Misterio (Bazán): 24
Renato espera
[editar]No fue menor que la emoción de Renato la de los dos individuos apostados en la sala baja al divisar a Volpetti, que con su equipaje se dirigía hacia el Pez Rojo.
Conteniendo el alborozo se hicieron vivas señas, pisándose los pies.
-Ahí le tenemos -susurró Giacinto.
-Y acompañado -comentó Luis Pedro.
-Y el compañero parece forzudo.
-Me encargo de él -declaró fríamente el sombrío caballero de la Libertad.
A tiempo que dialogaban así, el hostelero del Pez Rojo encomendaba a Kate que buscase habitaciones para el señor recién llegado y su fámulo. Kate echó a correr, y como una exhalación la siguió Giacinto, bromeando, pellizcándola el talle, sin que mostrase gran indignación la mozallona roja, nada esquiva y hecha a esta clase de chanzas con los huéspedes.
Volpetti y su criado habíanse detenido un instante en el bodegón a beber dos copas de Málaga con bizcochos. Giacinto, emprendedor, acercábase a Kate más de lo necesario, acorralándola en cada rellano de la escalera.
-Déjeme en paz -repetía Kate riendo-. ¡Qué humor gasta! ¡Vaya una manía de andar tras de mí!
-No es manía, es buen gusto -contestó galantemente el italiano-. ¡Hermosa! -añadió en suplicante voz-. ¿Por qué tanto rigor conmigo?
-He de hacer mi obligación -protestó Kate-. He de elegir aposento para ese señor que acaba de llegar y su criado, y no es tarea fácil, porque está la casa llena como un huevo. Ea, ¡a soltarme, sir!
-No seas ingrata. Déjame que te acompañe por los pasillos. Buscaremos juntos... ¿En eso hay mal? Te escolto; soy tu servidor, tu paje, lo que quieras...
No era posible rehusar oferta tan cortés, aun cuando en ella fuese envuelta bastante malicia. Porque, al entrar juntos en un cuarto desocupado, Kate se cercioraba de que el gallardo siciliano era un solemne truhán, amigo de no desperdiciar ocasiones.
Por fortuna, Kate, muchacha digna y seria en el fondo, aunque chancera en la superficie, sabía lo que debía a su decoro, y además tenía manos listísimas para contener a los desmandados, aunque fuese por el tradicional sistema de los mojicones, sistema que al italiano le hacía suma gracia, a juzgar por las risotadas con que lo celebraba relamiéndose. Acabó Kate por reírse también, pues no había modo de formalizarse con aquel perdido gracioso.
-No están libres sino el 10, el 39 y el 43 -decía la muchacha-. ¡Qué lástima! No son buenas habitaciones, y además el amo estará a cien leguas del criado; pero... ¿qué me importa? Yo no tengo la culpa...
-¿Cuáles les das por fin, oh aposentadora celestial?
-El 10 y el 39. Para el amo, el 10.
Estas noticias no parecieron interesar a Giacinto. Al pasar por delante de la puerta del 8, contiguo al 10, preguntó como al desdén:
-¿Y quién se aposenta ahí?
-¿Ahí? Los dos irlandeses, tío y sobrina, que llegaron hoy a medio día. ¡Sucia gente, los irlandeses! ¡Hato de mendigos! Y la chiquilla me parece a mí que ha de ser buena pieza; encerrado está con ella y con el tío un caballero francés muy guapo, que sin duda vino a esperarles aquí... ¡Adelante! Algún lío...
-Déjales que se amen -respondió fatuamente Giacinto-. También nos amamos tú y yo.
Kate le soltó un soplamocos.
Cuando Giacinto bajó otra vez tras la moza a la gran sala ahumada donde había dejado a su compañero evitó ser visto por Volpetti que ya subía la escalera, y encontró instalado a su mesa, despachando una copa de ron, a un hombre de cetrino cutis, de verdes ojos, de fisonomía simpática, que no era sino el capitán del Poliphéme.
-¿Es para esta noche? -preguntaba el capitán.
-O para el amanecer -contestó Luis Pedro-. Que el brick esté dispuesto a levar anclas y la chalupa nos aguarde al pie del muelle toda la noche, con un solo marino, un hombre seguro.
El capitán parecía indeciso. Rascábase la frente, como quien tiene algo que objetar y busca la fórmula.
-Es el caso -balbuceó- que...
-¿Qué? Capitán Soliviac, hable usted claro. No ignora usted que, ocurra lo que ocurra, usted no puede negarse.
-¡Negarme! Imposible. Pero... hay aquí, en esta misma posada del Pez Rojo, personas que también desean pasar a Francia, y a las cuales me sería penoso rehusar este favor. ¿Cabe conciliar ambas cosas? Eso es lo que dudo.
-¿Y quiénes son esas personas que tanto interesan a usted, capitán?
-Para decir verdad... mi compromiso es con una tan sólo: el marqués Renato de Brezé.
Estremeciéronse los dos carbonarios.
-¿Y qué vínculo le liga a usted a ese joven, de familia adicta al gobierno?
-Nada de política. Vínculo de gratitud. Mi padre fue amparado, sacado de la miseria por el del señor Marqués. Sentiría en extremo no poder pagar mi deuda, pues el Marqués tiene especial empeño en que el Poliphéme le lleve a Francia.
-¡Hum! -exclamó meneando la cabeza el coronel-. ¡El marqués de Brezé! ¡El hijo de la Roussillón! ¡Mal compañero!
-¡Bah! -respondió el capitán- el Marqués no se mezcla en lo que a nosotros nos preocupa. Sin cuidado le tiene. Es un brillante cortesano, dedicado a galanterías y a la caza. Vendrá de alguna magnífica quinta inglesa, donde habrá tirado a los faisanes, y ahora tendrá prisa de regresar a París si allí le espera una linda rubia. Y todavía es más probable que la linda rubia esté aquí mismo y le acompañe en la travesía, porque me ha advertido que con él entrarían a bordo una joven irlandesa y su tío.
Los dos carbonarios se miraron consultándose. Giacinto hizo una señal tranquilizadora: sabía que estas noticias andaban acordes con la verdad.
-Capitán Soliviac -contestó el itialiano-, aunque lo primero es el servicio de los caballeros, que hasta excluye cualquier otro, por esta vez conciliaremos los términos. Avise usted al marqués de Brezé que tiene pasaje.
-Otra solicitud me han dirigido -añadió satisfecho el marino-, pero esa creí que debía desatenderla.
-¿Quién era?
-Un señor que se parece algo a mi paisano, el vizconde de Chateaubriand. Debe de ser persona de viso. Lleva un criado gordo, rechoncho...
No fue mirada, fue un relámpago lo que se cruzó entre los dos carbonarios, cuyos corazones botaron contra las paredes del pecho.
-¿Ese ha solicitado pasaje, capitán? ¿Está usted seguro de no equivocarse?
-¡Que si estoy seguro! Hace un momento saltaba yo de la chalupa al muelle y veo que se me acerca. ¡Si no hay medio de confundirle con nadie! ¡Viste largo levitón de camino y sombrero de copa ladeado, abarquillado, última moda, que no habrá otro igual, de fijo, en Dower! Me hace un saludo y me dice: «¿Es usted el capitán del brick Poliphéme? -Servidor de usted. -¿Vuelve usted a Francia? -Es probable. -¿Cuándo? -Aún no lo sé. -¿Querría usted llevarme? -Dispénseme, ya tengo el pasaje completo»...
-Pues ahora mismo -ordenó Giacinto- subirá usted al número 10, que es donde ese caballero se aloja, y afectando rudeza le dirá usted que acaban de avisarle de que dos pasajeros que habían de embarcar ya no embarcarán, y que puede usted brindarle un par de camarotes. Pida usted caro; aparezca codicioso. Sepa usted disimular. ¡Cuidado! Ese hombre lee en las caras los pensamientos.
-¿Y si me pregunta dónde hará la primer arribada el barco? -preguntó el capitán.
-Dígale usted que en Dieppe; pero que si le interesa que sea en Calais, el Havre o Cherburgo, esa es cuestión de dinero. Haga usted porque se figure que se trata de explotarle -añadió Giacinto, cuya sonrisa era siniestra y sardónica al pronunciar estas palabras.
-¡Ah! -añadió-, todavía no están completas las instrucciones. Si el viajero acepta, le advertirá usted que la hora fijada para la salida es la de la marea de media noche; que a cosa de las once la chalupa esperará en el muelle, y que conviene ser puntual, so pena de perder el viaje...
-Así se hará. ¿Hay más?
-¡Ya lo creo que hay más!... Capitán, ¿está usted seguro de su tripulación?
-¿En qué sentido? -exclamó admirado Soliviac.
-En el de que le obedezcan a usted pasivamente y guarden silencio sobre lo que ocurra a bordo por orden de usted.
-¡Vive el cielo! -declaró el marino con orgullo-. ¡A mi gente la conozco! La he llevado a más de una empresa ardua, cuando el otro hacía temblar a Inglaterra. Hemos dado caza a los malditos ingleses... Mis gentes callarán como piedras y obedecerán como cadáveres.
-Pues entonces... -dijo Luis Pedro- es preciso que uno de nosotros, yo, embarque antes secretamente, a la hora en que la niebla que suele levantarse al caer la tarde confunda ya los objetos. Así que llegue a bordo me proporcionará usted un traje de marinero, y seremos nosotros quienes tripularemos la chalupa que venga a buscar a ese individuo y a su compañero. Usted nos acompañará, aunque no sea costumbre de los capitanes...
-Convenido -repuso el capitán.
-¿Está usted determinado a todo?... -interrogó Giacinto con significativo acento.
La faz simpática y franca del capitán se nubló ligeramente. Corsario bajo disfraz de mercante, era capaz de las más arriesgadas empresas; pero sabía que la ejecutiva justicia de los caballeros era terrible, y que sus fallos debían cumplirse sin preguntar la causa. Fue instantánea la duda. Se rehízo al punto, y contestó:
-A todo.
-Capitán -dijo Giacinto, que leía en su cara-, ese hombre a quien seguimos los pasos es peor que un lobo rabioso. Ha merecido mil muertes, y nuestra misión es darle su merecido. Si usted vacila, no importa; desde este mismo instante cesamos de considerarle como hermano y como caballero de la libertad. Trabajaremos por nuestra cuenta y esperamos de su honor que no nos delate.
-No -insistió Soliviac-; soy bretón tozudo y firme, y no he ingresado en las filas de los caballeros para retroceder como un chiquillo a la primera prueba. Incondicionalmente para lo que dispongan. Y de los otros pasajeros, ¿qué dicen?
-Es indispensable que ingresen a bordo antes o después, pero con bastante diferencia de hora del pasajero también que va a emprender el viaje. No conviene ni que sepan que embarca.
Soliviac inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
Mientras esto pasaba abajo, arriba, en el número 8, Renato de Brezé anhelante tenía aplicado el ojo y el oído a la cerradura de la delgada puerta que servía de comunicación con el cuarto donde la risueña Kate había instalado a Volpetti. A oscuras el 8 e iluminado el 10, veíase perfectamente cuanto en este ocurría.
El esbirro, sin desconfianza, procedía a atusarse; a un lado tenía la maleta cerrada, a otro el saco neceser de tocador abierto. Brosseur sacaba de él objetos varios. La mirada ardiente de Renato se sepultaba en el neceser, pero allí no podía guardarse el cofrecillo.
-Estará en la maleta -pensó.
Poco tardó en desengañarse.
Brosseur abrió la maleta, extrayendo de ella prendas de ropa, y como casi la vació, pudo verse que no contenía sino equipajes. Renato tembló al escuchar que Volpetti decía a Brosseur:
-¿Está bien seguro aquello?
-No hay cuidado -contestó el otro esbirro-, no se aparta de mí.
Y señaló a un saquito algo abultado que llevaba pendiente de una correa cruzándole el cuerpo.
El marqués de Brezé se mordió los labios para no gritar. Empezaba a entrever su desquite; no sólo la apetecida venganza, sino el rescate del precioso depósito. Tuvo que ahogar suspiros de alegría.
Su ojo derecho se pegaba a la cerradura; contenía su anhelante respiración, y el temblor de su cuerpo sacudía imperceptiblemente la hoja de la puerta. Amelia, inmóvil detrás de él, le tendió la mano, y Renato la apretó convulsivamente.