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Misterio (Bazán): 30

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Misterio
Tercera parte - Los Caballeros de la Libertad

de Emilia Pardo Bazán


La goleta

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Empezaba a subir al zenit aquel sol puro y claro, anuncio de un hermoso día, cuando el Poliphéme, que desplegado todo el trapo y aprovechando el viento favorable navegaba con rapidez asombrosa cortando graciosamente las olas, divisó la goleta, todavía a bastante distancia.

-Es extraño -dijo Soliviac a su segundo, asestando el catalejo de múltiples tubos hacia el punto del horizonte en que la embarcación se divisaba-. Es extraño. ¡Cualquiera creería que está al pairo la goleta!

Tomó el segundo el catalejo a su vez y meneó la cabeza, confirmando la observación del capitán.

-Al pairo está y hasta creo que ahora recogen velas. La línea blanca desaparece.

-¿Qué será? -exclamó el caballero de la libertad preocupado.

-Alguna avería.

-Sea lo que sea, ¡rayos!, nos conviene. Antes de un cuarto de hora la goleta estará al alcance de nuestra batería, y sin preguntar si la gustan los fuegos artificiales la saludaremos con una andanada. Lo que es en este instante tendrá avería o no la tendrá; pero después espero, Lekernic, que sí ha de tenerla. ¡Atención, pues! Y por si acaso, como ninguna necesidad tenemos de dar un cuarto al pregonero en este asunto, por si aparece en escena un tercer barco... que arríen el pabellón francés y enarbolen el de Holanda.

Cumpliéronse las órdenes del capitán entre el más religioso silencio. La tripulación del Poliphéme adoraba a Soliviac con una especie de idolátrico fanatismo; no examinaba las causas de sus acciones. Por otra parte, habituados en las largas campañas contra Inglaterra al Corso, a las emociones de la lucha y a las alegrías del botín, mal avenidos con la normalidad del transporte regularizado, nada les podía ser tan grato como un lance del género del que se preparaba. En los rostros ennegrecidos y duros de los marineros leíase un regocijo mudo, y los preparativos del combate se hicieron en un momento, con celeridad y entusiasmo.

Hallábanse ya no muy lejos de la goleta y podían ver bien su forma elegante y esbelta, sus dos mástiles inclinados y el pabellón inglés que ondeaba en su proa. Hasta distinguían sobre cubierta a la tripulación, que parecía hormiguear confusamente.

-Capitán -exclamó el piloto-, atención. La avería es segura. Nos han visto. Nos hacen señales. ¿Ve usted? Un cohete acaban de disparar.

-¿Conque un cohete? -refunfuñó Soliviac irónico-. Ahora verán qué cohetes gastamos aquí.

-¿No nos entregarían al reo si lo reclamásemos? -preguntó en voz baja Giacinto.

-¿Estás loco? -intervino Luis Pedro-. ¡Para que el esbirro les deje un pliego o una carta con encargo para enviarla a las autoridades; algo que nos delate, algo que nos pierda! Nada, nada de eso. ¡El barco en que ha sido recogido Volpetti debe desaparecer! ¿Tembláis ahora? ¿Se os han pegado los escrúpulos del que en la cámara reza arrodillado? Yo también creo en la justicia divina... pero creo que sus instrumentos somos nosotros.

-¡Capitán! -insistió el piloto-. ¡Si ya me parecía a mí!

-¿Qué sucede?

-¿Ve usted una columnita de humo que asoma al costado derecho de la goleta? ¿La ve usted?

Soltó los tubos Soliviac; sus ojos, a aquella distancia, ya le servían mejor que el catalejo, y en efecto, acababa de divisar la imperceptible nube que empezaba a envolver el barco.

-¡Tienen luego a bordo! ¡La goleta arde!

-¡La goleta arde! -repitieron los tres carbonarios, que trocaron una mirada llena de ideas y de pensamientos.

-¡La justicia divina de que hablaba Dorff! -dijo Renato, que formaba parte del grupo.

-Pues por si no estuviese bien prendido el fuego -advirtió Luis Pedro irónicamente-, por si con unos cuantos cubos de agua se arreglase el asunto... y sobre todo, para que no se figuren que nos acercamos con el caritativo fin de ayudarles... ¡un saludo al pabellón inglés, capitán!

Soliviac dio una orden, y cinco minutos después, los cuatro cañoncitos del Poliphéme, a un tiempo, con precisión que revelaba el hábito, enviaban su carga al costado de la goleta.

-¡Cargar otra vez! ¡A la arboladura! -mandó Soliviac.

En la goleta, el inesperado ataque del Poliphéme, con cuyo auxilio contaban, había producido evidente sorpresa y terror. Se veía a la tripulación agitarse despavorida; el humo era ya más denso y pronto cubriría enteramente a la embarcación.

-¡Luis Pedro! -exclamó Giacinto con alegría feroz-. ¡Mira, mira! ¡Sobre cubierta veo al esbirro!

La segunda andanada del Poliphéme fue a tronzar el mástil de mesana de la goleta, que al caer sobre la popa cogió debajo a dos marineros. Pero el humo ascendía, y desde aquel momento no fue posible ver lo que pasaba; era evidente que la goleta, al detener su marcha, había obedecido a la alarma del incendio.

-¿Dónde nos hallamos? -preguntó al piloto Soliviac.

-Frente a la isla de Jersey, pero más cerca de la costa. Tienen mal pleito los que caigan al mar y quieran salvarse a nado -respondió el piloto.

-¡Atención a los esquifes! -ordenó el bretón-. Ahora van a intentar el salvamento. ¡Ojo! Hemos dicho que de ese barco no escapa nadie...

Amelia, sobre cubierta, como ya lo estaban todos, menos Dorff, fijaba sus bellos ojos azules en el barco que ardía, en el humo por entre el cual principaban a verse de vez en cuando reflejos rojos, llamaradas que indicaban el incremento del incendio, contra el cual luchaban, sin duda en vano, los tripulantes. El viento nordeste, cada vez más vivo y fresco, avivaba las llamas, y dos o tres veces barrió el humo y permitió que se viesen los costados de la goleta, en uno de los cuales habían abierto las balas de los cañones del Poliphéme un formidable boquete.

-¡Otro saludo! -mandó el capitán-. ¡A la línea de flotación! ¡A ver si les metemos dentro agua para apagarles ese fuego!

Por tercera vez los cañones del brick, apuntados a la goleta, le enviaron su carga con la misma seguridad con que tiraría el cazador al ciervo atado. Érale imposible a la fina y velera embarcación huir del enemigo mejor alojado en sus entrañas, el incendio, la paralizaba. Con sus dos cañoncitos, pero sobre todo desplegando velas, hubiera podido intentar defenderse y salvarse la goleta; pero un barco ardiendo está perdido. Una de las balas del Poliphéme dio en el casco, casi al nivel del agua, y el mar penetró rugiendo por la abertura.

Dentro, un estallido anunció que se rompían tablas y pañoles.

-¡A pique! -exclamaron locos de júbilo Luis Pedro y Giacinto.

En el mismo momento pudo verse cómo en la goleta arriaban el esquife; cómo caía al mar la diminuta embarcación, balanceándose a manera de cáscara de nuez, y cómo se lanzaban a ella varias personas en confuso remolino. Dos tomaron los remos, y con sorpresa de los tripulantes del Poliphéme se dirigieron hacia él. Los marineros apuntaban ya a la leve embarcación para barrerla de la superficie de las olas, pero Luis Pedro intervino:

-Capitán, que les dejen acercarse.

Llegó el esquife a ponerse al habla con el Poliphéme y a que se viese que en él venían dos hombres, una mujer y un niño como de cinco años, que hacían desesperados ademanes de terror y súplica.

-¡Salvadnos! -gritaban-. ¡No tiréis! ¡Perdón! ¡No os hemos causado mal alguno! -gritaba la mujer.

Amelia, temblando, se cogió al brazo del capitán.

-¡Piedad para ellos! -intercedió.

-¡No puede ser!

-¡Al menos el niño!

Soliviac frunció las cejas. Era para los carbonarios, y especialmente para el marino, una cuestión de vida o de muerte; no debía quedar ningún testigo de aquel drama. Pero la voz de Amelia expresaba tan ardiente súplica...

-Hoel -dijo a un marinero-, lárgales un cabo e iza al chico.

-¿Y a los otros?

Una ojeada, un ademán de Soliviac, dieron clara respuesta. El esquife se aproximaba; momentos después era ascendido a bordo del brick un niño medio muerto de espanto y cuyo traje chorreaba agua de mar. Amelia le cogió en brazos y le cubrió de besos.

-¡Madre! ¡Madre! -gritaba en lengua inglesa la pobre criatura.

A pesar de todo su valor, Amelia se refugió en un rincón junto al rollo de cuerdas, abrazada estrechamente al niño. No quería ver. No quería oír. Las voces de los que desde el esquife pedían misericordia resonaban dentro de su corazón como tañido fúnebre. A pesar de que bajaba la cabeza y se tapaba los oídos, percibió estruendo de fusilería; los marineros del brick tiraban sobre el esquife. Clamores de náufragos, gemidos de moribundos siguieron a la descarga. Amelia apretaba más a la criatura desconocida, que representaba allí la compasión, contra su pecho. De pronto lanzó un chillido agudo; acababa de sentir temblar todo el barco como si diese a hundirse en el abismo, y un estrépito horrible, un trueno compuesto de centenares de truenos la había aturdido, ensordeciendo sus oídos y llenando de involuntario pavor su espíritu animoso. El niño, a fuerza de miedo, no lloraba... Era que en la goleta el fuego se había comunicado al pañol de la pólvora, y la embarcación, ya invadida por el agua, acababa de saltar por los aires.

A la detonación siguió un silencio supremo, inmenso, que todo lo envolvió, semejante a un sudario; sobre el mar flotaban trozos de madera, mástiles rotos, cuerpos mutilados que se desangraban o ardían; era lo único que restaba del lindo y rápido velero que la noche anterior había recogido a Volpetti...

Y Dorff, precipitándose sobre cubierta, alzó del suelo el cuerpo de su hija medio exánime delante de la cual se había arrodillado Brezé, y dijo en voz honda y profética:

-¡Por nosotros se ha derramado sangre!... ¡Dios está contra nosotros!...


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando