Misterio (Bazán): 25

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Misterio
Tercera parte - Los Caballeros de la Libertad​
 de Emilia Pardo Bazán


Mina y contramina[editar]

Otro menos escarmentado que Renato, creyendo saber cuanto necesitaba, se retiraría de allí; pero el joven Marqués tenía sobrexcitadas sus facultades y no se movió. Y bien le avino: al poco rato la puerta del cuarto de Volpetti se abría, y entraba el capitán Soliviac, que venía a anunciar al señor conde de Keller cómo tenían pasaje él y su criado a bordo del Poliphéme y cómo el brick se dirigía a Dieppe, a menos que el señor Conde tuviese especial interés en arribar a otro punto, en cuyo caso...

Soliviac desempeñaba a las mil maravillas su papel. Volpetti cayó en el lazo; ajustó, ofreció una suma regular... Le interesaba mucho desembarcar en el Havre, desde donde era fácil y breve el viaje a París.

-¡El Poliphéme! -repetía para sí Renato-. ¡La Providencia no puede decirme con mayor claridad que ha resuelto entregarme a ese hombre!

Acorde ya con Soliviac y señalada para embarcar la hora de la marea de media noche, Volpetti seguía tranquilamente arreglándose, sin sospechar qué formidables enemigos se agitaban a su alrededor. Tan natural es en el hombre la confianza, que hasta quien nació para espía, como aquel siciliano, alguna vez se ha de entregar a ella. Hay un instante fatal en que el resorte de la voluntad se afloja. Volpetti, dueño de los codiciados papeles, asegurado el regreso a Francia, creyó hallarse en vacaciones, y las órdenes que dio a Brosseur se refirieron a la lista de una comida suculenta, servida en su propia habitación. Por rutina tomó la precaución de añadir:

-¡Cuidadito con lo que se habla en la cocina!

Entretanto, los dos carbonarios conferenciaban con Soliviac y le encargaban que embarcase, mucho antes de la hora fijada, a Volpetti, a los irlandeses y al marqués de Brezé. El primer viaje de la chalupa, ya anochecido, debía llevar a estos y a Luis Pedro; el segundo sería para Giacinto y Volpetti. Soliviac mismo buscó al marqués de Brezé en su habitación, y le avisó que debían estar dispuestos él y las dos personas para quienes había solicitado pasaje.

-Convenido, capitán -respondió Renato-, por lo que respecta al señor y a la señorita O’Ranleigh; pero tocante a mí, iré, si es que voy, en un bote que fletaré a la hora más conveniente. Digo si es que voy, porque aún no estoy seguro. Quizás convenga a mis intereses no salir de Inglaterra por ahora.

Estas palabras de Renato, transmitidas por Soliviac a los carbonarios, hicieron fruncir el entrecejo a Luis Pedro, cuya suspicacia se despertó nuevamente.

-No es amor sólo el que danza ahí -repitió, viendo sonreír a Giacinto-. Apuesto a que tiene su busilis la conducta del Marqués.

-Le he manifestado -advirtió Soliviac- que el Poliphéme no le aguardará, y que se expone a quedarse sin embarcación, y me ha respondido que supone que el brick no se hará a la mar antes de la marea de la media noche.

Sobresaltados los dos carbonarios cruzaron una mirada. Giacinto, a pesar suyo, principiaba a compartir la inquietud de Luis Pedro. Hay situaciones en que cualquier incidente inesperado alarma.

-Bien, pues dejarle que haga lo que quiera y no perderle de vista. Nuestra tarea se distribuye así: tú, Giacinto, quedas en tierra y acompañas a Volpetti y a su fámulo hasta la chalupa; en ella estaremos el capitán y yo. Si Brezé quiere embarcarse al mismo tiempo no le recibiremos, porque no cabe. Se quedará en tierra y... nada más. No hacen falta testigos. Ahora... cada uno a su lugar.

Cosa de media hora después bajaba Renato de Brezé la escalera, dando el brazo a la supuesta miss Bess O’Ranleigh, cuyo rostro cubrían el sombrero de paja y el velo y cuyo cuerpo elegante envolvía ancho tartán de grandes cuadros negros y verdes. Dorff, que venía atrás, también había subido el cuello de su capote y aplanado el ala del sombrero, y así y todo, cuando Luis Pedro les vio, cuando percibió otra vez confusamente el singular parecido, un movimiento que no supo definir, mezcla de antipatía y de atracción, se produjo en su alma.

-¡Raza maldita! -pensó para sí-. ¡Raza que nos ha traído y nos traerá siempre la vergüenza, la invasión, el bofetón en las mejillas de la patria!... ¡Ah, si algún día puedo!... Y esta extraña semejanza, ¿a qué se debe? ¿Va la casualidad a jugar una carta en nuestra partida?... ¿Qué significa el respeto con que les trata ese aristócrata?

Cerca ya del muelle, comunicó estos recelos el sombrío carbonario a su optimista compañero Giacinto.

-Cada vez me convence menos lo de la aventura amorosa. Aquí hay algo que no entendemos... ¡Vigilancia! Ahí quedas tú para asegurar el golpe.

Momentos después los irlandeses, Luis Pedro y el capitán se acomodaban en la chalupa del Poliphéme. Giacinto, puesto ya en alarma, fijose en los detalles de la despedida; notó la angustia, la emoción de la joven, al estrechar de un modo peculiarísimo la mano del marqués de Brezé, y el ademán que este hizo, involuntariamente, y que en todas partes significa:

-No hay cuidado. Se hará lo que corresponda.

-¿Tendrá razón Luis Pedro? -meditaba el siciliano camino del Pez Rojo-. ¿Será ésta una contramina, un hilo que pueda enredar nuestra trama?

Desde el embarcadero siguió con disimulo a Renato. La niebla, que comenzaba a espesarse, le favorecía. Por otra parte nada tenía de sospechoso el hecho, toda vez que iban en la misma dirección. Al llegar a la posada, Renato, en vez de entrar en el bodegón, echó precipitadamente escalera arriba. Giacinto se detuvo en el rellano, atando cabos.

-La habitación contigua a la de Volpetti es la que estos irlandeses acaban de dejar vacía -pensó, recordando la distribución del piso, estudiada so pretexto de retozar con Kate-. No es verosímil que otros viajeros la hayan ocupado. Esperaré a que el Marqués entre en el cuarto inmediato, que es el suyo, y después trataré de deslizarme ahí a oscuras; milagro será que el ojo de la llave esté tapado con un papel. Volpetti aquí no debe de andar precavido. Se creerá libre de toda asechanza...

Mientras echaba estas cuentas Giacinto, acababa Brezé de subir la escalera y empujaba la puerta de su cuarto. Ya iba el siciliano a deslizarse en el de los irlandeses; sólo tuvo tiempo de hacerse atrás y ocultarse en las tinieblas del ángulo del pasillo. Renato había vuelto a salir... sin botas, descalzo, andando furtivamente, mirando alrededor... y abriendo con suavidad la puerta de la habitación en que se había alojado miss O’Ranleigh, metiose en ella.

-¡Lo que yo me proponía!... -murmuró para sí, estupefacto, el caballero de la libertad.

Tan inesperado era aquello que Giacinto, resuelto como pocos, sintió una especie de miedo. El matemático o el astrónomo que descubre en su cálculo más importante un error transcendental; el ladrón que al introducirse en una casa, creyendo hallar a los dueños dormidos, ve luz y oye ruido de voces; el general que se encuentra envuelto por fuerzas enemigas, deben advertir algo análogo a lo que nuestro siciliano experimentaba. Cerca de quince años hacía que, impulsado por un odio hirviente como la lava del Etna, se proponía consumar su venganza y cobrar a Volpetti la sangre y los sufrimientos de seres muy queridos. La vida especial del esbirro, sus múltiples disfraces, sus viajes repentinos y secretos, le habían defendido; Giacinto, solo, pobre, obligado a luchar para ganarse la vida como pintor adornista al temple, no hallaba ocasión favorable de encararse con su enemigo. Al trabar amistades con Luis Pedro, al afiliarle este en la Venta, el italiano sólo vio una perspectiva: vengarse de Volpetti. Sus esperanzas crecieron cuando ingresó en el grupo de los caballeros de la libertad, núcleo individualista dentro de la asociación de los Carbonarios. Los caballeros auxiliaban todos a cada uno, siempre que no se tratase de empresas contrarias a los fines y resoluciones de la Venta. En cambio de esta ventaja personal, los caballeros eran siempre elegidos para trances peligrosos. Sin conocer esta especial organización de las fuerzas entonces revolucionarias no se comprendería la situación de Giacinto. Un poder formidable le ayudaba, transformándole de homicida por venganza en ejecutor de sentencia secreta. Y próximo ya a lograr cumplida satisfacción de sus añejos y perseverantes rencores, ¿cómo no al armarse ante la impensada complicación cuyo alcance no podía medir?

Media hora permaneció emboscado, aguardando a que Brezé saliese. Pero no acababa de salir, y el puesto era un extremo peligroso; podían pasar Kate, o los camareros, o algún huésped; extrañarían encontrarle acurrucado en aquel rincón. Giacinto se enjugó la húmeda frente y se decidió a bajar al bodegón, donde pidió otro frasco de Chianti y un trozo de carne fría. Necesitaba restaurar sus fuerzas; comprendía que sus piernas flojeaban, que saltaba locamente su pulso. A medida que corrían las horas era mayor la alteración de su espíritu. Kate se acercó a servirle la roja lonja de buey y el empolvado fiasco, y al ponerlo sobre la mesa, maravillada del silencio de su adorador, le llamó la atención con una sonrisa provocativa y una frase picante.

-¿Qué tiene usted? ¿Se le ha muerto algún pariente cercano? ¿Ha visto sobre el tejado la sombra del gato negro? -añadió aludiendo a una superstición local.

Giacinto, de mala gana, acarició distraídamente la gruesa mano de la moza.

-Oye -la dijo-, ¿sabes tú si se marcha ahora ese caballero francés que aposentó a los irlandeses?

-¿Y a usted qué le importa? -respondió amoscada Kate, a quien no se le ocultaba la frialdad del gallardo siciliano.

-Más de lo que piensas -contestó Giacinto en voz a que procuró dar apasionados tonos-. Si él se va es que se marcha el buque que nos ha de llevar a los dos... y entonces, con gran desesperación mía, Kate... no pasaré la noche aquí. ¡Una noche bajo el mismo techo que tú, gloria divina! -añadió apoderándose del extremo de la trenza roja de Kate y deshaciéndola entre sus dedos.

La alegre muchacha se puso más encendida aún que de costumbre; jadeó un poco su aliento. El italiano la gustaba más de lo que ella misma creía, y subyugada no tuvo valor sino para murmurar, como quien se rinde:

-El caballero francés se marcha a media noche, y lo mismo el señor que ocupa el 10 y que ha traído su criado. Ya han pedido la cena y la cuenta. Pero... aquí no faltan embarcaciones. Si está usted cansado y deseoso de dormir tranquilamente... mañana encontrará las que quiera.

Giacinto, para mejor engañar a Kate, trocó con ella una expresiva mirada sin interrumpir la operación de desflecar la trenza, cuyos hilos cobrizos, olorosos a aceite de macasar, se le enredaban en las uñas. Luego, apurado el Chianti, subid a su cuarto, riéndose de la vanidad de las mozuelas; se cebó el capote, se ciñó una faja y en ella aseguró dos pistolas; se terció la cartera, empuñó un bastón de estoque, caló el sombrero y, saliendo por la puerta de la calle, se perdió entre la niebla.


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Cuarta parte: I - II - III - IV - V - VI - VII
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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando