Misterio (Bazán): 21

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Misterio
Segunda parte - El cofrecillo

de Emilia Pardo Bazán


El incendio[editar]

El ansioso afán con que leía el marqués de Brezé se había duplicado al llegar a este párrafo, relacionado con su predilecta, donde aparecía el nombre siempre dulce para un enamorado. Sin embargo, el mismo movimiento que reveló su interés y la involuntaria pausa que hizo para concentrar la atención le obligaron a darse cuenta de que la habitación, positivamente, se encontraba llena de humo, y la luz de la lámpara ya no era suficiente a permitirle descifrar con rapidez el manuscrito. La humareda crecía, espesa, acre, insufrible; Renato tosió, se llevó la mano a la garganta. Un calor intenso le molestaba, y alarmado se levantó, a tiempo que por el hueco de la chimenea entraron lenguas de llama y el espejo colocado sobre la repisa de la misma estufa hízose pedazos con estallido formidable. Ya en el pasillo se oía tropel y alboroto de gente y resonaban voces asustadas. Fue todo ello tan repentino, tan pronto, que no tuvo lugar Renato sino para recoger el manuscrito, enrollarlo, deslizarlo en el estuche de cuero y meterlo en el pecho, abrochando su levitón; precauciones en armonía con la importancia de aquellos papeles. Súbitamente la puerta se abrió pegando tremendo castañazo, y un hombre rechoncho, de patillas rojas, vestido como los ayudas de cámara, asomó gritando con todas sus fuerzas:

-¡Fuego! ¡Al fuego! ¡Socorro!

A estas voces, Renato se lanzó precipitadamente fuera de su cuarto. Encontrose entre el grupo azorado de sirvientes y huéspedes del Hotel Douglas, camareros, marmitones, el cocinero, atlético mozo, y también gente desconocida que acudía de la calle para prestar ayuda, pues el humo se veía ya por las ventanas y el barrio se había alborotado. Empezaban a subir de la cocina cubos de agua, y en medio del desorden muchos hablaban de correr a avisar a los bomberos de la villa, cuerpo recientemente organizado en Londres; pero no existían entonces los rápidos medios de comunicación que hoy poseemos, y alguien dijo que si el hotel no se remediaba a sí mismo, cuando los bomberos llegasen sería un montón de cenizas.

-Calma -advirtió Renato al aparecer en el pasillo, imponiéndose-. Nada de precipitación. El fuego no ha tomado gran incremento. ¡No asustarse, no aturdirse! Cerrar las ventanas, interceptar las corrientes de aire... y a mojar las mantas de todas las camas y a traérmelas empapadas, chorreando. ¡A sofocar el incendio!

La orden era acertada, y en momentos de confusión todo el que habla mostrando sangre fría se impone. Renato fue obedecido instantáneamente. Los huéspedes se dispersaron, dirigiéndose a empapar las mantas de sus camas y a traerlas en seguida. Serenamente Renato se enteraba de dónde y cómo había empezado el fuego. Respondiéronle que justamente en la habitación al lado de la suya, un cuartucho de segundo orden que solía dedicarse a guardar baúles y a alojar a los servidores de los huéspedes, y donde habían colocado al ayuda de cámara del señor conde de Keller, que estaba allí aturdido y desesperado. La chimenea, que no funcionaba hacía tiempo, al atestarla de carbón el criado del señor francés se había inflamado, comunicándose el fuego a las ropas y los muebles. ¡Valiente idiota y qué estrago había hecho en el hotel! En fin, a tratar de remediar la barbaridad cometida. En aquellos momentos no podía pensar se en otra cosa.

Inconsolable por el siniestro parecía el torpe de su autor, aquel regordete Brosseur que en su afán de calentarse no había sabido calcular la cantidad de combustible, y además se había ausentado a atender a los bagajes de su amo, dejando que el fuego creciese. Daba lástima el pobre diablo, que se tiraba del pelo y de las rojas patillas. «Mi amo me despedirá -sollozaba- ¡Un amo tan bueno y tan generoso!». Sin duda para reparar hasta donde fuese posible el daño ocasionado Brosseur empezó a agitarse, a ayudar, menudeando los ruegos de que nada supiese su amo.

-Por fortuna acaba de largarse a otro hotel -repetía-: pero si casualmente se enterase, puedo contar con que me deshace la rabadilla a puntapiés. ¡Bonito genio tiene el señor Conde! Es un ángel, pero con botas muy recias. ¡Ay Dios mío, qué desgracia! ¡En qué estaría yo pensando!

Al oír la orden de Renato de traer las mantas empapadas en agua Brosseur, se precipitó, y deslizándose en la propia habitación del marqués volvió a poco cargado con la manta chorreante. Oíanse ansiosas exclamaciones, ruido como de un tropel que se lanza por un despeñadero; el hotel se llenaba de gente; torbellinos de humo empezaban a salir por las ventanas, cuyos vidrios habían estallado. Un marmitón, armado de un hacha, encaramado a una escalerilla, cortaba las vigas del techo que principiaban a arder, y así impedía que el fuego se comunicase al piso de arriba. Por su parte, Renato no estaba ocioso: iba y venía, tranquilizaba, penetraba intrépido en el mismo foco del incendio aplicando con sus manos las mantas, señalaba hacia dónde convenía lanzar el chorro de los cubos; era el jefe, era el alma del salvamento. Por instinto, como sucede en los casos de peligro y de angustia extrema, todos acataban a Renato: habíase convertido en dictador espontáneo, y la conciencia de su misión le envanecía un poco; creía ver en aquel lance la medida de sus aptitudes.

-¡Agua! -repetía su hermosa voz, varonil y enérgica-. ¡Cubos de agua aquí! ¡Vengan de la despensa los sacos de harina; colocadlos a la boca de la estufa, ante el foco, a aislarle! ¡Esa manta dejadla caer ahí en la esquina, que salen llamaradas muy fuertes! ¡Sin miedo, con orden, con mucho orden! ¡A ver, más agua, un cordón de gente en la escalera y en la puerta para traerla rápidamente del pozo del patio!

Gracias a la actividad disciplinada de todos, el incendio se dio por vencido. Se redujo la hoguera; los maderos carbonizados, inundados, dejaron de humear; en vez de aquel horno siniestro se vio una habitación destrozada, ennegrecida, encharcada, pero que ya no ardía. El dueño del hotel, el señor Mac Renties, enjugándose el sudor de la frente y las sienes, encarnado, exaltado, vino a dar vigoroso apretón de manos al french lord que tanto había contribuido a salvarle del desastre y de la ruina. Empeñose en que habían de trincar con la mejor cerveza negra de Escocia a la extinción del incendio, y aunque Renato se resistía, no tuvo más remedio que humedecer los labios en el bock y recibir nuevos shake hand y felicitaciones del personal de la casa. Con ellas iban mezcladas imprecaciones y dicterios contra el otro bruto de frenchman, autor del desaguisado. Ahora, pasado el peligro, la indignación remanecía, y el atlético cocinero que había manejado con tal vigor el hacha cerraba sus puños del boxeador, jurando que desharía la jeta al french dog a cuya torpeza se debía que hubiese estado a pique de abrasarse el hotel enterito. Y en efecto, para cumplir la amenaza se echó en busca del pillastre para cobrarle la cuenta de puñetazos poniéndole un ojo a la manteca negra. Poco tardó en volver, sofocado, reventándole la sangre por la epidermis, bufando y gritando:

-¡Ah! ¡El tuno ese! ¡Asno malicioso! ¡El diablo que lo encuentre ya! No parece. Se ha escabullido, dejándose la maleta.

Renato aguzó el oído. Sin saber por qué este suceso le llamaba la atención. Un involuntario estremecimiento, una opresión indefinible, le sobrecogieron al instante.

-¿Qué ocurre? -preguntó al dueño del hotel.

-Nada -dijo este encogiéndose de hombros-, lo natural: que el bestia del ayuda de cámara no ha querido trabar conocimiento con los puños de Mathew. Se ha evaporado.

Apresurándose a librarse del obstinado agradecimiento del fondista, de Brezé alegó cansancio y el deseo de comprobar si también en su habitación había causado estragos el incendio.

Al entrar en ella, hubo de llamarle la atención el desorden en que se encontraba: vio la cama deshecha, las ropas por el suelo, volcados los muebles. Temblando, agobiado por un presentimiento que se precisaba más a cada minuto, Brezé corrió a la maleta donde había encerrado el precioso cofrecillo. Frío sudor bañó sus sienes al notar que la maleta se encontraba abierta, forzada la cerradura, cuya chapa aún pendía arrancada de las doradas tachuelas que la adherían al cuero.

Las manos febriles de Renato se hundieron en el interior de la maleta; allí tenía también algún dinero, y sus dedos tropezaron con los rollos de moneda ocultos bajo las ropas. ¡Pero en vano buscaron la cubierta metálica del cofrecillo! Cogiéndose las sienes, temeroso de ser víctima de una alucinación, de Brezé deshizo toda la maleta, sacó prenda por prenda; miró en el suelo, sobre la papelera, aunque estaba bien seguro de haber guardado allí el inestimable cofre... ¡Nada, nada, nada! Ni señal del cofrecillo, ni rastro.

-¡Robado! -tartamudeaba de Brezé sin aliento-. ¡Robado! ¡Infames! ¡Infames!

La vergüenza y la desesperación le clavaban en el sitio, tembloroso, presa de un acceso de frenesí interior, hasta tal punto que se reprimía para no lanzarse contra la pared estrellándose la cabeza. Ahora se explicaba el incendio, el lazo en que había caído como un niño insensato; ahora se daba cuenta de porqué al ver a aquel ayuda de cámara de las patillas rojas le había parecido conocerle, sin que le fuese posible recordar dónde.

-¡Desgraciado de mí! ¡He asesinado a Amelia! -repetía Renato.

El sentimiento de su responsabilidad le abrumaba. Con su falta de precaución, con su descuido, acababa de perder a Dorff, de arrebatarle lo último que le quedaba, su áncora salvadora. En vez de custodiar el sagrado depósito que habían confiado a su capacidad y a su celo se lo había dejado quitar como el imbécil de los imbéciles, olvidando las advertencias de Dorff, aquellos encargos tan reiterados y decisivos: «Desde el mismo momento en que recojas este cofre y este rollo de papel que guarda el estuche no te creas seguro en parte alguna, vigila, teme, no duermas sosegado y de nadie fíes. En todas partes te acecha la traición...».

-¡Desgraciado de mí! -repetía mesándose los espesos cabellos-. ¡Miserable de mí que todo lo he olvidado, que he destruido el porvenir en un instante!

Sus manos febriles tocaron el estuche del manuscrito sobre su pecho; respiró un poco más libremente, pues temía haberlo dejado también a merced de los ladrones. Aquello le devolvió algún valor y fuerza. En la maleta estaban las pistolas, las que debía a Dorff; las tomó, examinó la carga, metiolas en los bolsillos de su capote, se lo puso, así como el sombrero, y apretando los dientes, con la energía del que adopta una resolución mortal, dijo casi en voz alta:

-A recobrar el cofrecillo. ¡Ah, seor conde de Keller, o seor polizonte, o quien quiera que fueses... cuidado!, porque no he de descansar mientras no recupere lo que me sustrajiste y no te dé de paso una lección. Ahora tengo la fe que no tenía, ahora creo a pies juntillas que Dorff no es soñador ni loco. ¡Guárdate, conde de Keller! He aprendido mucho en un cuarto de hora. Aprendizaje cruel, pero ¡ay de ti si te encuentro!


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando