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Misterio (Bazán): 14

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Misterio
Segunda parte - El cofrecillo

de Emilia Pardo Bazán


La operación

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«Después de la muerte de María me quedé como estúpido; embotado el sentimiento, todo me era indiferente; mi única aspiración hubiese consistido en reunirme con la joven muerta bajo aquel césped donde Montmorín y yo plantábamos flores, regándolas con una especie de piedad religiosa. Para sacarme de este estado de entumecimiento moral fue necesario que otra vez la desventura y la humana maldad me lanzasen a un nuevo período de torturas, más crueles que las pasadas. Imposible creerás, Teresa, que me estuviesen reservados tormentos al lado de los cuales parecían leves los anteriores; sólo voy a referirte lo esencial, y si el orgullo y la ambición no te han petrificado, acaso derramarás sobre estas hojas una lágrima.

Invadida Italia por los ejércitos de la revolución que capitaneaba el Corso, el Papa cayó prisionero, y nuestra quinta, perteneciente a un conocido familiar del Pontífice, fue asaltada, saqueada, reducida a cenizas, en una sola noche. Montmorín y yo habíamos conseguido huir antes de que se derramase bullendo, como torrente de lava, la furia de la soldadesca. Llevábamos por viático un poco de dinero y documentos interesantísimos, que después oculté (no debo decirte dónde a ti, estrechamente ligada a mis mayores enemigos, que sé por experiencia que no tienen escrúpulos). En un carro de vendimiadores nos trasladamos a Roma, y de allí a Civita Vecchia; un bergantín mercante nos recibió a bordo, con rumbo a las costas de la Gran Bretaña. Creíamos que era el mejor asilo, y que desde allí no nos sería difícil reunirnos con el marqués de Bray, el cual, a fuer de constante agitador realista, encontrábase oculto en Francia.

Nos hicimos a la mar con tiempo revuelto, pero no podíamos elegir otro mejor. Grueso era el oleaje; el viento silbaba en las cuerdas con quejido estridente y lúgubre. Golpes de mar incesantes azotaban a la embarcación y barrían la cubierta, y a las pocas horas de navegación, habiendo roto uno de los palos una racha furiosa, nos encontramos a merced de la deshecha tempestad, que nos empujaba despiadadamente hacia Francia, cuya tierra veíamos, con peligro de estrellarnos en los arrecifes. Sin embargo, Montmorín, más aterrado ante la idea de la arribada a un puerto, rogó y suplicó al capitán que no torciésemos el rumbo. Fue inútil. No podíamos explicar a aquel marino el por qué preferíamos encallar o naufragar a desembarcar en nuestra patria. Primero nos escuchó indiferente; después dijo con ruda franqueza que algo tendríamos que ocultar cuando mostrábamos tal empeño en evitar un país determinado. Estuvimos imprudentes y nuestra terquedad nos perjudicó. No sólo puso en guardia al capitán, sino que llamó la atención de algún pasajero; desde aquel instante nos hicimos sospechosos. Después de una noche en que creímos ser tragados por el abismo, llegamos de arribada forzosa a Dieppe, maltrechos y con mil averías; fuimos señalados por el vigía, visitados por la Sanidad y la Comandancia de Marina, y como no traíamos peste y los papeles iban en regla, nos permitieron desembarcar. Aprovechamos el permiso Montmorín y yo, con determinación de ocultarnos en cualquier posada de mala muerte, en espera de la primer embarcación que a Inglaterra o a España pudiese conducirnos. También saltaron a tierra pasajeros y marineros, y sin duda alguna conversación de taberna, fiscalizada por la policía, ojo avizor desde la arribada del buque, nos vendió.

Un inspector y dos agentes se presentaron en la posada. Hallábame solo. Montmorín había salido a indagar, en el puerto, qué barcos se disponían a salir desafiando el temporal. Tuve tiempo de deslizar unas monedas en la mano de la criada, muchacha linda y excelente, que me miraba con gran compasión y me ofreció ponerse de centinela a la vuelta de la esquina y prevenir a mi amigo para que no cayese en la trampa. Condujéronme a la Delegación de policía y me sometieron a un interrogatorio capcioso, exigiéndome detalles exactos sobre mis antecedentes. Era yo todavía un niño; a pesar de mis desdichas, no estaba hecho aún a prevenir celadas; debí de responder de un modo que me comprometía. He sabido después que en aquel entonces se ejercía activa vigilancia en puertos y fronteras, y se prendía a los muchachos de mi edad y de mi tipo; se me buscaba, en resumen. Acaso involuntariamente me delaté, remachando en un instante la cadena de las infinitas persecuciones que sobre mí cayeron y seguirán cayendo toda la vida.

Después del interrogatorio, con las mayores precauciones, de noche, fui embarcado en un brick guardacostas y desembarcado en un puertecillo, cuyo nombre desconozco. En el muelle esperaba un coche, que escoltaban soldados a caballo. Cuatro días duró aquel viaje mortal. Represéntate mi estado de ánimo, Teresa. Solo en el mundo, entregado a una fuerza hostil y sombría, que se preparaba a romperme como una caña entre sus duras manos; separado del único y leal compañero, ignorando si por lo menos había conseguido salvarse, iba hacia la fatalidad; ni aun me era dado presumir qué clase de males se me prevenían. He oído hablar, Teresa, de voluntad, de libertad humana. ¡Qué amarga risa juega en mis labios al escribir estos renglones! ¡Voluntad! Por encima de nosotros, en regiones adonde no llega ni aun nuestro curioso pensamiento, fórjase el rayo que nos ha de pulverizar, gira la rueda bajo la cual somos mísero grano de trigo. Un sutil miasma de la campiña de Roma me había arrebatado en María a mi único bien, a la consoladora; una palabra, dicha tal vez por un marinero ebrio en una taberna del muelle de Dieppe, volvía a entregarme como un cordero atado a la fuerza oculta y formidable que me prohibía ser yo mismo y me negaba hasta el derecho a existir.

Al cuarto día pasé del coche a una prisión. Debía de hallarse aquel calabozo en algún pueblo de los alrededores de París. Era mi mansión un cuarto embaldosado, frío, húmedo, que recibía luz de una reja tupida por espesas telarañas. ¡Quién me dijera que había de recordar con nostalgia aquel calabozo! Dejáronme en él seis días como olvidado; servíanme un plato de sopa a la mañana, y nada más en las veinticuatro horas; se diría que ex profeso, sin matarme enteramente de hambre, se proponían reducirme a un estado de postración profunda. Al séptimo día, cuando ya se nublaban mis ojos, entró en mi calabozo un hombre joven aún, de maneras relativamente afables, de astuta fisonomía, a quien después oí que llamaban señor Volpetti. Yo estaba tan débil, que trabajo me costó responder cuando me interrogó en alemán: ‘Óigame usted atento -dijo-. Sabemos de dónde viene usted, a dónde se dirige; conocemos toda su historia. Posee usted amigos imprudentes que le perderán, impulsándole a representar un papel que la Providencia le ha vedado. Han cultivado en usted la cizaña de la ambición y el delirio de las grandezas. Le han trastornado el seso; usted está loco. Sálvese; vengo a proponer a usted un pacto que cambiará su suerte. Si desea usted vivir tranquilo, libre, renuncie a sueños vanos, resuélvase a abrazar un estado pacífico que le aleje de luchas insensatas. Empéñenos usted su palabra de honor, por la memoria de su madre, de no regresar a Francia, de no moverse del convento donde le depositaremos, y no volveremos a molestarle. Le llevaremos a una abadía católica de Bélgica o de Italia, y allí, bajo el santo hábito, vivirá usted sereno y dichoso; si no, usted y sus amigos ¡infaliblemente! perecerán’. Oía yo estas proposiciones, Teresa, como oye el navegante el cantar de la sirena que le embriaga. Mi fatiga, mi extenuación, me hacían desear más aún el descanso. La idea de vestir un sayal, rezar por María, cultivar un huerto, no pensar ni sentir, era en aquel instante para mí infinitamente grata y dulce. Pero de pronto, la sangre -esta sangre que corre por nuestras venas, Teresa, que por algo es diferente de la de los demás mortales, y que aun empobrecida y agotada se rebela indómita contra injuriosas exigencias-, ardiendo en altivez, me puso la respuesta en los labios:

-Pueden ustedes hacer de mí lo que gusten. ¡No acepto tratos ni condiciones! Me matarán -pensaba-, y género de libertad es también el morir.

El policía meneó la cabeza. Sin duda le contrariaba tener que recurrir a medios violentos. Volvió a insistir desarrollando razonamientos, empleando formas corteses, siempre en lengua alemana. Repetí mi altanera negativa, no con la voz, sino con la cabeza, y hasta recuerdo que hice ademán de volverme de cara a la pared. Entonces Volpetti se levantó; grave y preocupado se acercó a la puerta y dio muy bajo una orden. Entraron en la prisión dos hombres de rudo aspecto, fornidos; supuse que traían encargo de asesinarme. Encomendé a Dios mi alma, y el nombre de mi madre, el de María, ¡el tuyo!, se mezclaron en mi fervorosa oración.

Los dos jayanes me sacaron del mísero camastro; me arrancaron las ropas y me ataron a una silla, con cuerdas que se hincaban en mi carne. Un sudor frío brotó de mi frente; creí que iban a someterme a la tortura. Resignado a morir, el miedo al dolor me vencía y estuve a punto de gritar: ‘Perdón, haré cuanto quieran, pero no me atormenten’. Al verme temblar, Volpetti se acercó insinuante. ‘¿Quiere usted que le desatemos?’. En mis ojos debió de brillar una chispa orgullosa... y entonces (óyelo, Teresa, y piensa que era yo mismo quien estaba ligado a aquel potro) me aplicaron a los labios una mordaza, al rostro un instrumento que pasearon lentamente en todos sentidos: por frente, mejillas, nariz, párpados, labios. El dolor, no muy intenso, sin embargo enloquecía: era como si millares de puntas de agujas cortas y finas se me clavasen en la piel. Hacía esfuerzos por gritar, por soltarme; la silla crujía; uno de los jayanes me afianzó de la cintura; sus dedos duros se imprimieron como tenazas en mi carne; la violenta presión en las costillas y sobre el hígado me causó un desvanecimiento; y volví en mí al sufrir la sensación de ardiente quemadura: estaban pasándome una esponja embebida en un líquido abrasador por la cara toda. Quise exhalar mi dolor en clamores; la mordaza cortó mi aliento; nuevamente me desmayé.

No recobré el sentido hasta pasado bastante tiempo. Como no veía luz, creí que era de noche. Estaba tendido en el camastro, sin mordaza ni ligaduras; mi cuerpo magullado, mi escocido y desollado rostro me martirizaban horriblemente. Llevé las manos a los ojos; no los encontré; en su lugar tenía dos enormes tumefacciones, dos montañas de hinchada carne. Transcurrieron horas; me trajeron un caldo; a tientas lo bebí, y pregunté al carcelero si había amanecido. ‘Son las doce del día -respondió- y hace un sol esplendente’. Ronca exclamación se ahogó en mi garganta. ¡Ciego! ¡Me habían dejado ciego!

¿Qué dices de esto, hermana mía? ¿Imaginas lo que es encontrarse ciego, a mi edad, en una cárcel? La alegría del cielo azul; la majestad de las montañas; la serenidad o la cólera de los mares; el suave rostro de la mujer; cuanto Dios hizo para que el hombre lo disfrute; todo, todo me lo habían arrebatado en un momento, y ya mi vida se deslizaría, si no en eterno cautiverio, en eterna sombra. Fue aquel el primer instante en que comprendí claramente lo que después he visto confirmado: que tales cosas no pueden suceder sin expresa voluntad del cielo; que era forzoso expiar grandes pecados, iniquidades infinitas, largos siglos de maldad, y yo el señalado para ese oficio. ‘Fuerzas para beber el cáliz’, murmuré, mientras las lágrimas que no podían brotar afuera escandecían interiormente mis pupilas. Crucé las manos, y gimiendo pedí al carcelero, por caridad, un poco de agua tibia. Me la trajo; bañé en ella mi rostro, se moderó algo el fuego que lo devoraba y el ligero bienestar me hizo caer en un sueño profundo».


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando