sería, y tú jamás hubieses prevaricado, cegada por ambiciones cuya vanidad has visto tan de realce.

Mientras por Europa resonaban trompetas y tambores, clarines y choque de lanzas y corazas; mientras se bordaba con abejas de oro un manto imperial de púrpura, destinado a adornar los redondos hombros y el talle todavía fino de la criolla, he aquí cómo vivía tu hermano; he aquí el palacio que le servía de morada, y los cortesanos respetuosos y solícitos que acudían a su llamamiento, a servir su mesa y a poblar sus salones, atentos a las menores órdenes que saliesen de sus labios.

Lee, Teresa, lee... ¡y que tu espíritu se incline ante las venganzas inexorables de lo alto!

Cuando salté del coche, al pie de la vetusta y recia fortaleza, hiciéronme entrar por una poterna blindada de hierro y cruzar tres puertas, y después dar vueltas y revueltas por un largo pasillo de muros elevados, grises y húmedos. Bajamos una escalera; encontramos otro pasadizo; los soldados me acompañaban; el carcelero alumbraba con una linterna sorda. Al extremo del pasadizo abrieron una puerta también chapeada; me empujaron, cerraron con llave y cerrojos y me quedé solo y a oscuras en una mazmorra, especie de in pace donde no existía ventana. Era el calabozo conocido por el agujero negro, antesala de la sepultura, que no se diferencia de ella sino en que encierra un cuerpo vivo, capaz de sufrimiento.

Allí quedé anonadado. No me atrevía a rebullirme, porque temía que mi encierro contuviese un pozo o un precipicio, al cual infaliblemente me despeñaría si no permaneciese inmóvil. El silencio era completo; sólo oía yo el latir apresurado de mis arterias y el golpe irregular de mi corazón, que el miedo a veces paralizaba. Al cabo de un tiempo que me pareció interminable rechinaron los cerrojos y entró en el calabozo un hombre -mi carcelero-. Era un tuerto, de fisonomía inmóvil y brutal; llevaba colgada del cuello la linterna y en la mano un plato de comida, de esa repugnante bazofia carcelaria con la cual ¡ay de mí!, ya me encontraba familiarizado. Mi primer mirada fue para la prisión: no contenía pozo alguno; era una reducida tumba, negra y verdosa de humedad; un poco de paja en un rincón, una sucia manta, un banco, un cántaro; una argolla con una cadena y sus esposas, fija en la pared en una esquina: he aquí los muebles. ¡Vulgar decoración de las prisiones de Estado, que ya ni aun despierta sentimientos de compasión! Mi segunda ojeada se fijó en el carcelero. Su rostro revelaba estúpida indiferencia; su roja barba, al reflejo de la linterna, parecía rodearle la cara de una aureola de sangre. Me mandó comer por señas; obedecí. Mi temor -no hay mal que no pueda ser más grande- era que me echase la cadena a los puños o al tobillo. No lo hizo. Sin duda, viéndome joven, resignado y obediente, no apeló a aquel recurso, destinado a amansar a los presos que sufren accesos de furor y pueden hasta atentar a la vida de sus guardianes.

Extenuado, agotadas mis fuerzas, disipado el recelo de caerme al pozo, me eché en el rincón y me dormí profundamente. La naturaleza tiene de estos supremos consuelos: concede el sueño al miserable sobre su paja podrida como al rey sobre sus sábanas de holán. Mi esperanza era el amanecer; juzgaba imposible que me hubiesen metido en un calabozo enteramente sin luz, y soñaba verla entrar por algún tragaluz o ventanillo; con esto sólo me contentaba. ¡Un rayo de luz... y disuelta en él la santa resignación!

Al despertar y encontrarme cercado de la misma sombra creí haber dormido un día entero. El carcelero volvió con su linterna, siempre silencioso; en vez de traerme el mal rancho que mi hambre anhelaba, dejó sobre el banco un pan redondo, un cántaro lleno de agua, llevose el vacío y retirose. Empecé el pan, bebí un sorbo de agua y me dormí otra vez amodorrado. Creo que me despertó la debilidad; me levanté, y a tientas me dirigí al banco. Con asombro noté que el pan había desaparecido.

Es imposible que yo diga lo que sentí. Fue una mezcla de asombro y horror frío, un erizamiento del pelo, un estremecimiento de la carne toda. ¿Quién estaba allí, quién me acompañaba en mi tumba? ¿Cómo el pan, traído por el carcelero, del cual sólo había yo cortado un mendrugo, podía haber sido arrebatado durante un sueño? ¿Compartía alguien mi prisión? Después he comprendido todo lo absurdo de esta hipótesis, pero en aquel instante mi debilitado cerebro no la repugnaba. Me parecía que el alguien era un ser sin cuerpo, maligno y fantástico como los duendes. El terror también el hambre me tuvieron, no sólo despierto, sino en estado de singular excitación, hasta que otra vez se presentó el carcelero con su característico chirrido de llaves cerrojos, siniestro no obstante consolador para el infeliz que se halla recluido en el fondo de una cámara sepulcral. Me traía pan y agua, siempre con el mismo extraño silencio.

Le pregunté si sabía quién se había llevado mi pan. No obtuve respuesta alguna. Devoré la mitad del pan, bebí el agua y me eché otra vez sobre la paja fétida. ¿Qué hacer en las tinieblas? Mi único anhelo era dormir, dormir sin interrupción, huir de mí mismo en la transitoria muerte del sueño.

Por desgracia no se duerme siempre. Al abrir los ojos sentí de nuevo las torturas del hambre. Busqué mi pan: tampoco estaba allí. Renováronse las sensaciones de espanto. Ruidos singulares, inexplicables, se producían a mi alrededor. Entonces resolví averiguar -no lo sospechaba todavía- quién me robaba el sustento. Así que tuve pan lo escondí entre la paja y me acosté encima, fingiéndome dormido. Apenas simulé la quietud y la respiración igual, volví a escuchar los ruidos: eran carreritas menudas, chillidos agudísimos, la agitación turbulenta de una hueste de gnomos entre la sombra. De pronto, un cuerpo peludo pasó sobre mi cara; alargué instintivamente la mano para defenderme, y lancé un grito: dos dientes acababan de atarazar mi dedo de parte a parte.

Frío sudor mojó mis sienes. Mis ojos se dilataron. ¡Ya comprendía... tiempo era!... Ningún ser invisible, ningún brujo me arrebataba el alimento, no; era un ejército de inmundas y feroces ratas el que me acompañaba en mi mausoleo.

Teresa, entre las reminiscencias de la niñez, que deben de estar presentes en tu memoria, acaso se cuente la repulsión que nos infundía el solo nombre de estos asquerosos animalejos. Jamás se nos acercó ninguno; en el mismo torreón que sirvió de prisión a nuestros padres, ¿te acuerdas de cómo te asustaste, qué gritos diste porque saltó a los pies de nuestra madre un ratoncillo? Era aquel un inofensivo bichejo que huía asustado de nosotros.

Ahora yo, en un espacio de doce pies, sin luz, tenía que sufrir el contacto y las mordeduras de cientos de enormes ratas. Las sentía trepar por mi cuerpo, compartir mi lecho, deslizarse bajo mi cabeza rebuscando el pan, mi única comida; percibía en las mejillas, marcadas aún por el cruel suplicio de las agujas, el roce frío de su cola, parecida a la de un reptil, o el asqueroso calor de su piel espesa; oía sus gruñidos de satisfacción al zamparse las migajas de mi alimento y sus agrios chillidos al disputárselas, y de vez en cuando, en medio del sueño febril a que se rendía mi exhausto organismo, los dientes menudos y penetrantes me desvelaban, hincándose en mis pies o agarrándose a mis orejas, anunciándome que corría el peligro de morir devorado...

Créelo o no lo creas, hasta aquel instante, aun en medio de los dolores de mi primer cautividad, no había llegado más que a desear ardientemente morir; pero ante la nueva espantosa situación pensé en otra cosa: pensé en que podría yo mismo... ¡Dios misericordioso, perdóname! No poseía allí en mi poder ni un cuchillo, ni un trozo de vidrio aguzado siquiera, para abrirme las venas o seccionarme el cuello, pero tenía la cadena sujeta a la pared. Rodeándomela a la garganta, dando vueltas sobre mí mismo... loco, furioso de terror y de repugnancia, intenté realizar el crimen. No lo conseguí. La cadena me lastimaba, pero no llegaba a asfixiarme.

Gimiendo, espumando, caí al suelo, y un río de lágrimas brotó de mis ojos. Una voz parecida a la de mi madre, a la tuya, a la de María, resonó en mis oídos -voz sin cuerpo, voz de mi fantasía exaltada-. La voz murmuraba:

-¡Valor! ¡Paciencia!».


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando