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Misterio (Bazán): 08

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Misterio
Primera parte - El visionario Martín

de Emilia Pardo Bazán


El visionario

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Quince minutos después se abría la puerta de la cámara regia y se incrustaba en el marco la imponente figura del viejo. Hízole el Rey una seña bondadosa, invitándole a acercarse. Avanzó el hombre con paso automático; moribundo rayo de sol alumbró su cara, y sobre su pecho creyó el monarca distinguir una sangrienta herida. Era la aplicación, en franela roja, del Corazón de Jesús, con la mística leyenda: Reinaré.

-Adelante, buen hombre, pídanos lo que desee; le hemos visto tan fijo frente a palacio, que nos agradaría poder complacerle. No tenga cortedad; tome asiento -ordenó el Rey señalando a un taburete. El aldeano no hizo caso de la indicación; tendió por el gabinete la mirada, y como sus ojos tropezasen con el obsceno lampadario de Pompeya, los volvió indignado y los fijó en el monarca relumbrantes y casi amenazadores.

-¿Qué pretende usted, qué viene a solicitar? -insistió este, un poco confuso sin saber por qué.

-No solicito cosa alguna -declaró el anciano con entera voz. No vengo a pedir al Rey empleos ni honores; vengo, de parte de Dios, a decirle varias cosas, a recordarle lo pasado, a revelarle lo venidero. No procede de mí la idea: acato órdenes. ¿Quién soy yo para presentarme ante el Rey? Un gusano, un pequeñuelo, el más humilde labriego de Francia. Me llamo Martín. Mi aldea es un lugar de doce vecinos. Soy cristiano, creo en la santa religión y en la sagrada monarquía. Cuando los malvados se conjuraron contra Dios y su imagen en la tierra, que es el Rey, yo no descolgué la escopeta porque entiendo que derramar sangre está vedado, pero coloqué sobre mi pecho este Corazón, a fin de que conociesen mis opiniones y me matasen si querían.

-¿Pero por qué no se sienta usted, buen hombre? -insistió el monarca.

-Por respeto, señor. No debo sentarme, y más bien debo arrodillarme. Aunque no estoy en presencia del monarca, estoy ante su tío, su heredero.

-¿Cómo es eso? ¿No soy yo el Rey? -Esta interrogación fue acompañada de una sonrisa indulgente, de condescendencia a la ancianidad. El epicúreo se sentía subyugado.

-Bien lo sabe Vuestra Alteza -contestó apaciblemente Martín-. Lo dicho, señor, yo nada valgo; mi existencia se reduce a obedecer y callar, a llevar la yunta y pagar la renta. Trabajando sin descanso cumplí esta avanzada edad, y jamás hice daño a nadie... Mi cabeza aún está firme, mis brazos activos; todavía soy yo mismo quien ara mis tierras. Un mes hace que las tengo abandonadas, que he dejado mi casa y mi familia, exponiéndome a la burla de los ignorantes y al desprecio de los poderosos. La gente se mofa de mí; Vuestra Alteza me ha tenido por demente...

-Buen hombre -advirtió severamente el Rey-, si no se dispensasen muchas cosas a la ancianidad...

-Señor, si falto es porque no conozco los usos de la Corte. Que se me castigue. Hagan de mí lo que quieran después que diga lo que debo decir.

-Diga Martín lo que guste -articuló el Rey retrepándose en la butaca-. Le escuchamos.

-No es Martín quien va a hablar, señor -insistió el aldeano sin turbarse-. Martín solo no se atrevería. Alguien habla por su boca. Mis palabras vienen del cielo.

-¿Del cielo? -repitió con delicada ironía el admirador de Voltaire-. ¿De Dios mismo tal vez?

-Alabado sea por siempre su santo nombre -repitió el aldeano-. Empezaré por lo que sucedió primero. Sepa, pues, Vuestra Alteza que el 16 de enero, congo estuviese yo distraído abriendo un surco en la heredad de trigo que labro, noté que los bueyes se asustaban sin saber de qué; me extrañó su inquietud; pensé: «¡algo hay!», y volviendo la cabeza vi a mi lado a un jovencillo muy hermoso, vestido como los caballeros de la Corte. ¿Por dónde había venido? Un minuto antes no se veía a nadie en todo el raso de la llanura. Llevaba el pelo crecido, que le caía en bucles por la espalda. Me quedé frío, señor. El jovencito me tocó en el hombro y me dijo: «Martín, ve a ver al Rey». Y sin otra palabra desapareció. Todo fue tan rápido, señor, que la verdad: supuse que era desvarío de mi imaginación, debilitada por los años. Hacía niebla y dije en mis adentros: «¡Bah! ¡La niebla remeda tantas cosas!». Pero cátate que el 18 -iba a anochecer y regresaba a mi casa, rendido de la labor-, junto al crucero del camino estaba apoyado el joven. Repitió la orden: «Martín, ve a ver al Rey»; yo me persigné y caí de rodillas al pie del crucero. Al levantarme busco al joven. ¡Disipado! Sin embargo, no se había despedido de mí. El 20 le vi entre los sauces, a orillas del río; el 21 y el 24 apareció en el lindero del bosque, apoyado en el tronco de una encina que llaman en el país el árbol de las brujas. Fue, sobre todo, el 21, señor, cuando me habló despacio. Su voz era triste, su acento solemne. Me dijo infinitas cosas que sobrepujan a mi entendimiento, y de las cuales, sin embargo, no he olvidado ninguna. Las conservo como en una caja, y después de que las repita me parece que se borrarán de mi memoria. Pero mientras no se las comunique a Vuestra Alteza, grabadas como con hierro candente las tengo aquí -y señaló a su frente.

La fecha del 21 de enero había hecho estremecerse al Rey. Un ligero escalofrío recorrió su cuerpo.

-Explíqueme sin miedo cómo era ese joven -murmuró.

-Miedo no lo tengo -declaró el aldeano-. ¿Qué pueden hacerme? ¿Quitarme la vida? He cumplido ochenta y cinco años. Soy un tronco seco que aguarda el golpe del hacha. La sepultura abierta me llama a sí. Pues la aparición, señor, era una figura hermosísima, y excepto el traje, igual a la efigie del arcángel San Rafael, que existe en la iglesia de mi parroquia. Por esto y por serenar mi conciencia consulté al señor cura. El señor cura no acertó a aconsejarme y me envió a monseñor el arzobispo. Este me dijo que eran fantasías y chocheces, y yo mismo resolví callar... Pero la aparición se presentó otra vez, pálida, terrible... repitió la orden: «Martín, Martín». Era de noche, dentro de mi choza... Entonces cogí el zurrón y el báculo, y andando, andando y pidiendo limosna, aquí me vine...

-Siga, siga... El Rey espera las revelaciones de Martín.

-Mis revelaciones... ¡ahí van!, Señor. Vuestra Alteza ocupa un lugar que no le corresponde.

-¿Cómo es eso? -Y el Rey sonreía, queriendo chancearse, acordándose de Lecazes emboscado tras del biombo-. Habiendo perecido mi hermano y su hijo, ¿no soy acaso el legítimo heredero del trono? ¿No cree Martín en el derecho divino de los reyes?

-La aparición, señor, me ha mandado que cuando me respondieseis eso os contestase yo: «¡No todos los muertos están en sus tumbas!».

El efecto de estas palabras fue fulminante en el Rey. Si sus enfermas piernas se lo consintieran, hubiese saltado del sillón. Impedido y todo, medio se incorporó; sus manos hirieron el aire; dilatáronse sus pupilas; se inyectó de sangre su cara.

-¿Necesita Vuestra Alteza pruebas de lo que acabo de decir? -exclamó el aldeano, cuyos verdes ojos de brujo echaban chispas, y que parecía obedecer al influjo de algo extraño, visible sólo para él-. Pues óigame... voy a recordar a Vuestra Alteza lo que nadie sabe. ¿Se acuerda Vuestra Alteza de un día en que fue a cazar con el Rey su hermano? ¿De aquella espantosa tentación? Era en la selva de San Huberto; el Rey llevaba de delantera una docena de pasos... nadie del séquito andaba por allí... y acudió a Vuestra Alteza la idea de tirar sobre él. Ya tenía Vuestra Alteza el dedo en el gatillo... Lo estorbó la rama de un árbol.

El Rey temblaba, ocultando entre sus manos la cabeza.

-Desde los primeros años, señor, Vuestra Alteza codició el trono. El obstáculo era aquel desventurado monarca, y Vuestra Alteza quiso suprimirlo. ¡Fratricidio de cada instante! Para eso no vaciló en transigir y en halagar a los impíos, a los enemigos del altar del trono. ¡Vergüenza eterna para la legítima monarquía, señor! Ella no puede, ¡nunca!, sin negar su propia esencia, pactar con los que hacen escarnio de la autoridad y cierran los templos. Si la Providencia lo ha permitido, es porque su eterna justicia decretó que la monarquía desaparezca... y desaparecerá; tengo orden de anunciarlo. Desaparecerá... ¡No la matan los enemigos, es ella misma la que se mata! ¡Si la institución resistiese, alta, noble, incapaz de concesiones cobardes, nunca hubiese triunfado la revolución!

Detrás del biombo se percibió un ligero ruido, como un chasquido insistente de la madera; pero el Rey seguía silencioso, aterrado, incapaz de hablar ni de moverse.

-El primo de Vuestra Alteza, el señor duque de Orleans, se interpuso entre la candidatura de Vuestra Alteza y los impíos. ¡Otro delito, otra felonía, señor! Vuestra Alteza siguió preparando la caída de su hermano y el deshonor de la Reina. ¿Se acuerda Vuestra Alteza de quién escribía ciertos versos escandalosos, de dónde se forjaban los libelos? ¿Se acuerda de lo que Vuestra Alteza dijo en el bautizo de la hija del Rey? ¿Se acuerda de lo que escribió al duque de Fitz-James? ¿Se acuerda de la alegría feroz que le causó la muerte del primer Delfín? ¿Se acuerda de quién avisó a la Convención para que detuviese a la familia real en la frontera? ¿Se acuerda de la misión de Valory? ¿Por quién fue sacrificado el mísero Favras? ¿De la quema de sus papeles? Pero las cenizas hablan... ¡Cuánta sangre, señor, cuánta sangre... y no son más que las primeras gotas!

Al hacer una pausa Martín, no se oía en el gabinete más que el castañeteo de los dientes del Rey, cuya frente humedecía un sudor frío, y el chasquido insistente tras el biombo, que avisaba y apremiaba. Pero el mutismo del Rey no permitió a Lecazes salir del escondrijo, y casi inmediatamente el labriego proseguía implacable:

-Vuestra Alteza no tuvo el valor de arrostrar la revolución que había ayudado a desencadenar, y huyó, a pesar de haber prometido compartir la suerte del mártir. Desde el extranjero, poco a poco, desatendiendo las instrucciones de su rey, preparó la intervención y la invasión de la patria, que fue alzar el patíbulo de su hermano. Vuestra Alteza no habrá olvidado la carta del mártir al príncipe de Condé. El buen monarca no quería ser acusado de la invasión ni de las represalias. ¡Nada de guerra!, repetía, ¡nada de guerra, mi cabeza primero! Y hubo la guerra, y su cabeza cayó... ¡Cuánta sangre! Un mar de sangre... Sangre en el suelo, sangre en charcos, sangre en el cadalso, sangre en el aire; lluvia de sangre, ardiente, abrasadora... ¿No la siente Vuestra Alteza? Gotea del techo; me está empapando los vestidos...

Y el viejo, con creciente exaltación, seguía viendo algo que los demás no veían. Su mano se extendió, su dedo índice casi tocó la frente del Rey...

-La infeliz prisionera, la degollada, habla por mi boca... Oigo su voz que repite: ¡Caín! ¡Caín!

El biombo crujió más fuerte; el Rey, pronto a desplomarse, articuló algunas palabras, que cubrió Martín con su acento rudo. El perrillo, asustado, después de exhalar un ladridito fino y cómico, se escondió bajo la piel de oso, entre los vendados y fajados pies de su amo.

-Por mucho tiempo el crimen fue estéril, la estrella del Corso brillaba en el cielo... Entretanto el inocente huía, vivía desconocido, oculto... Y Vuestra Alteza ¡era la esperanza de tantos que ignoraban la verdad! Yo mismo, señor, fiaba en Vuestra Alteza. Creíamos que el coloso tenía los pies de barro y que pronto se hundiría el soberbio. Y se hundió, rodó al mar, se lo tragó el abismo... Vuestra Alteza se apoderó de la corona... Y ahora, señor, ahora... ¿por qué poner asechanzas al huérfano?, ¿por qué armar con puñales a los inicuos?

El Rey, cruzadas las manos suplicantes, parecía un reo pidiendo misericordia; vaivén violento agitaba su cabeza, anhelosa respiración alzaba y deprimía su pecho. Martín, antes erguido frente a él, acusador, de pronto cambió de actitud completamente. Con movimiento patético se hincó de rodillas, y exclamó con fervor de plegaria:

-Señor, el Arcángel dice que se arrepienta Vuestra Alteza, que aún es tiempo... pero que dejará de serlo muy pronto. ¡Que no se atreva Vuestra Alteza a hacerse ungir... a derramar sacrílegamente sobre su cabeza el aceite de la Santa Ampolla! ¡Que no ose celebrar en las iglesias el servicio fúnebre por los que no han muerto, por los que no están en la tumba! ¡El sacrilegio, señor, es el mayor de los crímenes! ¡La copa de la cólera divina está llena; una gota más, y rebosara! ¡La raza es culpable, y si colma la medida terrible, será raída de la haz de la tierra!

Y Martín, incorporándose otra vez, con una especie de delirio profético, pronunció:

-Será raída. Raída en Italia, raída en España, raída aquí, en todas partes. Ya el dedo providencial secó el tronco de la usurpación. El castigo es inminente; veo sangre... veo después el oprobio, el baldón, la flaqueza de la mujer... ¡Qué rumor de oleaje! ¡Cómo se estrella el mar contra la playa! Otra revolución, más revoluciones... toda Europa es un volcán. Pero Vuestra Alteza no verá la erupción. Encomiéndese a Dios, la enfermedad crece... la gangrena, la gangrena horrible sube desde las piernas al corazón... La carne se pudre, cae inerte en pedazos... ¡Qué fetidez! Job tenía a Dios consigo...

El Rey ya no escuchaba. Caída la cabeza sobre el respaldo del sillón, violeta el rostro, en los labios un poco de espuma, era presa sin duda de un síncope de los que solían atacarle. Volviose entonces el labrador hacia el biombo, y con énfasis articuló:

-Zorro oculto, ven a auxiliar a tu amo.

Y a paso lento dirigiose a la puerta, mientras el Barón, aturdido, corría a desatar la corbata del monarca, dándole aire con un papel de música, lo primero que en su precipitación encontró. El Rey entreabrió los ojos, en los cuales se veía aún el extravío del espanto, y cogiendo la muñeca a su Ministro, tartamudeó:

-Que dejen ir en paz a ese hombre... ¡Que nadie le haga daño ninguno!


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando