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Misterio (Bazán): 42

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Misterio
Quinta parte – La hermana

de Emilia Pardo Bazán


Idilio conyugal

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Aquella misma tarde, a la hora en que empezaban a encenderse las lámparas en todos los aposentos de palacio, vieron, no sin algún asombro, las camareras de Su Ateza la Duquesa, hija política del hermano del Rey, que al volver del comedor, donde había cenado reunida la familia real, el Duque y la Duquesa se retiraban juntos, en vez de recogerse él, según costumbre, a su cámara, en que reunía una pequeña tertulia de antiguos amigos y compañeros de emigración, de oficiales del ejército de los príncipes, y ella al oratorio, a la plegaria prolongada, última. Viendo venir tan allegados a los augustos esposos retiráronse discretamente los servidores, no sin encender las bujías de los candelabros en la chimenea y dar cuerda a la lámpara en el despachito. La Duquesa señaló a su marido un sitial; pero el Duque, con alarde de intimidad, se sentó a su lado en el canapé, y con la precipitación característica de los poco duchos en materias de insinuación cariñosa, la tomó las manos y la tuteó desde el primer instante.

-Teresa -dijo-, recuerda la fecha que es mañana: ¡10 de junio!... ¡Aniversario de nuestra boda!

-¡Verdad! -repitió pensativa la Duquesa-. Cuánto tiempo ha pasado!

-Para mí, como si hubiese sido ayer mismo. ¿Te acuerdas? En la capillita de Mittau... Mira, Teresa, tengo aprensión de que no has sido feliz conmigo. ¿Me engaño? Te veo siempre tan ensimismada...

-He sido... feliz -contestó titubeando ella-. Ya sabes que en mi corazón no puede tener cabida la dicha bulliciosa.

-¿Por qué? -respondió él besando galantemente sus luengas y aristocráticas manos-. Los malos tiempos han pasado ya; ¡no volvamos atrás la vista! Quien tanto ha sufrido tiene derecho, al contrario, a gozar de la existencia.

A la demostración del esposo, la tez de la Duquesa se había coloreado instantáneamente, como si el reflejo de una hoguera la iluminase.

-¡Gozar, vivir! -suspiró-. ¡No es ese mi destino; no es ese nuestro destino, Luis! Nos están reservadas aún pruebas y desventuras, lo presiento; ya sabes que esta mañana te lo dije; no hemos expiado lo bastante.

-¡Teresa mía, tú, tan buena cristiana, dudas de la misericordia de Dios! Con bien dolorosos martirios has aplacado su cólera. ¿No es justo que respires? ¿No respiras, por ejemplo, ahora, que tienes a tu lado a tu esposo? ¿Es que las altas razones que dictaron nuestro enlace no iban de acuerdo con tu sentir? ¿Volverías a preferirme si fuese libre tu elección? ¿Puedo lisonjearme de que me quieres?

Ella palpitó al escuchar palabras tan desusadas, aunque sinceras. Era un espectáculo sublime; se diría que una montaña cubierta de nieve y repentinamente bañada, inundada de sol, se deshelaba, cubriéndose de murmuradores arroyuelos, de florescencias primaverales. La emoción transformaba otra vez a la austera Duquesa en la joven cautiva que un tiempo cantó, en versos candorosos, los hechizos de la sensibilidad, «cuyo dulce fuego calienta el alma». Veinte años acababan de borrarse. La respiración agitada y los ojos humedecidos de Madama dieron la respuesta.

-¡Luis! -murmuró con noble sencillez-. ¡No he querido, después de mis desventurados padres, más que a ti en el mundo! ¡Si Dios me castiga es porque alimenté demasiado ese cariño, al fin puesto en una criatura!

-Prima, hermana, esposa -contestó él briosamente-, al amarnos cumplimos la voluntad de Dios. ¡Si algo puede desagradarle es vernos desviados; pero tú no ignoras que yo, aunque parezca tibio o distraído, jamás soy desleal! ¿Tienes, Teresa, alguna queja de mí? ¿He incurrido nunca en indignas bajezas que te ofendiesen?

-Creí -balbuceó la Duquesa- que no me amabas, pero nunca dudé de ti. Si hubiese dudado ¡me moriría!

Él la estrechó contra sí sonriendo.

-Y puesto que reconoces el culto que te he consagrado -le murmuró al oído-, ¿tendré derecho a pedirte algo, a aconsejarte algo, a influir en esa voluntad íntegra, formada por la desventura? Dímelo, Teresa. ¿Serás capaz de un sacrificio, de un gran sacrificio, por mí?

La Duquesa, instintivamente, se echó atrás; pero su marido la retuvo, y ella permaneció en sus brazos, dejándose hacer deliciosa violencia.

-Mira, esposa mía -insistió-, yo veo claro, tú te hallas bajo el influjo de algo que te trastorna. Esta mañana estabas como fuera de ti. ¡Cuánto me mortificaste! No, es preciso que hablemos con absoluta confianza ¿no somos dos en una carne? Yo temo... hasta por tu razón si continúas atormentando la fantasía y creyendo sin examen consejas y fábulas dictadas por la ambición o las manías de un insensato. Óyeme, pero óyeme serena: tu inteligencia se ha ofuscado un instante; ya recobrarás la lucidez. Tú pareces persuadida de que hay una víctima donde yo sólo veo un impostor más atrevido, más diestro y mejor documentado que los demás...

-¿Entiendes realmente que el autor de esta carta es un impostor? -insistió la dama, tocando sobre su seno el papel que allí continuaba.

-Tal vez no sea un impostor, Teresa. Acaso se trate de un alucinado, de un perturbado, que juzga de buena fe ser el que asegura. Este caso es frecuentísimo. Nuestra pobre razón se encuentra sometida a tales vaivenes que llegamos a perder la conciencia de nuestra personalidad y a entrar en la piel ajena, engañándonos a nosotros mismos. Acuérdate, en España, del caso de aquel pastelero que se tenía por el rey don Sebastián; acuérdate, en Rusia, de Pugatchef, de los falsos Demetrios, uno de los cuales llegó a ceñirse la corona...

-¿Y los documentos a que se refiere esta carta, documentos ante los cuales habrán de rendirse los tribunales de justicia?... -articuló la Duquesa con angustioso apremio, como el que desea ser convencido y no lo logra.

-¿Los documentos?... ¡Poco a poco!... En primer lugar, no estamos seguros de que existan. ¿Los has visto tú? ¿Los has tenido en tus manos? Pues mientras no los veas, mientras no te los entreguen para examinarlos, duda de su realidad, duda de que, aun existiendo, sean tan irrecusables, tan luminosos y tan fehacientes como tú... tu corresponsal asegura. Y vamos a ponernos en lo peor, Teresa; vamos a conceder que realmente esos documentos son probantes y claros como la luz del día. ¿Se deduce de allí que quien los presenta es quien tiene derecho a presentarlos? ¡Los acontecimientos se han atropellado aquí de tal manera bajo el desorden revolucionario; tales personas han ejercido el poder sin restricciones, sin cortapisas, sin responsabilidades; han sido tan profanados todos los secretos de nuestra familia, que nada tendrá de extraño que en manos de cualquiera se encuentren depositados documentos preciosos!

La Duquesa guardaba silencio, pero aquella amada voz poco a poco abría brecha en su ánimo.

-Reflexiona -añadió su esposo-. Documentos de gran valor han podido ser dispersados por el huracán. En documentos ajenos se han apoyado a veces grandes falsarios. Pero, ¡bah! Lo seguro es que se trata de una pura invención, de un medio de llegar hasta ti impresionándote. Y si no, Teresa, ¡haz la prueba!

-Luis -exclamó la señora cruzando las manos-, no sabes cuánto sufro. Cuando te oigo mi razón vacila. ¿Qué debo hacer? ¡Dios mío, iluminadme! ¿No te has opuesto a que reciba a ese... infeliz? ¿No me lo repetías esta mañana?

-He meditado, Teresa, y cambiado de opinión. Debes recibirle, pero en secreto... Debes cerciorarte de lo que son esos documentos famosos... Exigir que te los presente... ¿Vas a creerle bajo su palabra? ¡No faltaría más! Las pruebas de lo que afirma... y entonces podrás decidir. Y antes de que le admitas a tu presencia, para que te des cuenta exacta de la gravedad que envuelve cualquier paso impremeditado, de la reserva absoluta y el misterio impenetrable en que todo esto debe envolverse, entérate de algunos pormenores. ¿Conoces la historia de ese... sujeto que se dirige a ti y que desea precipitarse en tus brazos? ¿La conoces? ¿No? ¿Todavía no te ha entregado la relación manuscrita que anuncia? Pues yo te anticiparé algo. Ese hombre pertenece a la última clase del pueblo; es hijo de un oficial mecánico, nieto de un calderero, y él ha ejercido hasta poco hace el oficio de su padre. No es esto lo peor; podría ser un hombre del pueblo y un hombre honrado. ¡Ni aun la honradez le abona! Estuvo procesado por dos feos delitos: incendiario y monedero falso, y cumplió condena en un presidio de Silesia. ¿Qué dices de un hombre que reclama el trono de San Luis llevando en sus piernas y brazos las marcas del grillete infamante?

La Duquesa miró espantada a su esposo.

-¿Te horrorizas? ¡Pues estamos empezando! Ese hombre era víctima de la miseria y del abandono, acaso por resultado de sus vicios y de sus locuras, y le redimió una mujer. Esta mujer, de mucha más edad que él, fue largo tiempo su... ¡No me atrevo, Teresa; aun en este momento de efusión, el respeto que mereces me impide pronunciar la palabra! ¡Y hay algo más difícil aún de decir... o por lo menos que suena peor para mí que te venero! Este hombre, afortunadamente, no es nada tuyo, no lleva en sus venas gotas de tu sangre. Pero figúrate que la llevase... ¿qué dirías de él si a fin de encubrir torpezas y pecados hubiese dado largo tiempo a esa mujer con quien vivía el título de hermana?

El golpe iba bien asestado; el Duque observó que la Duquesa se ponía roja, que se agitaba con movimientos de indignación, y la acarició para consolarla.

-Hay más todavía. Después de ese vergonzoso episodio contrajo matrimonio; su compañera es también mujer de baja extracción, vulgar, insignificante. En cambio tiene una hija ambiciosa; un fenómeno, porque la ambición, en esa edad, es extraña. A los diez y ocho o diez y nueve años no suelen preocupar las grandezas...

-Las grandezas tal vez no -respondió Teresa pensativa-, pero que a los diez y ocho años existe perfecta conciencia de lo que debemos hacer, de la línea de conducta que debemos seguir, noción de cosas que parecen increíbles...

-Es que a ti te había madurado la desgracia, Teresa...

-¿Y a esa niña no? -exclamó la dama.

El esposo guardó un instante de silencio. No le agradaba el giro que había tomado la conversación; temía ir por mal camino y despertar la piedad al querer provocar el enojo. Cambió de dirección inmediatamente.

-Lo más curioso de ese mecánico prusiano que quiere hacerse pasar por hermano tuyo -murmuró- es que aspira a fundar una religión nueva. Es un hereje, por lo cual debe estar excomulgado, privado de los Santos Sacramentos de la Iglesia.

Tal noticia produjo en la Duquesa extraordinario efecto; era ferviente católica, timorata, y la revolución y las persecuciones habían exaltado su religiosidad.

Sus mejillas se encendieron; un relámpago de santa cólera cruzó por sus pupilas. Al notarlo, el Duque insistió, dando explicaciones.

-No sólo profesa la herejía, sino que la divulga y propala. Ha escrito un libro titulado La doctrina celeste, plagado de manifiestos errores. En él se contienen acusaciones a la Iglesia, interpretaciones arbitrarias de las Escrituras; ha abandonado la fe, despechado al ver que Su Santidad no le reconocía. Se ha casado según el rito protestante, y no sólo es hereje sino supersticioso. Dicen que tiene por santo a ese viejo visionario, a ese Martín, que pretende habérsele aparecido el arcángel San Rafael.

-¡El Rey ha recibido a ese viejo! -exclamó la Duquesa-. Cuentan que le profetizó cosas terribles. ¡La mano del Señor pesa sobre nosotros!

-Teresa, no es digno de un entendimiento claro preocuparse por patrañas. Ese viejo, a no ser por bondad extrema del Rey, estaría ya en una casa de locos...

-Bien -dijo ella haciendo sobrehumano esfuerzo-. ¿Debo negar o debo otorgar la entrevista que se me pide?

-¡Otorgarla, Teresa! Tu espíritu quedaría siempre turbado y la duda te atormentaría si te negases. El Rey cree también que conviene a tu reposo concedérsela. La luz disipa los fantasmas. ¿No habla ese hombre de documentos? Pues vengan, exhíbalos; condición sine qua non para que a tu presencia le admitas. Y como medida preventiva, por si es lo que debe de ser, un farsante, que la entrevista se celebre con el mayor secreto, donde nadie pueda sospecharla; donde, si te convences luego de que se trata de un impostor, quepa hasta desmentir que tal entrevista fue concedida nunca. Es preciso proceder con cautela para desorientar a nuestros eternos enemigos... Yo he extendido el brazo, trato de sostener el trono; pero perderé la confianza y el valor si tú, mi Teresa, no me auxilias... ¿Tendré en ti una aliada? ¿Puedo contar contigo? ¡Qué triste sería el desacuerdo entre tú y yo!

Al formular esta pregunta, roto el hielo, el Duque estrechó en sus brazos a su esposa, pronunciando palabras halagüeñas, que susurraban una promesa de nuevos días más luminosos, más íntimos que los pasados. La Duquesa oía enajenada aquellas frases que fluían como río de dulzura de los labios del compañero que le habían dado la Iglesia y la familia. Creía soñar: su juventud ahogada, asfixiada, ahora hervía en las venas. Comprendía entonces que la glacial actitud en que insensiblemente habían ido colocándose ella y su esposo era el verdadero pesar que la minaba, era el dolor de cada minuto, era lo que antes de tiempo había encanecido sus cabellos y marchitado su tez blanca y suave. Cerró los ojos y se reclinó en el pecho varonil del Duque. Él se incorporó y la condujo, por el talle, a las habitaciones interiores. Ella se dejó llevar. Penetraron en el dormitorio de la Duquesa y llegaron hasta la puerta del oratorio. El Duque la abrió, y siempre guiando a su mujer hizo de suerte que se arrodillasen juntos en el mismo almohadón, y asiendo fuertemente la mano de la dama, pronunció con solemnidad:

-¡Delante de Dios que nos escucha... Teresa, única mujer que existe en el mundo para mí, y Él sabe que no miento, prométeme que no perderás a la casa de Francia, que no regocijarás a los impíos, a los enemigos de nuestra causa santa!... ¡Que no serás culpable por impremeditación de que aparezca revestido de la aureola real y ungido con la Ampolla el falsario, el incendiario, el degradado, el luterano!... Si es impostor, por impostor... y si por caso imposible no lo fuese, ¡porque debemos acatar los decretos de la Providencia, que no ha querido encomendarle la misión de encauzar las pasiones desbordadas y de reconstruir el derruido templo! ¡Promete! ¡Jura, Teresa!

La Duquesa levantó los ojos. El Cristo de marfil se destacaba, con nitidez de líneas, sobre el negro paño de terciopelo, y su faz, llena de sublime melancolía, se inclinaba para insinuar: «Padre mío, perdónales...». Teresa tembló; el juramento se detuvo en sus labios.

-¡Jura, Teresa mía, mi amor, mi esposa! -repitió el Duque.

-¡Juro... juro... Dios mío! -balbuceó ella cruzando las manos y deshaciéndose en lágrimas; llanto nervioso, mujeril.

El esposo, triunfante, la alzó del suelo, y unidos salieron del oratorio.


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando