Misterio (Bazán): 36
La boda
[editar]Sobre una hora después, habiendo Amelia cubierto de caricias y dado a beber leche y caldo a la criatura, casi exánime, a quien amaba con mayores extremos desde que había consentido por ella en sacrificar cosas más importantes que la vida, se abrieron de par en par las puertas de la estancia y entró la duquesa de Roussillón triunfante.
Los dos criados de librea, que como siempre la escoltaban, traían en azafates ropa y joyas, las galas de la boda, la cofia de encajes, el aderezo de filigrana de oro. Amelia ni levantó los ojos. Dos muchachas, las mozas de labor, que nunca habían conseguido verla de cerca, se aproximaron llenas de curiosidad, y por orden de la Duquesa, retirados los servidores, empezaron a engalanar a su manera a la novia. Amelia, inerte, no resistió. Trenzaron sus rubios cabellos; la mudaron la camisa, vistiéndola una randada y calada; la ciñeron el justillo; la pusieron las sayas de paño, las arracadas, la cofia, el ramillete; la convirtieron en la más linda de las desposadas bretonas.
Hecho esto, la Duquesa llamó a Juan Vilain, que se presentó ataviado también con el pintoresco traje de los días de fiesta, y ostentando en el pecho el ramo de flores silvestres, del cual colgaban multicolores cintas. El mozo estaba descolorido de emoción: literalmente no sabía lo que le pasaba. ¡Había sido tan repentino aquello! Llegar la Duquesa; invocar sus títulos de madre y señora para que le fuese franqueada la puerta del castillo; encerrarse con Vilain, y anunciarle que por orden del Marqués iba a unirse a la joven reclusa, que había sufrido desgracias, a la cual protegían todos y querían asegurar hacienda y nombre... Y como Vilain, loco de ventura, hiciese sin embargo alguna objeción, la Duquesa le había contestado: «No quieras saber nada. Obedece a tus amos, que te piden este servicio. Esa muchacha no es en realidad parienta nuestra; es de tu misma clase, pobre y humilde como tú... De nada careceréis. Sé para ella un buen marido, para el niño un padre... te doy la granja de Plouaret...». No era la granja lo que influía en la decisión del mozo... Era el amor desatentado, salvaje, que en su taciturno espíritu se había encendido desde que vio a la hermosa refugiada. Un temblor de gozo sacudía su cuerpo; no creía aún en la realidad de lo que ya sucediéndole estaba; tal vez las hadas le tenían embrujado; tal vez, disipándose el conjuro, aparecería la verdad, una burla, una diablura de las hechiceras malditas... ¡El marido de Amelia! Su mirada, por momentos envolvía a su novia como una ola de fuego, y después, intimidado por el mismo bien que anhelaba, los volvía, fijándolos en cualquier objeto o consultando el rostro de la Duquesa.
Conducida por esta, salió Amelia de la cámara. En el salón de retratos aguardaban el capellán y dos arrendatarios de la casa de Brezé, llamados para servir de testigos. Uno de los supuestos criados de librea cambiaba con la Duquesa ojeadas que Amelia sorprendió, porque la misma tensión violentísima de sus nervios aguzaba sus facultades perceptivas. Desde el primer instante había llamado su atención el rostro de aquel criado, que traía a su mente vagas reminiscencias de algo muy conocido. No era un servidor. ¡Era un cómplice, el cómplice más peligroso y sañudo que podía tener la Duquesa en su odio a la hija de Guillermo Dorff!...
Dirigiéronse a la capilla, que esperaba abierta, iluminada por múltiples encendidos cirios, y adornado el altar con grandes jarrones, donde lucían flores de papel de plata. El capellán se había adelantado y esperaba ante el ara, revestido para la ceremonia. La nave aparecía desierta, porque la gente de las cercanías no tenía noticia de que allí iba a verificarse tal solemnidad. Sólo las dos mozas pastoras, que habían ayudado a engalanar a la desposada, la seguían, representando esa numerosa comitiva de solteras que va tras las novias bretonas procurando aproximarse a ellas, porque una superstición las hace creer que la más próxima se casará antes de un año...
Amelia, callada, yerta, con paso de estatua que camina, se adelantó hacia el altar. Punzante recuerdo desgarraba su alma en aquel instante crítico. De la capilla de Picmort habían tratado mil veces Renato y ella en sus coloquios. «Allí -decíale Brezé- están las sepulturas de mis antepasados, las cenizas de mi padre; allí recibí el agua bautismal, y allí ha de caer sobre nosotros la bendición del cielo, sancionando nuestro amor». ¡Cuántas veces en sus sueños, y aun muchos días de su reclusión en Picmort, se había ella representado la ceremonia nupcial en la capilla que se complacía en cuidar y adornar por sus manos! ¡Qué efecto grandioso la producía, con su hilera de arcos sepulcrales a derecha e izquierda; con las sepulturas sobre cuyas losas dormían, rígidas, las estatuas yacentes de los paladines del tiempo de las Cruzadas, o se arrodillaban, cruzadas las manos, erguida por la golilla la noble cabeza, los caballeros de la época de la liga; con su severo altar, sobre el cual campeaba un crucifijo de talla soberbio; con sus dos ojivas prolongadas, de vidriería de colores, que derramaban irisada luz!... Y era la misma capilla donde debía unirse a Renato de Giac, y a su lado, en vez del elegido, veía a aquel aldeano, a aquel siervo de la casa de Brezé, humillante sustitución que la mortificaba como si la hubiesen abofeteado, no en la cara, en el espíritu.
-No hay remedio... Moriré después -pensaba Amelia- si es necesario, pero ahora tengo que cumplir mi compromiso... He ofrecido esto por la vida de la criatura...
Cuando subió las gradas del presbiterio y comprendió que ningún milagro, ningún azar providencial, evitarían aquel sonrojo, estuvo a punto de gritar: «Socorro, me violentan; no quiero, no quiero casarme». Alzó la vista hacia el crucifijo, como implorando la intervención del cielo; pero la martirizada imagen pareció contestar: «Sufre, ahora es tuya la expiación». Se arrodillaron los novios. El capellán empezó a celebrar el rito; formuló las preguntas, a las cuales Juan Vilain contestó con ahínco, Amelia con voz desfallecida... Y cuando se enderezó, bañada en sudor frío, próxima a desmayarse... era esposa de Juan Vilain.
Regresó al salón la comitiva. La Duquesa, madrina de aquel singular enlace, se acercó a Amelia, intentando hacerla una demostración afectuosa y prenderla en el pecho una joya de diamantes que acababa de quitarse del suyo. La joven se echó atrás como el que ve salir de entre la hierba venenoso reptil, rehusando el beso de Judas que la dama quería imprimir en su frente. Esta, imperturbable, sonrió de un modo que insultaba por lo equívoco de la simpatía y por el alarde del triunfo. ¡Ya estaba unida Amelia a un hombre del pueblo, oscuro y humilde, y tenía un rasgo más de inverosimilitud la novela del pretendiente Dorff! Y el criado de librea, que asistía al acto, sonreía también de un modo imperceptible, con solapado regocijo de victoria diabólica. La dama, dirigiéndose a Juan Vilain, pronunció una especie de arenga:
-Ahijado mío: eres un servidor leal, y me ha complacido adivinar tus deseos y darte la esposa que anhelabas. Es de tu clase: su padre y su madre, pobres artesanos; él, oficial mecánico; ella, costurerita. Haz feliz a tu compañera y Dios os conceda larga prole. A tu custodia sigue confiado el castillo de Picmort, propiedad de mi hijo, el alto y poderoso marqués de Brezé, con cuya autoridad me encuentro momentáneamente revestida y a quien rogaré que jamás os quite el cargo que aquí ejercéis. Y si tal sucediese, ya sabéis que la granja de Plouaret es vuestra.
Amelia escuchaba y creía soñar; tanto dolor, tanta falsía hipócrita, la aturdían. Dos veces la protesta indignada asomó a sus labios y otras tantas la reprimió el exceso mismo del desprecio. Envolvió a la Duquesa en una ojeada regia, de esas que aniquilan, y sin mirar a nadie ni despedirse de nadie, ni besar a sus compañeras, según la costumbre bretona, volvió la espalda y se dirigió al célebre tocador de la marquesa.
Poco tardó la silla de posta de la madre de Renato en detenerse, enganchada para el viaje, ante la puerta de honor del castillo, y la Duquesa, siempre acompañada de su capellán y de sus dos inseparables criados de librea, subió al coche, rodeada de todas las maletas, sacos y cajas que este género de elegantes viajeras suele carretear. Juan Vilain ayudó a cargar la impedimenta y despidió a su ama con la reverencia más profunda. Amelia se había encerrado en su aposento, y estrechando al niño daba rienda suelta al dolor y a la amargura. Ahora comprendía la situación. ¿Era aquello posible? ¿Mujer ella de Juan Vilain? ¿Casada, obligada a querer a su marido, a vivir con él? ¡Absurdo! El cielo no podía permitir iniquidad tamaña. ¡No! Primero por la ventana al foso.
Baby Dick, viéndola triste, la hartaba de besos y de mimosos halagos, que consolaban a Amelia; porque el haberse sacrificado tanto al desvalido ser había puesto el sello definitivo a su ternura, que creía imposible fuese sobrepujada por el amor de verdadera madre. La tarde caía, envolviendo en sus crespones la estancia, derramando la ceniza gris del crepúsculo. La hija de Dorff se determinó a acostar a la criatura, no sin hacerla antes rezar y trazando sobre su frente la señal de la cruz, y no sin haber antes procurado atrancar bien las puertas y colocar delante de ellas muebles a manera de barricada. Cuando la sábana cubrió a medias el rostro del niño, Amelia percibió un ruido insignificante, pero continuado, que la sobresaltó en gran manera. Procedía de uno de los recuadros con pinturas mitológicas, con marco de guirnaldas de dorarla talla, que decoraban el tocador; se diría que un ratón arañaba en él. Aumentó el chirrido, cesó luego, y de súbito, lentamente, el recuadro giró, descubriendo una puertecilla disimulada entre las molduras, Amelia, aterrada, vio ante sí a Juan Vilain, vestido aún con su traje de fiesta y prendido su nupcial ramo de flores al lado izquierdo.
Realmente, para quien no le mirase como le miraba Amelia, era Juan Vilain un apuesto mozo, el más gallardo de los gars de muchas feligresías a la redorada, y la expresión de éxtasis y enajenamiento de su morena cara la hermoseaba de veras. Pero la hija de Dorff le arrojó una mirada impregnada de tal desdén que el mozo se quedó inmóvil, como si sus pies estuviesen atornillados al suelo.
-¿A qué vienes aquí, Juan? -preguntó avanzando sobre él, agresiva, la hija de Dorff- ¿Cómo te atreves, sin que yo te lo permita ni te haya llamado, a presentarte en mi cámara? ¿No has visto que me encerré por dentro? ¿Vienes como un ladrón, utilizando entradas secretas que conoces? ¡Miserable! Sal de aquí ahora mismo y no vuelvas jamás. ¿Lo has entendido? ¡Jamás!
Juan Vilain, a su vez, avanzó dos pasos. Su rostro expresaba la mayor, la más sincera sorpresa.
-Señorita -balbuceó-, ¿qué dice usted?... ¿No acabamos de casarnos? ¿No somos marido y mujer? Conozco el secreto de esa puerta desde niño, y nunca me cruzó por el pensamiento usarla; segura estaba usted de ningún atrevimiento... Pero ¡ahora!, ¡voto a Dios y a Santa Ana de Auray!, el sacerdote nos ha unido...
Amelia, creciéndose al ver la moderación, casi la timidez del lenguaje de Juan, le increpó más duramente:
-¿Que nos ha unido? ¡Desdichado de ti! ¿Pero atribuyes algún valor a esa indigna ceremonia? ¿Finges ignorar o ignoras realmente? ¿Eres un taimado o eres un infame? ¿Estás de acuerdo con la Duquesa o te ha engañado con sus artificios? ¿No conoces los medios de que se han valido para forzarme a que te diese el sí? ¿También tú querrás asesinar a ese pobre niño?
Juan Vilain al pronto no contestó, tal era su asombro. Amelia vio claramente que aquel hombre no estaba iniciado en los misterios de iniquidad del drama, y al comprenderlo respiró con mayor libertad.
-Señorita -manifestó el aldeano recobrando el habla-, no entiendo lo que me dice usted. Juan Vilain ni es asesino ni hipócrita.
-¿Por qué te has casado conmigo entonces, malsín?
Los cambiantes ojos de Juan Vilain, color del agua del mar que bate los escollos de la costa bretona, irradiaron fosfórica lumbre.
-¡Porque te quería y te quiero! -gritó, tuteando por fin a Amelia y acercándose más, hasta hacerla sentir el calor de su aliento-. Porque mi ama, al llegar aquí, me dijo que no existía tal parentesco tuyo con la casa de mis señores; que eras una pobre como yo, que has sufrido mil reveses, sido abandonada por un malvado, vivido hasta hoy en la miseria y el abandono, y que ese niño es probablemente hijo tuyo... Y ya lo ves, así y todo... te adoré, me volví loco cuando me ofrecieron casarme contigo.
-¡Calumniadora vil! -gritó Amelia, cuyas mejillas enrojeció el fuego de la vergüenza y de la rabia.
-Y añadió después la señora Duquesa: «Juan Vilain, el padre de esa muchacha ha prestado en la emigración servicios a mi esposo... Por eso he consentido que se la diese acogida en el castillo; por eso mi hijo te ha mandado recibirla aquí y tratarla bien, y guardarla todo género de consideraciones, y hasta darla las mejores habitaciones y no revelar a nadie su presencia... Y yo he deseado completar la obra de mi hijo, proporcionando a esa muchacha desventurada un defensor, un esposo, un porvenir, y al niño un padre... ¿Estás dispuesto a casarte con ella, Juan Vilain? Porque entonces te aseguro, en nombre de mi hijo, la administración de este castillo y la granja de Plouaret... Además doto a la novia en tres mil libras: es mi regalo de madrina». Y yo acepté... no por la administración, ni por la granja, ni por la dote, ¡así Dios me confunda y mande un rayo sobre mí si miento!, sino porque te quería más que a las telas del corazón, porque desde que llegaste al castillo no he dormido una noche, porque si cerraba los ojos soñaba contigo, porque mis venas ardían, porque estaba como aquellos a quienes las brujas de la fuente encantada roban el sentido y queman la sangre.
Y Juan Vilain, cayendo de rodillas ante Amelia, rompió a sollozar como un chiquillo.
Amelia sintió un movimiento de piedad.
-Juan Vilain, ya lo veo, también tú has sido engañado por la serpiente. ¡Escucha la verdad! Me he casado contigo por fuerza, por la fuerza más brutal, porque iban a matar de hambre... de hambre, ¿lo oyes?, a ese niño, que no es hijo mío, pero es un inocente, es una criatura indefensa. Y como me he casado contigo violentada, nuestra boda es, a los ojos de Dios, un sacrilegio, y tú no debes creerte mi marido o pecarás mortalmente y condenarás tu alma. Juan. ¡Mira lo que haces!
El mozo se incorporó, cruzó los brazos sobre el pecho y movió la cabeza.
-Eso será cierto, aunque me repugna y me cuesta trabajo creerlo de mi ama y madrina; pero, sea por la causa que sea, casados estamos; soy tu marido, eres mi mujer; ningún poder divino ni humano basta a deshacer lo hecho. Que el niño sea tuyo o ajeno, no me importa... ¡No pregunto nada! ¡Tu vida anterior a este día tuya es... para mí has nacido hoy y naciste vestida de blanco, más pura que el agua del manantial! ¡Te quiero tanto!... ¡Si alguien intentase haceros daño a ti o a la criatura conmigo se las habrá! ¡Mía es Amelia y sabré defenderla! Desde hoy perteneces a Juan Vilain... Que sea Dios o el diablo quien te ha traído a mí, te acepto, porque te idolatraba de tal manera, que no podía pegar los ojos ni atravesar bocado; era como una especie de maleficio. ¡Era enfermedad, era una cosa de esas que no caben en el pecho!... ¡Si no viene mi ama y me casa contigo... una noche soy capaz, no de profanarte, pero de darte la muerte! Mucho te respetaba, pero se vuelve uno loco! ¡Ya eres mi mujer! ¡Alegría!
Y el bretón echó los nervudos brazos al cuello de Amelia...