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Misterio (Bazán): 12

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Misterio
Segunda parte - El cofrecillo

de Emilia Pardo Bazán


María

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«A mí me habían puesto a buen recaudo en casa de una señora viuda de un suizo degollado el 10 de agosto. Vivía la infeliz retirada en el campo, y en aquella soledad contribuyó a resguardarme de miradas indiscretas una enfermedad de languidez que me postró en el lecho largos meses. No atreviéndose a llamar a un médico (¡los niños desconocidos inspiraban entonces tales sospechas!, ¡me buscaba con tal empeño en las fronteras la policía!), la viuda me cuidó a su manera con leche, aire puro y reposo. Fue lo suficiente; pero al levantarme advertí más que nunca la rara aprensión, de que jamás he podido curarme: para mí la existencia anterior era un delirio de la fiebre; en mi pasado ni había palacios ni torreones; mi vida se encerraba allí, entre las cuatro paredes del huerto. Como mi enfermera, nacida en uno de los cantones helvéticos, apenas hablaba francés, conversábamos siempre en alemán, idioma que era también el de mi madre, y el mismo a que recurríamos en la prisión, para que no nos entendiesen los carceleros. Así me habitué a esta lengua, que las circunstancias después me obligaron a emplear casi siempre.

Cuando empezaba a restablecerme, a deleitarme en la serenidad del campo, la policía supo mi paradero, y a pesar de influencias complejas y subterráneas para defenderme, fui sorprendido de noche por guardias armados, que me arrancaron del lecho y llevaron a una prisión. ¿Dónde? ¿Cuál? No lo sé. Con igual secreto me sacaron de ella (buenos oficios de mi constante protectora la criolla) y me condujeron a un castillo, residencia de una familia noble, que me alojó dándome muestras de un respeto religioso, sagrado. Era el dueño de la casa el marqués de Bray, adicto a nuestra causa. Allí, por vez primera de mi vida logré un amigo, mayor que yo en edad, pero mozo: el conde de Montmorín, que también se ocultaba, disfrazado de cazador. La vida que Montmorín había salvado por milagro en una de las atroces carnicerías que precedieron a la caída de nuestros padres -uno de esos degüellos en las prisiones que innovaron el verbo septembrizar- a mí la consagró aquel héroe. Bajo mil disfraces, hecho un duende, como lo había sido el célebre Batz trabajó en proteger mi evasión, mi libertad, mi seguridad... Y bien mirado, ¿acaso la existencia y la felicidad de Montmorín no valían tanto como las mías propias? Sin embargo, desde antes de conocerme, por ser yo quien soy, me las tenía ofrecidas en holocausto.

Bajo la protección de Bray y Montmorín corrió para mí la existencia tanto más venturosa cuanto que la quimera de la ambición no la turbaba. Comprendieron mis amigos que, dado el giro de los asuntos políticos y el creciente poderío del aventurero, el suelo de la patria ya no era seguro para mí, y salimos de ella, dirigiéndonos a Italia y Austria. Algún tiempo residimos en Venecia, otro poco en Trieste, y luego pasamos a Roma, donde bajo cuerda nos amparaba el buen Pío VI, un santo Pontífice, ajeno a las intrigas políticas y a la servil aceptación del yugo que su sucesor impuso al clero francés. Entretanto, mi enfermera y guardiana, la viuda del suizo, había contraído segundas nupcias con un paisano suyo, relojero y oficial mecánico. Yo he heredado de nuestro padre, cuya singular aptitud para esos trabajos recordarás, la afición a ellos. Por instinto me encantaba su labor prolija y paciente, y aprendí el oficio, siguiendo las doctrinas que predicó en su Emilio Juan Jacobo. Encantábame, por instinto, acatar la ley del trabajo, sujetarme a una labor diaria y ser un obrero, un humilde.

Un familiar del Pontífice nos facilitó una quinta cerca de Roma. Jamás olvidaré su jardín poblado de limoneros, higueras y adelfas; su roto pilón de mármol que coronaba una estatua de ninfa, erguida allí desde los tiempos del Imperio Romano. Una etapa de mi existir, la más íntima y deliciosa, se desarrolla a la perfumada sombra de los árboles de aquel jardín. Yo me acercaba a la pubertad; mis bucles rubios habían crecido, mis mejillas se sonroseaban, sangre nueva bullía en mis venas. Residía en la quinta, con nosotros, una criatura encantadora, cuatro o cinco años mayor que yo; María, hija del marqués de Bray y novia de Montmorín. Aunque estaba allí su novio, María me dedicaba sus más tiernos cuidados, y puede decirse que no se apartaba de mí; compañera de mis juegos y esclava de mis caprichos, por mí lo abandonaba todo. Su mano fina peinaba y lustraba mis rizos, abrochaba mi cuello de blanca tela, se apoyaba en mi hombro al pasear entre los viñedos y ofrecerme la fruta madura que tentaba mi precoz golosina. Montmorín, al verme con María, se retiraba, tomaba su escopeta y salía de caza, volviendo con algún ave fría de las lagunas, que figuraba después en la cena. Desde hacía tanto tiempo, era el de María el único rostro de mujer linda y dulce en que mis ojos se posaban. Mi niñez había sido tan arrullada y mecida por voces y brazos femeninos, y se había deslizado de tal suerte entre mimos y adoraciones de damas, que el ideal de la felicidad para mí era la compañía de la mujer aristocrática, suave, exquisita, como María de Bray. En ella creía volver a gozar el tibio agasajo, la blandura de nido de nuestra madre, de nuestra buena tía... ¡el tuyo también, el tuyo!, ¡nuestras venturosas chanzas, nuestros amantes juegos! El seno de María, donde recostaba mi frente, me prestaba calor delicioso que dilataba mi espíritu. Vivir así, cerca de María, ¿qué dicha mayor?

Una de las tardes en que nos entreteníamos en el jardín, trayéndola yo violetas con las cuales formaba un ramo, acudió a mi mente un recuerdo lleno de nostalgia: el de una escena parecida entre nuestra madre y yo, en el retiro idílico de aquella granja donde, libre de la etiqueta, se complacía en triscar y correr por el césped, vestida con ligero traje de indiana y pamela de paja de flotantes cintas. También allí era mi oficio descubrir y juntar las moradas flores húmedas de rocío; tú me ayudabas, y cosechábamos centenares. Nuestra madre, sembrada la falda de violetas, parecía un cielo con su sombrero pajizo, sus cabellos sueltos en tirabuzones sin empolvar y su gracioso fichú de muselina que descubría la garganta. En momentos así perdía su continente de soberana altivez y se convertía en una niña risueña, traviesa, loca. A cada puñado de violetas que llevábamos nos amenazaba, nos arrojaba al rostro unas cuantas flores, nos besaba idolátricamente. Y como María, por casualidad, también me tirase a la cara una violeta, el recuerdo fue tan vivo que creí tener a nuestra madre delante y me arrojé en brazos de la prometida de Montmorín. Nuestras respiraciones se mezclaron, nuestros labios se tropezaron sin querer. El sentimiento se despertó en mí con tal vehemencia, que instantáneamente dejé de ser niño, y estrechando violentamente a María, como estrecha un hombre a su amada, pregunté:

-María, ¿qué ha sido de mi madre? ¿Dónde está mi madre? Quiero saberlo. ¡Obedece! ¡Dímelo!

En efecto, desde el acerbo día en que me habían separado de ella, ni volví a verla ni tuve la menor noticia acerca de su suerte. Los que me hablaban evitaban con sumo cuidado pronunciar su nombre. Y mi imaginación se la representaba prisionera aún, demacrada, triste, soñando conmigo, rezando, de mil maneras -menos la verdadera, la espantosa-. ¡Nunca la imagen inconcebible de su cabeza cortada y su sangre vertida había cruzado por mi mente! Esperé con loca ansiedad la respuesta de María; si nuestra madre continuaba prisionera, ultrajada, sola, era mi deber correr a su lado, arrostrar todos los peligros, pelear hasta salvarla. Esta forma tomaba el primer hervor de la virilidad en mis venas, mi transformación de niño en adolescente. Pero María callaba, bajaba los ojos, de los cuales fluían lentas lágrimas, y su cuerpo, preso en mis brazos, se estremecía con temblor de angustia, mientras sus manos hacían violentas señales negativas. Insistí y la estreché sin darme cuenta de mis actos. ‘¡Mi madre!... ¿dónde se encuentra mi madre?’. Y entonces la joven, acariciándome, trastornada de dolor, balbuceó un ‘¡ha muerto!’ que aún resuena en mi corazón. ‘¡Madre!, ¡madre!’, grité; y caí al suelo presa de un síncope.

Al recobrar el sentido María estaba a mi cabecera llorando. ‘Quiero morir también -la dije-. Quiero reunirme con mamá. Pero no quiero separarme de ti. Muramos juntos. María, mi vida no ha de ser más que larga cadena de amarguras. Me lo ha dicho una voz mientras estaba aparentemente desmayado. No me abandones. Después de mi madre no he encontrado a nadie a quien quiera como a ti. Vámonos abrazados al cielo; allí la encontraremos y seremos felices’. Ante mis insensatos ruegos, la joven María, que debía de adivinar toda mi perturbación, no hacía más que suspirar y estrechar mi mano helada, que calentaba con su aliento. Al verla allí, cuidándome y consolándome con el mejor consuelo, que es la participación del dolor, llegué hasta experimentar repentinos accesos de gozo y a desear que se prolongase el estado de postración enfermiza en que caí. Con efecto, apenas principié a recobrar alguna tranquilidad, y, aunque muy abatido, a levantarme y pasearme como antes acostumbraba, noté que María, con diferentes pretextos, me evitaba, se alejaba cuanto podía de mí. Ya no recorríamos juntos los bosquecillos embalsamados de nuestra quinta; ya no nos parábamos asidos del brazo a ver cómo las palomas metían su pico de rosa y su tornasolado cuello cambiante en el pilón de mármol que coronaba la antigua estatua de la ninfa. Y yo, en cambio, advertía un deseo infinito de acercarme a mi amiga, una necesidad creciente de recostar mi cabeza en su seno; a todas horas la buscaba, la llamaba; la veía pensativa, seria, como si experimentase una especie de cortedad injustificada, un recelo sin motivo, y al mismo tiempo, cuando no la miraba, sentía sus ojos fijos en mí; mil veces la sorprendí contemplándome con una especie de adoración, y al percibir que yo lo había notado sus mejillas suaves se enrojecían como la nieve al resbalar sobre ella la aurora.

Acompañó a estos fenómenos una recrudescencia de intimidad con Montmorín; los novios, que antes no lo parecían, pasábanse ahora las tardes juntos hablando debajo del emparrado que cubría una de las fachadas del villino. No obstante, María disimulaba mal una tristeza continua, y Montmorín, que los primeros días rebosaba placer, empezaba a dar también señales de preocupación al hallar triste a su novia. No queriendo interrumpir el coloquio de los prometidos, celoso, con amarga melancolía, me apartaba de ellos, y vagaba solitario por la campiña, acercándome sin temor a las lagunas cubiertas de verdosa vegetación, cuyos miasmas, en ciertas épocas del año, producen el paludismo que se llama aria cattiva. Me sentía tan indiferente a vivir, tan deseoso de reunirme con nuestra madre, que me exponía casi por gusto al peligro, deleitándome en pensar que si yo enfermase, María, dejándolo todo, volvería a instalarse a mi cabecera, y que expiraría entre sus brazos, sintiendo su hálito, su olor a violeta fresca, acabada de cortar.

Mi aire taciturno y mis paseos sin objeto llamaron la atención a Montmorín; puesto ya en el camino de la observación, fijose también en la languidez que minaba a María, en la especie de afectuosa frialdad que demostraba en las pláticas de amor; su leal y generoso corazón adivinó, y un ruego que semejaba una orden salió de sus labios. He aquí lo que dijo a María: ‘No te apartes de Augusto (me llamaban así) un momento. Nuestra unión no ha de realizarse mientras él no recobre el lugar que le corresponde en el mundo. Entretanto hagámosle dichoso. He sido un miserable egoísta y te pido perdón. Siempre me pesará el tiempo que te he distraído del deber que tienes de cuidarle, acompañarle y alegrar su espíritu. Para no seguir sujetándote, emprendo un viaje; me embarco para Francia; necesito saber cómo marchan allí nuestros asuntos. No temas; disfrazado de marinero bretón, ni el diablo podrá conocerme. Adiós, María’. Nuestras súplicas fueron inútiles: partió, dejándonos libres y reunidos. Piensa en esta acción, Teresa, y considera cómo los principios que nuestra estirpe representa y simboliza pueden elevar la tensión de un alma a lo sublime... y a lo absurdo. Montmorín adoraba a María, pero me la entregaba sin vacilar, como me entregó más adelante su existencia. Y María, viendo en mí, no al pobre niño proscripto, sino a la encarnación de esos principios para ella divinos como la fe, me elevaba un altar en su fantasía; después de haber luchado inútilmente para idealizar a su novio, era a mí a quien idealizaba, llena de orgullo y de remordimientos, cual otra Lavallière.

Al día siguiente de la marcha de Montmorín volvíamos embriagados de ventura a oír juntos los arrullos de las palomas que bebían en el pilón. No sabíamos dar nombre a lo que sentíamos; éramos dichosos, sencillamente, sólo con la inmensa alegría de no apartarnos. Como dos hermanos inocentes de toda malicia, reíamos y corríamos; yo mismo propuse a María paseos más largos, a fin de que ni un momento se interrumpiese nuestro coloquio, en que el marqués de Bray terciaba alguna vez. En nuestro descuido no recelamos aproximarnos a la orilla de aquellas charcas tan poéticamente revestidas de verdura y orladas de florecillas, en una de las cuales un ara pagana rota, con inscripciones que borraba el musgo, se elevaba a la sombra de un árbol seco, añoso, herido por el rayo. Agitada de correr, María se sentó al pie del ara, y yo cerca de ella, transportado. Sin decirnos nada comprendíamos nuestra situación y nuestros ojos se prometían inextinguible cariño. Nuestros dedos se enclavijaban, nuestros cuerpos se acercaban, mi frente se reclinaba sobre su corazón palpitante.

Al volver a la quinta, María se quejó de frío; al día siguiente no pudo salir de su habitación, escalofriada, trémula. La marisma había hecho su oficio; la calentura palúdica abrasaba y secaba sus venas ya. Mi sino la había herido decidiendo de su suerte. Aquella muerte que yo había buscado llegaba para María. Vi sus claras pupilas enturbiarse, sus ojos rodearse de cárdeno livor; vi enflaquecerse sus lindas manos, secarse la primavera de sus mejillas, decaer sus fuerzas hasta el punto de que la era imposible dar un paso sin apoyarse en mí, y pronto ni aun apoyada lo consiguió; pasaba los días al lado de la ventana que caía al jardín, extendida en un canapé, con su diestra febril entre las mías. Después tuvo que renunciar a levantarse, y reclinada en almohadas, que yo colocaba estudiando el modo de proporcionarla algún alivio, pasaba las horas del día tiritando del frío peculiar de la malaria. Casi ni ánimos para incorporarse la quedaban cuando llegó Montmorín -sabedor de la enfermedad de María, ansiaba verla antes de que se cumpliese el fatal plazo-. Era la víspera del día de Nuestra Señora: las campanas del Convento de Capuchinos, a poca distancia de nuestra quinta, balanceaban en el aire sus lentos sones. Montmorín entró, y arrodillándose al pie del lecho besó la mano ardorosa que amarilleaba sobre la blancura de la sábana. La enferma abrió los ojos, y viendo al que antes fue su prometido, una expresión de dolor se retrató en sus facciones demacradas; retiró la mano, cruzó ambas y con voz desgarradora exclamó:

-Álzate, Eugenio, hermano de mi alma... y perdóname. No quiero morir sin tu perdón.

Montmorín, por toda respuesta, se volvió hacia mí, y tomando también mi mano, selló en ella otro beso largo y respetuoso. Yo me arrojé a sus brazos, y permanecimos así buen espacio de tiempo confundiendo nuestros sollozos.

-Eugenio -repitió María apenas nos separamos-, muero contenta. ¡Vivir era más difícil!... Pero acuérdate siempre, hermano mío, de lo que te encargo. Vela por él, líbrale de todo peligro, hazle triunfar de sus enemigos... ¿Me lo prometes?

Entre lágrimas y ternezas Montmorín juró lo que deseaba la moribunda, y a su cabecera pasamos la tarde y la noche. A la mañana, cuando los pájaros del jardín gorjeaban el amanecer, llamamos a María, pero no respondió: Había expirado».



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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando