Misterio (Bazán): 22

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Misterio
Tercera parte - Los Caballeros de la Libertad​
 de Emilia Pardo Bazán


En acecho[editar]

Frente al muelle de Dower, en el punto más cercano al embarcadero, existía en aquella época, en que todavía no abundaban los buenos hoteles, uno entre figón y hospedería, que ostentaba en su muestra enorme cetáceo pintado de almazarrón con este letrero: The Red Fish (El Pez Rojo).

La concurrencia a este establecimiento, que pronto se cerró por haber hecho fortuna su dueño, el rollizo John Sympdale, el cual se retiró a cultivar una granja en el condado de Kent, se componía de marineros y cargadores, parroquianos del figón en el piso bajo, y de capitanes de barco, pilotos, negociantes de toda suerte, que allí descansaban de una travesía o esperaban el buque que había de llevarles a su destino. También solían detenerse en el Red Fish viajeros que al ir a Londres o regresar a Francia se reponían de las molestias del mareo, porque la travesía del Canal no se realizaba sin tales inconvenientes.

Era, pues, el Red Fish establecimiento de mayor importancia de lo que prometían su aspecto exterior y su tradicional muestra. Sus cervezas y whiskys gozaban fama de excelentes, y asimismo su bacalao fresco, su salmón ahumado y sus sopas de avena a la escocesa. Hallábase la cueva provista como pocas lo estarían aun en el mismo Londres; sabía el rollizo Sympdale que nada atrae a la clientela de gente de mar como el aromático olor de los rancios vinos portugueses y españoles y el estrépito de los espumosos franceses, anzuelo de la bien lastrada bolsa de los marinos y de su cuerpo ávido de sensaciones, de apurar mil goces en una hora. Así es que las estanterías de la bodega del Pez Rojo se honraban con vinos de a media guinea la botella y algunos de a guinea, y no les faltaban consumidores.

Cuando ingresamos en la extensa pero ahumada y oscura sala baja del Pez Rojo, a hora en que está casi desierta -pues son las once de la mañana y los borrachos de la víspera se han ido a dormir la mona-, sólo hay dos o tres mesas ocupadas y les presta servicio, solícitamente, la roja Kate, sobrina del hostelero. Escotada y de manga corta, enseñando las frescachonas carnazas, Kate escancia la cerveza y deposita sobre el tablero sin mantel fuentes de salmón ahumado cocido con patatas, bañado en manteca y fuertemente sazonado con moscada y jengibre. Ante una de las mesas está sentado un hombre joven, tan preocupado que de fijo ni sabe lo que engulle; viste traje de camino y sin duda espera a alguien, pues sus miradas se dirigen con frecuencia hacia el trozo de muelle visible a través de la vidriera, no muy limpia, no obstante la fama de la inglesa pulcritud.

El observador es a su vez observado por dos individuos, situados a bastante distancia, emboscados, por decirlo así, en el punto más oscuro de la sala, entre una penumbra que no permite distinguir sus rostros desde lejos; pero acerquémonos y será otra cosa. Veremos primero a un hombre como de treinta y pico de años, de baja estatura, delgado cual si le consumiese fuego interno desecando sus carnes, de color bilioso y pálido, de duro mirar, de labios contraídos, de cabeza pequeña, de recelosa actitud y al parecer siempre emocionado, siempre vibrando a impulsos de una idea. Quien se fijase en sus movimientos notaría que apenas tocaba a la comida y que su gran bock estaba todavía colmado de la primer cerveza que le habían servido y cuya espuma se hallaba ya disipada del todo.

Al lado de este personaje hay otro que, por el contrario, despacha con excelente apetito su trozo de salmón y lo riega, no con cerveza, sino con tragos de Chianti color de granate, que escancia de un fiasco enfundado en paja. Es un joven de hermosa figura, algo vulgar, sin distinción, pero escultural y formado como un Apolo, robusto, de tez morena y negra barba. Sus ojos brillantes, sus dientes blancos revelan salud, vigor y alegría; su mirada es directa y a veces difícil de sostener.

Conversan los dos individuos en voz tan baja que sería imposible a los demás parroquianos de Sympdale sorprender jota de su conversación. Cada vez que se aproxima Kate, el gallardo mozo se aprovecha para soltarla un puñado de requiebros y aun se propasa a sujetar un instante la mano de la gentil servidora sobre el borde del tablero o a rodear su cintura mientras se inclina para servir la cerveza. Pero apenas Kate desaparece el diálogo sotto voce se anima. Hablan en italiano.

-Sí que le conozco -afirma el primero, refiriéndose al caballero que miraba al muelle-. Le he visto en París y no me engaño; es un señor perteneciente a la alta sociedad, el marqués de Brezé. Su familia es ultramonárquica. Les han devuelto sus bienes; les han enriquecido. Su lealtad tiene contrapeso de oro.

-¿Y crees que su presencia aquí se relacione poco o mucho?...

-¡Qué sé yo! Giacinto, cuando se está en nuestro caso, el descuido sería necedad; siempre conviene pensar lo peor. Que se halle aquí un viajero francés en espera de barco, ¡pch!, cosa insignificante, máxime si nos consta que no es ningún moscón de la policía. Pero el hecho de ser de allá ya nos obliga a suspicacia; además, percibo en él algo que me sorprende: su actitud no es tranquila; ese hombre parece acechar.

-Cierto -contestó el llamado Giacinto-. Eso me ha dado en la nariz desde que se sentó a la mesa. Espera o teme. ¡Bah! Un noble, un elegante... Cuestión de faldas.

-¡O de política! -repuso obstinadamente el otro-. No le perdamos de vista; a veces por el hilo se saca el ovillo. En esta hostería donde suele parar nuestro Volpetti -y recalcó la palabra nuestro- debe sernos sospechoso hasta el aire. Si ese petimetre espera a una mujer bonita ¡buen provecho! ¡Pero si no!...

-Yo juraría que el amor danza en el asunto afirmó Giacinto, que se explicaba difícilmente el modo de ser de su compañero, indiferente a la hermosura.

-¡Ello dirá! Vamos a lo que importa. Si los informes de nuestros hermanos de la Venta de Londres son exactos, Volpetti llega aquí hoy sin falta. ¿Estás seguro de conocerle bajo cualquier disfraz que adopte? Ya sabes que ese zorro se transforma como el más consumado actor.

-¡Que se me despinte a mí Volpetti! -exclamó Giacinto, por cuya expresión fisionómica cruzó, descomponiéndola, un lívido y repentino relámpago de odio-. Aunque se meta en el pellejo del diablo, su compadre. ¡Si somos de un mismo país y de un mismo pueblo: sicilianos de Catania! ¡Si le recuerdo desde que andaba descalzo, atrayendo gente a los garitos! ¡Si luego se entró de novicio en los Camaldulenses! ¡Si le vi empezar su profesión de esbirro a las órdenes de un gobernador, hechura de la reina Carolina! Tiene el genio de su profesión y ha llegado en ella al grado sumo. Nació espía y polizonte y goza en ejercer ese vil oficio. Es un dilettante apasionado. Es el más peligroso de cuantos empleó Fouché y emplea Lecazes. ¡Ah! Pero a cada cual le llega su hora... ¡Tengo tantas cuentas atrasadas con Volpetti! El largo encierro de mi pobre hermano Rafael; la desesperación de Grazia, su prometida; la horca en que se balanceó el cuerpo del honrado Romeldi; el descubrimiento de la conspiración del 19 de agosto... ¿Pues por qué se me ha designado para esta misión, por qué? ¡Porque saben que Volpetti... de mí... no se libra!

Dijo esto Giacinto rechinando sus blancos dientes, transfigurado por la ira que centelleaba en sus ojos de fuego.

-¡Chisst! -indicó Luis Pedro-. Calma y disimulo. Para estas cosas, ser de hielo al exterior.

-No te apures -repuso Giacinto-. Ya sabré moderarme.

-¿Te conoce él?

-Como a su propia camisa. Y sin jactancia, me tiene un miedo regular. Si cuando llegué de Trieste a París no me protegen tan eficazmente los hermanos, me echa la zarpa. A bien que contra treta, retreta y a espía, espía y medio. Aquí, en Inglaterra, ¿qué puede hacer? De hombre a hombre...

-En Inglaterra misma advirtió Luis Pedro- los esbirros ayudan a los esbirros, los poderes inicuos al inicuo poder. Es preciso, Giacinto, reformar vuestra estrategia; y no digo nuestra, porque de lo que personalmente y sin acuerdo con los demás haga cada cual responderá ante su conciencia... y basta. Es preciso, lo repito, que la Venta Suprema reconozca que con la caballerosidad no iremos a ninguna parte. ¡Qué diablo! A fe que Lecazes se anda con escrúpulos. La guerra es la guerra; hoy no se pelea en los campos de batalla como en tiempo del Otro, pero se ha trabado un duelo a muerte entre la revolución y la reacción, y bajo apariencias de legalidad existe una salvaje lucha. Si hemos de contentarnos con hojalatear, ¿a qué esa organización por veintenas donde nadie conoce a los de otra veintena, sino el que los ha de organizar, esa vasta red que alguien comparó a las ramificaciones madrepóricas, a los corales, y a qué, sobre todo -dímelo, Giacinto, por tu vida-, esta resurrección de los antiguos Caballeros de la Libertad? ¿Ha de quedarse todo ello en platonismos, en aspiraciones para cuando los acontecimientos, en su curso natural, nos regalen el triunfo? ¿No hemos de tomar un desquite? ¿Uno solo?

-¡Corpo di Dio! -exclamó el italiano- el platonismo ha muerto. Dígalo nuestra presencia aquí. ¿Venimos a recrearnos? «La policía necesita una lección -se nos ha dicho- y hay que dársela. El infame Volpetti lleva a Londres alguna misión secreta para el Gobierno, cuyos efectos conocerán muy pronto todos los carbonarios ingleses. Que la suerte de Volpetti sirva de escarmiento al Superintendente de policía y a los que están más arriba que él». ¡Ah! Se preparan sucesos...

-¿Qué sabes? -preguntó Luis Pedro afanosamente.

-Olfateo. Sospecho. La exaltación crece. Los acontecimientos nos arrastran a todos. Conozco hombres tras de cuya frente se genera un mundo de ideas y de resoluciones. ¡Ah, caro mío! Las asociaciones son sin duda muy fuertes, pueden mucho; pero a veces un individuo aislado que obedece, no a la consigna, sino a la pasión, puede y hace más en un minuto... En fin, no me ha comunicado sus secretos la Gran Venta, pero están en la atmósfera; se sienten y se respiran. Pronto hemos de ver notables cosas.

-Parece una profecía -murmuró el otro interlocutor.

-Bien... El tiempo corre. Ahora ¡cumplamos nuestra misión!

-¡Sin duda! -declaró el italiano-. Y nuestra misión no es grano de anís. Volpetti llegará aquí para embarcarse. O viene solo o acompañado. En el primer caso somos dos para meternos como bombas en su propia habitación, ahogar sus gritos y despabilar el asunto en un santiamén. Tenemos la retirada segura; el Poliphéme nos aguarda; su capitán, nuestro hermano, nos ocultará, nos cubrirá la retirada, nos desembarcará donde nos acomode. En el segundo caso, el negocio se complica, pero ¡tanto mejor! Prefiero uno para uno y cuerpo a cuerpo.

-Pues pidamos al cielo que venga solo. ¿Pundonor con los perros? ¿Cortesía con los esbirros? ¿No valen en la guerra las emboscadas? ¿Es cosa de que nos prendan y saquen por el hilo el ovillo de los hermanos y en especial el de los caballeros? ¡Bah! Se le despacha como a un can maldito... y abur. Vidas más importantes que la suya se extinguen en un soplo si al destino le place.

Proseguiría Luis Pedro si Giacinto no le diese al codo de una manera significativa.

-¿No decía yo que era cosa de amor? Ahí tenemos a la damisela -bisbiseó alborozado.

El joven que comía solo acababa de incorporarse con ímpetu, yendo al encuentro de dos personas que aparecían en la puerta: un hombre en la fuerza de la edad y una jovencita. Vestía esta pareja muy modestamente de telas grises y raídas, y parecían, por el corte y color de su ropa, dos irlandeses de los que pasan a Francia en busca de la vida, tan difícil en su menesteroso país. Pero bajo el limpio calesín de paja adornado con una pobre cintita de terciopelo negro de la joven se adivinaba un perfil tan arrogante como gracioso, y el ancho levitón del hombre no ocultaba una apostura distinguida y llena de dignidad. El marqués de Brezé, deshecho en atenciones con los recién venidos, buscaba con su mirada la de la viajerita, la cual le sonreía con divina dulzura desde la penumbra en que envolvía su rostro el ala del sombrerón. Luis Pedro, apoyó violentamente la mano sobre el brazo de Giacinto.

-¿No ves qué cosa más extraña?

-¿Cuál?

-¡El parecido!

-¿Qué parecido? No entiendo.

-¡El de esa muchacha y ese hombre con la familia del penúltimo rey, del degollado! Él es el monarca, ella la austriaca...

-No les conozco sino por retratos -dijo el italiano-; pero, en efecto... ¡cuerpo de Dios! Me parece, me parece que sí...

Y los dos carbonarios, estupefactos, se miraron como si acabaran de ver salir a los muertos de la sepultura.


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando