Misterio (Bazán): 13

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Misterio
Segunda parte - El cofrecillo

de Emilia Pardo Bazán


Un hombre cortés[editar]

Aquí llegaba de su lectura Renato cuando se detuvo sofocado por la emoción que en él producía. Era tan extraordinaria la revelación, que sin poderlo evitar la duda se alzaba en su alma, alternando con ráfagas de convencimiento repentino, que procedían más que de la lectura de los recuerdos del atentado y de la impresión que la presencia de Dorff había causado en su espíritu.

-¿Soy juguete del frenesí de un loco? -preguntábase con ansiedad el joven Marqués-. ¿Leo un relato novelesco o una sincera y noble confesión autobiográfica? ¿Sueño aún las febriles representaciones que sugiere la pérdida de sangre o estoy despierto y me entero de una iniquidad inmensa? Ea, Renato, calma y reflexión. Tienes en tu mano el medio de cerciorarte, de ver claro en este hondo misterio. ¿No eres depositario del cofre de los documentos? ¿No existen allí las pruebas fehacientes de lo que narra el manuscrito? Es preciso que la verdad ilumine tu conciencia; que no quede en ella ni una partícula de duda, ni siquiera sombra de recelo, cuando te consagres a la causa de este hombre... ¿Y Amelia?... Si es cierto todo lo que acabo de leer, ¿quién soy yo para Amelia? ¡Dios mío, luz y calma!...

Al pensar el concepto de «luz» diose cuenta Renato de que en aquella habitación de un piso principal, con ventanas a una calle de Londres, en que la niebla espesaba sus grisáceos algodones húmedos, ya apenas se veía para la lectura. Y cuando iba a tirar del cordón de la campanilla y ordenar que trajesen una lámpara, el camarero, después de llamar discretamente a la puerta, se presentaba ya con el quinqué de cuerda, diciendo al colocarlo sobre el velador:

-Sir, otro gentleman francés, que ha llegado hará hora y media, me manda preguntar si puede pasar a hacerle una visita.

Renato, que tenía abierto sobre el velador el cuaderno del manuscrito, instintivamente tendió la mano y lo escondió bajo el almohadón del sofá.

-¿Un caballero francés? -dijo tratando de no aparecer alarmado-. ¿Y quién es y cómo sabe que me encuentro aquí?

Por toda respuesta el stewart presentaba una tarjeta, donde se leía:

El conde de Keller.

Hizo el Marqués uno de esos movimientos inequívocos que significan: «no le conozco», y después, calculando que la negativa inspiraría sospechas, encogiéndose de hombros, volviose hacia el camarero y añadió:

-Que pase.

Al salir el criado apresurose Renato a ocultar el manuscrito donde ahora tenía el cofrecillo -en su maleta-, y prevenido esperó. Las advertencias de Dorff se le presentaban en caracteres de fuego: «Has sido confiado, hazte receloso; has sido franco, disimula». Dos minutos después la puerta se abría y entraba un caballero elegantemente vestido, de frac de paño violeta con botones de oro y ajustados calzones de casimir gris. Las mil vueltas de la gran corbata de muselina le hacían enderezar la cabeza, y sobre su bien modelado muslo derecho jugueteaban, resplandecientes, la cadena y los dijes del sullivan, último precepto de la moda. Producía una impresión favorable y recordaba el tipo distinguido del gran Chateaubriand.

-He llegado esta mañana al hotel, que me parece bastante malo, dicho sea en confianza, caballero -declaró el Conde inclinándose ante de Brezé-, y no sé en qué pensaría mi amigo el capitán Mac Gregor para recomendarme este figón. Al quejarse del servicio mi ayuda de cámara, le respondieron que había aquí otro caballero francés y que se encontraba contento. El galopín me lo contó, y extrañándome yo del hecho pregunté y me dijeron su nombre de usted, bien conocido en todas partes. Añadieron que se encontraba usted enfermo o herido, no sé cuál de las dos cosas, y me apresuré a venir a ofrecerme por si necesita a un compatriota; en el extranjero es un deber, y lo cumplo muy gustoso.

Renato, que había indicado un asiento a su visitador, contestó con reserva:

-Mil gracias. Por suerte ya me siento muy mejorado y creo que de nada necesito. Su título de usted, caballero, es nuevo para mí.

-Es un título alemán -respondió el Conde obsequiosamente-: un hermano de mi padre, residente en Munich, habiendo prestado servicios al rey de Baviera, recibió de él esa distinción. No todos tenemos la suerte de llevar títulos que se remontan a las Cruzadas, señor marqués de Brezé.

-Vamos, un fatuo que busca modos de relacionarse -pensó Renato tranquilizado, reprimiendo una sonrisa. Y como nada dijese en alta voz, insistió Keller:

-¡Pero qué detestable alojamiento hemos escogido! Nos ha tentado el demonio de seguro. Vamos a ver -añadió recorriendo detenidamente con la mirada el cuarto de Renato-, ¿es éste modo de amueblar una habitación? No tiene usted un pupitre; no tiene usted ni una cómoda, ni un armario; nada más que una mísera percha, la cama y este canapé... ¡Qué Miseria! Si parece esto una lodging house, alguna posada de marineros, cerca de Whitechapel. Era cosa de largarse... A no ser porque se encuentra usted enfermo, aunque nadie lo diría... ¿Qué ha sido, caballero?

-Nada -explicó Renato-. Unos ladrones que me quisieron quitar la cartera, y como incurrí en la tontería de resistirme, en vez de entregarles lo poco que tenía, uno de ellos me hizo un rasguño en el hombro. Si no anda cerca la policía me escabechan allí.

-¡Oh! -exclamó Keller-. Aquí es preciso, sobre todo en ciertas calles y barrios, soltar lo que a uno le piden y paciencia. Yo conozco bien a Londres: con mi tío pasé aquí un año. No tengo perdón de Dios al caer en el Hotel Douglas, pero me felicito, porque así he logrado el honor de saludar a usted y brindarle lo poco que soy y valgo. ¿Continúa usted aquí o piensa cambiar de alojamiento? Porque, si no es pecar de indiscreto, me permito recomendar a usted el de La Corona, adonde pienso mudarme esta misma noche. Allí se encuentra a toda la gentry: estaremos en nuestro elemento.

-No sé lo que haré -contestó políticamente Renato-. He venido para asuntos de intereses, a gestionar unos pagos que importan a mi madre, la duquesa de Roussillón, y acaso me sea preciso volverme inmediatamente a Francia. Si me detengo, aprovecharé sus amables y útiles indicaciones. Y discúlpeme usted de antemano que no le pague la visita, pues quizás me falte tiempo.

Acompañó Renato hasta la puerta al conde de Keller, o sea el esbirro Volpetti, a quien tomaba por un majadero inofensivo, y volvió a reclinarse en su canapé.

Al entrar Volpetti en sus habitaciones halló a Brosseur muy ocupado en inspeccionar la chimenea, donde ardía un vivo fuego de cok. Volviose el supuesto ayuda de cámara, y sacando del bolsillo un papel cubierto de líneas se lo presentó a su cómplice.

-Aquí está -dijo- el plano. Este es el número 23, la jaula de nuestro pajarito. Usía ocupa el 13 y el 15, salón y dormitorio. Hay, pues, cuatro habitaciones por medio en este lado; pero como yo no me chupo el dedo, hallándose desocupada la número 21, la he exigido para mí. No querían: esta gente respeta la jerarquía, y se empeñaban en relegarme al piso tercero. «Bueno se pondrá el señor Conde -exclamé- si no me tiene cerca para estarme mareando con órdenes e impertinencias...», y al cabo han accedido.

-Perfectamente -asintió Volpetti con satisfacción, sacando su tabaquera de esmalte y tomando un polvo-. Tanto mejor, ¿esa habitación tendrá chimenea?

-Ya lo creo.

-Pues la del Marqués... acabo de registrarla con la mirada. No encierra un sólo mueble donde sea factible guardar bajo llave cosa alguna. Sólo en dos sitios puede estar el cofrecillo: o dentro de la maleta del Marqués o bajo los colchones de la cama. Para cerciorarte de lo primero poco tiempo necesitas: para lo segundo un instante ha de bastar. Si la maleta está cerrada, te la llevas entera; si abierta, sólo el cofre. Hay que proceder con un cuidado exquisito y no incurrir en torpezas como en el último lance. No tengo ganas de que la policía inglesa meta la nariz en lo que no le concierne. Todo se arregla por fin, pero cuesta mucho trabajo que el dogo suelte la presa. Ya tienes instrucciones suficientes: si te cogen con las manos en la masa, sabes lo que has de decir. Eres un vulgar ladronzuelo: robaste... por robar; me robaste a mí también. ¡Entrégate tú, que ya te libraremos... y sálvame a mí! Yo desaparezco; oficialmente voy al Hotel de la Corona, pero en realidad, cuando hayas dado el golpe, si no hay fracaso, me buscas donde sabes, donde estuvimos esta mañana. Salgo ahora mismo; tú te quedas aquí, dedicado a recoger mis efectos, a arreglar para el traslado mis maletas. Prudencia... y maña. Esta no es cuestión en que te autorice a proceder de un modo violento.

Brosseur hizo una seña de inteligencia y conformidad, y mientras su amo se cubría con un elegante gabán hasta los pies se encasquetaba el sombrero abarquillado, calzándose los guantes, se dedicó al complicado arreglo de los chismes de limpieza y tocador.

Entretanto Renato, olvidado ya de la visita, extraía afanoso de la maleta el manuscrito y reanudaba la lectura, por la cual lo olvidaba todo, tal era la atención y la concentración con que absorbía los renglones.


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando