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Misterio (Bazán): 40

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Misterio
Quinta parte – La hermana

de Emilia Pardo Bazán


Razón de Estado

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La escena pasa en el gabinete del Rey, aquella especie de museíto donde una mano inteligente ha reunido algo de lo más bello en que cada época marca su sello especial, sobre todo de las edades, tan estéticas, de Grecia y Roma. No cabe imaginar contraste más vivo que el de este museíto pagano con el ascético despacho de la Duquesa y su oratorio.

Encuéntranse reunidos allí el ministro de policía y el mismo Rey, tendido en su ancha poltrona de inválido, sostenido y apoyado por todas partes el cuerpo en almohadas, almohadones y cojincitos de pluma, y envueltas y cubiertas las piernas -a pesar del calor que se dejaba sentir en aquella cerrada habitación, donde aún ardía suave fuego de leña en la chimenea- por una manta acolchada de seda con ribete de piel de cisne. Todo ello había sido mullido, arreglado y dispuesto por las manos cariñosas de la joven condesa de Cayla.

Percíbese a las claras el estrago hecho por el padecimiento en la real persona desde el día de su entrevista con el viejo Martín. La cara, aunque siempre respira esa intelectual y desengañada malicia y esa penetración reflexiva, característica de las faces rasuradas del siglo XVIII, y bajo la cual se advierte una especie de reprimido entusiasmo, tiene los rasgos principiados a borrar por el edema, la pálida hinchazón de los tejidos. Los ojos, amortiguados, se esconden entre el bulto de los párpados. Todo descubre, en aquel semblante, la marcha invasora de una descomposición de la sangre, inútilmente combatida por los paseos rapidísimos en coche abierto que para el Rey sustituyen al ejercicio. Cuando se mueve, un olor a drogas medicinales se esparce por el ambiente del elegante museíto, a pesar de las flores raras que sobre la mesa refrescan sus tallos en pompeyana copa de alabastro, con dos palomas en las asas, maravilla del arte antiguo. Aquellas flores, era también la Cayla quien las traía de Saint-Ouen al regio amigo achacoso.

El Rey economizaba conversación, contestando sólo cuando no tenía otro remedio, y entonces, en cambio, era afluente y oportuno. Una reflexión melancólica nublaba su frente al escuchar lo que el Ministro le decía.

-Peligro más grande nunca lo han corrido la monarquía y el régimen. Y no será que yo no lo hubiese previsto, y no viniese desde hace años, lo mismo que mis antecesores, ¡hagámosles esa justicia!, y que Le Coq, en Berlín, adoptando medidas y tendiendo hilos para evitar que un día sucediese lo que ahora amaga suceder. ¡No nos hemos descuidado un minuto; no hemos perdonado medio!

Abrió Lecazes, después de este párrafo, la tabaquera y respiró una pulgarada, como para esclarecer sus ideas tormentosas; después, sacando el pañuelo bordado, se sonó con ruido casi de llanto; un trompeteo que delataba el detestable humor, reprimido por el cortesano respeto.

-Creo que Vuestra Majestad no dudará de ello, conociendo mi celo y mi consagración absoluta a la causa del orden y de la autoridad, y mi convicción de que hay momentos en que es criminal una vacilación, un descuido, un acto de flaqueza... Señor, ¡se ha hecho todo!, o mejor dicho, ¡se ha querido hacer todo!, pero una serie de casualidades inconcebibles ha desbaratado los mejor combinados planes y las previsiones más exquisitas...

Viendo la atención que el Rey prestaba. Lecazes prosiguió:

-No había pensado hablar de esto con Vuestra Majestad por evitarle preocupaciones inútiles, pero hoy necesito el auxilio de Vuestra Majestad... Yo, solo, no alcanzo a parar el golpe. No viví desprevenido. Desde hace años, un sabueso mío, el más fino de todos, el hombre más útil que conozco y que mejor me secunda -un siciliano llamado Jácome Volpetti, que estuvo algún tiempo al servicio de la reina de Nápoles-, sigue como la sombra al cuerpo los pasos de ese... sujeto peligroso, y va lentamente, con golpes de destreza, de audacia y de fortuna, poniéndole en situación de no hacer daño o de hacer el menos posible, si el caso llegase... Heredé de Fouché este sabueso, y venía llenando la misión que hoy ejerce... Ya se había dedicado a no perder de vista al individuo, y cuando todavía imperaba el Corso le tuvo a buen recaudo en Vincennes; pero la primer esposa del Corso, con fines que sospecho, viendo en él un arma terrible que poder esgrimir, se consagró a seguir protegiendo al sujeto y le proporcionó la libertad. Esta parte de la historia sería larga de referir puntualmente... Y además, ¿qué nos importa? Vengamos a lo actual. El sujeto, después de salir de Vincennes, emigró a Prusia; desde allí podía dar bastante que hacer. Pero no tenía estado civil; no era nadie, y a Volpetti se le ocurrió una idea excelente. Se hizo amigo suyo, no sé cómo (artimañas de mozo listo), y afectando prestarle servicios, le proporcionó un pasaporte que, apremiado por las circunstancias, aceptó; el pasaporte llevaba un nombre cualquiera... Bajo ese nombre le inscribieron, le autorizaron para residir en Spandau... y trabajo le mando si ha de desasirse de él. ¡Un nombre! ¡No hay cárcel como esa!

-Sin embargo -objetó el Rey-, cuando se poseen otros documentos que prueban la identidad...

-A eso voy, señor -respondió Lecazes haciendo con la mano extendida la seña que en todas partes significa «calma»-, falta lo más importante. Esos documentos cuya existencia y conservación al través de tantas vicisitudes es para mí un enigma, son precisamente el nudo de esta maraña. ¿De dónde proceden? Ni el armario de hierro, ni el escondrijo abierto por el desgraciado monarca en la pared de su prisión, lograron librarse de las pesquisas revolucionarias. Mi sospecha, señor, es que los fatales papeles se los entregó Barras, que fue muy coleccionista de documentación, a la criolla, y esta al amigo leal del sujeto, a aquel Montmorín que le ayudó a evadirse de Vincennes, muerto después en una escaramuza. Sea cono sea, tales papeles eran una máquina infernal cargada de pólvora, que podía hacer explosión a cada instante. Volpetti no descuidó un momento el grave asunto, pero los papeles estaban bien escondidos. Tuvo el arte de colocar al lado del sujeto a una mujer que, de buena fe, creyendo servirle, le aconsejó que se pusiese en relación con Le Coq, el Superintendente de policía, y le confiase los documentos que acreditaban su personalidad...

-¿Y... se los confió? ¡No me asombraría! ¡La mujer lo consigue todo! -dijo el Rey con gracia.

-¡Ah, señor! ¡Sí; le confió unos cuantos, de bastante interés... pero reservó, el diablo sabe dónde, los mejores, los más graves! Y en medio de mil peripecias ha logrado conservarlos encerrados en un cofrecillo...

-Después de la mujer, el mayor peligro para el hombre son los papeles -añadió el monarca siempre sonriente.

-Prosigo... Al persuadirse del fracaso de sus gestiones con Le Coq, y vista la imposibilidad de recobrar los papeles que le había remitido, el sujeto se aquietó. No es de los más revoltosos, y su tendencia natural le lleva a la inacción y al retiro... pero hoy tiene a su lado una hija que es la misma inquietud. A no ser por ella... Bien; el caso es que nuestro sujeto pareció sosegado. Dejose de ambiciones, se enamoró, se casó y se dedica a trabajar la relojería, que lo hace primorosamente...

-Es de familia -dijo con fino sarcasmo el Rey.

-Así vegetó algún tiempo... La fortuna quiso que más adelante fuese acusado de incendiario y monedero falso y sentenciado a trabajos forzados en Silesia...

-¿La fortuna?... -articuló el Rey no sin picardía-. La fortuna... o más bien... ¡Ea, Lecazes, hijo mío -solía llamarle así-, aquí no jugamos a engañarnos!

-¡Señor... cuando los sucesos se arreglan y combinan como podría desearse que se combinasen, ni debemos quejarnos ni perdernos en investigaciones ociosas! ¡Esa condena nos sería tan favorable, si llegase el momento de tener que ventilar ante los tribunales las disparatadas pretensiones del odioso sujeto! ¡Incendiario, monedero falso, presidiario! Sólo eso es capaz de perder a cualquiera ante la opinión pública... y de retraer a los nobles que pudieran tener el capricho de seguirle. ¿Vamos a quejarnos si nos llueve un torrezno en la bocal? ¡A esa cuenta nos quejaríamos también de la nube de impostores y alucinados que han aparecido por todas partes, y que han creado ya tal escepticismo entre la gente que uno más que parezca tiene mucho adelantado para que no le haga caso nadie!

Nuevamente sonrió el Rey. Diríase que se complacía en desbaratar los cortesanos artificios en que iba envuelta la explicación del ministro de policía.

-Vamos, reconozco que no debemos quejarnos... tanto más cuanto que en la aparición de la nube de falsos delfines me parece que ha intervenido no poco un Júpiter bastante conocido nuestro... ¿Eh? ¡Bien, hijo mío: hablemos como hablan las personas de entendimiento, que han sabido vencer sus virtudes, anularlas, relegarlas adonde se relegan los estorbos!... Como que tenemos demasiado buen gusto para ser pedantes moralistas...

Lecazes sonrió a su vez.

-No creo que me confunda usted -prosiguió el Rey invalido, cuya cabeza irradiaba intelectualidad y malicia- con mi sobrino Fernando, que sólo ansía el momento de abrazar a su resucitado primo. ¡Pobre Lecazes! Haga usted dimisión el día en que yo falte, que pronto será...

-Vuestra Majestad -dijo el Ministro- está, por fortuna, más fuerte de lo que él mismo supone. Mientras su elevado espíritu vea las cosas tan claras y no se deje subyugar por augurios como los que le trajo aquel viejo, aquel Martín... ¡largo reinado le espera!

Y después de esta bocanada de incienso, continuó:

-Alguna vez habíamos de tener buenas cartas en nuestro juego... La causa principal de la condena a presidio de ese sujeto fue la indignación que produjo en los jueces su impostura -así consta en autos-. Le condenaron, no por los delitos, que eran difíciles de probar, sino porque al tomarle declaración dijo haber nacido príncipe... Lo que yo hallé de erróneo en esa condena fue... su brevedad. Encerrar algún tiempo en presidio a un hombre es exaltar sus convicciones, y soltarle luego más decidido a dañar; porque si Vuestra Majestad me pregunta el juicio especial que he formado de ese sujeto, diré que, a mi ver, no es tanto un impostor como un sincero maniático. Sin duda por torpeza de la policía prusiana ha sido imposible descubrir rastros de la verdadera familia de ese hombre, del verdadero sitio donde nació, y esto ha acrecido su locura, porque afirma que no hay medio de probar que él sea otro de lo que dice ser. En lo cual, a fe mía, está en lo firme.

-¡Y tanto! -declaró el rey.

-Pues nuestro... alucinado -continuó Lecazes- salid del presidio más furioso, con renovados ímpetus de afirmar sus soñados derechos. A cada hijo que le nacía, poníale un nombre histórico: Amelia, a la mayor, en recuerdo del viaje a Varennes; a otra, María Antonieta; a otra, María Teresa; a los varones, Carlos, Eduardo... Todo ello parece inofensivo y no lo es, señor, porque con la tenacidad de la idea fija, ese hombre iba envolviéndose en una especie de jirón de púrpura real... El cetro era de caña, pero ¡tenía aureola de perseguido y de mártir!... ¡Fíjese bien Vuestra Majestad en todo ello y comprenderá cómo este personaje no es asimilable a los otros que han aparecido y a quienes hemos envalentonado, para que sirviesen de parapeto contra alguno que pudiese surgir revestido de mayor seriedad y basado en superchería mejor fraguada!

-¡Ah! ¡Por supuesto, mi buen Lecazes, que este... es otra cosa!

-Cualquiera pensaría que yo lo ignoro... Esa aureola de martirio despierta abnegaciones y entusiasmos. Por ejemplo: cuando el sujeto, al volver de presidio, se estableció en Crossen, sin un maravedí, encontró allí un magistrado que le socorrió, que le regaló fuertes sumas y que se erigió en defensor de su causa; otra especie de maniático, que escribía a todo el mundo en defensa de los imaginarios derechos y en solicitud de que el proceso se revisase... Tanto, que el secretario del príncipe de Carolath tuvo que decirle a aquel mentecato dañino: «¡Hay en Prusia fortalezas donde encerramos a los que se meten en lo que no les importa!». ¡Créalo Vuestra Majestad, los tales redentores son una peste! ¡A bien que el redentor poco tardó en ascender al lugar que le correspondía: al cielo...!

-¿Murió? -preguntó no sin sobresalto el Rey.

-¡Ay! Sí, señor... Una indisposición repentina... Y tenemos razones para creer que él y no otro era el depositario de los verdaderos papeles, de esos papeles malditos... de ese reguero de pólvora... Porque, al expirar en brazos de un hermano suyo, todo se le volvía repetir: «Ahí... en ese bufete... papeles... papeles del Príncipe...».

-¿Y por qué no se aprovechó tal coyuntura? -preguntó el Rey con ironía.

-¡No estaba yo allí, por desgracia! La policía tuvo soplo de los detalles de la muerte del iluso magistrado, y... al punto en que este subió al Empíreo, fueron confiscados todos sus papeles, pero ya o el hermano o el mismo sujeto habían puesto en salvo los de verdadera transcendencia. La policía alemana tiene de plomo los pies y la cabeza de estopa, porque ¿no es donosa ocurrencia buscar pruebas de tal fuste en la casa de aquel a quien interesan? ¡Muy necio ha de ser si las tiene allí, y sobre todo si las tiene de manera que un registro pueda descubrirlas!... No bajarán de diez las veces que en una o en otra forma, legal o ilegal, a pretexto de incendio, simulando robo, ¡Dios sabe cómo!, ha sido registrada y vuelta patas arriba la morada del sujeto: se le ha cogido mucho papelón, pero los de fondo... claro es que en otras manos habían de encontrarse. ¡Excepto últimamente, en Londres, donde consta que los conservaba él, en escondrijo inaccesible! Como en Inglaterra no es fácil manejar las cosas a nuestro gusto...

-¿Él residía en Inglaterra?

-Sí, señor. Allí se trasladó desde Prusia, convencido de que le convenía un país cuyo Gabinete no estuviese en tan buenas relaciones con el nuestro y donde se alardee de legalidad y de respeto al domicilio... Allí el sujeto, cansado de escribir cartas a todo bicho viviente y de que nadie le haga caso, vivió algún tiempo tranquilo, entre la relojería y la química, a la cual es muy aficionado: ¡como que dicen que ha inventado una granada explosiva nueva!

-Y en ese caso -murmuró el Rey- ¿por qué no haberle dejado en paz? Cuando la gente no busca ruidos...

-Sí, señor; en paz le dejábamos... Es decir, ¡en una paz relativa!, porque tratándose de esos lunáticos hay que temer siempre la reaparición de la manía con caracteres agudos. Nuestra suspicacia tuvo que despertarse al saber que había enviado a Francia a su hija mayor, y que esta muchacha, que ya no es lunática, sino una intrigante muy temible, parecida a aquella célebre madama de La Mothe que tanto dio que hacer a la última e infeliz reina de Francia, había preso en sus redes a un noble francés que ostenta un nombre tan respetado como el marqués de Brezé, Renato de Giac.

-¡Ya tenemos en campaña a Eva! -articuló con picardía el Rey.


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando