Misterio (Bazán): 26
El crujido
[editar]La cual era infinitamente más densa y húmeda que por la tarde, y envolvía como panal de gris algodón las calles de Dower, cuando a eso de las once y media Volpetti, seguido de Brosseur, tomó el camino del embarcadero, en demanda de la chalupa del Poliphéme. El criado cargaba la maleta y el necessaire; el asno, incapaz de fiar ya a Brosseur tal tesoro, oprimía contra el pecho, bajo las esclavinas del capotón, su precioso latrocinio, el cofrecillo que encerraba los documentos de Dorff.
Pisaba Volpetti con precaución el terreno fangoso de la línea de muelles que no conseguían iluminar, rasgando el espesor de la niebla, los amarillentos reverberos del alumbrado, semejantes a redondas pupilas de algún búho enorme. Sus botas, llenas de barro, pesaban, y a través de las suelas sentía penetrar el frío de la encharcada tierra. Brosseur le seguía difícilmente, a tientas, agobiado por el peso de los dos bultos y gruñendo entre sí:
-¿Dónde aguardará esa maldita chalupa? Ya podían habernos enviado un marinero que nos guiase...
Para no apartarse de su amo, dirigíase Brosseur por el ruido de las pisadas y el crujido del cuero nuevo de las altas botas de campana. Hubo un momento en que sonó débil; luego cesó de oírlo; desorientado, se detuvo; entonces resonó otra vez y más recio que antes; se acercó lo más que pudo; el de las botas iba a prisa. De improviso el de las botas se volvió, y el supuesto ayuda de cámara sintió cual si se le desplomase encima del cráneo una masa pesadísima; vaciló, y, soltando las maletas, cayó faz contra tierra, sin proferir más que una especie de ronco quejido, análogo al estertor del buey, cuando lo acogotan de un mazazo. El estrépito de la caída lo amortiguó la capa de lodo blando que revestía el suelo.
El marqués de Brezé -pues no era otro el que acababa de atacar a Brosseur- se inclinó sobre su víctima, descubriendo una linterna sorda y acercándosela al rostro, por el cual, fluyendo del abierto cráneo, se deslizaba un hilo de sangre. Tentó, desabrochó, registró afanosamente el pecho del polizonte; en el bolsillo del lado izquierdo encontró un manojo de llaves. Con ellas abrió las maletas. No contenían sino ropa y objetos de tocador. Entonces, con precipitación febril, después de menear a Brosseur para cerciorarse de que estaba sin sentido y no daba señales de recobrarlo, Renato se incorporó y apresuró el paso hacia el embarcadero, hacia el cual se dirigía sin duda Volpetti.
Momentos después, un hombre de arrogante apostura, que se deslizaba a paso de fantasma a través de la niebla, tropezó con el cuerpo inerte de Brosseur y masculló una exclamación.
-¿Qué es esto? -murmuró-. ~¿Un cadáver?
Sacando chispas de su eslabón, encendió mecha, y pudo reconocer al esbirro, que respiraba todavía.
-¡Famoso golpe! -exclamó el italiano- y es obra del Marqués. Le ha partido la cabeza como quien parte una sandía. Lo que no sabe ese caballero que nos coge la delantera es rematar la suerte. Si pasa cualquiera y encuentra aquí a ese can, y sus maletas abiertas, y todo desparramado, da la alarma al vecindario, creyendo que se trata de un robo. ¿Y por qué realiza el Marqués estas proezas? ¡Dios mío! ¡Qué razón tenía Luis Pedro! ¡Qué bien adivinó que no se trataba solamente de amores! En fin, al caso... Ea, amigo esbirro... bueno es que los precavidos vengan después de los inexpertos.
Durante este monólogo, revelador de lo mucho que todavía le faltaba al marqués de Brezé para habérselas con gente ducha en golpes de mano, Giacinto, medio a oscuras, recogía en las maletas los objetos esparcidos y las cerraba con sus hebillas. Luego, con precauciones -porque la niebla era tan compacta que exponía al peligro de un paso en falso el acercarse al malecón resbaladizo-, columpió las maletas en el aire y las arrojó al mar, que rugía con tumbo ensordecedor, azotando las negras piedras y enviando su espuma a romperse y desmoronarse sobre la línea del dique. Acercose en seguida al esbirro, que, embargadas sus facultades, continuaba sufriendo los efectos del porrazo, y trató de hacerle rodar hasta el borde mismo del malecón.
-¡Cómo pesa el tunante! -suspiró Giacinto-. ¡Y qué fortuna, esta niebla y esta marejada ruidosa y ensordecedora! ¡No faltaría sino que algún vecino desocupado nos atrapase con las manos en la masa!
Al mismo tiempo bregaba para mover el cuerpo rechoncho, pesadísimo, cuya cabeza ensangrentada se balanceaba y se hundía en el fango. Aunque el siciliano era robusto y forzudo, un sudor de angustia inundó su piel al notar que no conseguía alzar del suelo, donde se había atascado en el barro desleído y pegajoso, aquella masa humana. Hizo un esfuerzo supremo y la sintió que cedía, que se ponía en movimiento por decirlo así; animado redobló el impulso, y arrastró a Brosseur hasta la orilla. Pero no había contado con la velocidad adquirida, inevitable: presa de un vértigo, se vio precipitado a las olas. Giacinto era italiano, y a pesar de carbonario, católico y gran devoto de la Madona; se encomendó fervorosamente a ella y cejó hacia atrás. Sus pies se hincaron en el cieno; esto le salvó. El tronco semivivo de Brosseur, cediendo a su propio peso, se deslizó lentamente por el filo del malecón, y con pesada caída hizo rebotar el agua, que llegó a cubrir de salpicaduras de espuma a Giacinto...
El siciliano, con el corazón palpitante, se persignó. ¡El peligro había pasado! En su frente, la salpicadura de agua de mar se mezclaba con el sudor de la congoja.
-Santa Madona, ¡gracias! -balbuceó respirando ampliamente, libre de sus terrores.
Entonces se acordó de lo que durante la brega había olvidado. ¿Y qué sucederá en el embarcadero? ¿Qué será del Marqués? ¿Qué de Volpetti?
Como aguijado por la incertidumbre, Giacinto se hundió en la niebla, siguiendo la línea del muelle. Renato le llevaba delantera. El crujido de sus botas, que había engañado a Brosseur, puso a Volpetti desde el primer instante sobre aviso. La honda cautela del esbirro, olvidada algunas horas, habíase despertado de súbito, merced a ese instinto profesional que forma segunda naturaleza. Su exquisita suspicacia pareció avisarle, de un modo vago, que tenía cerca el peligro. No le sería fácil explicar por qué, pero, al apretar el cofrecillo contra el pecho, cerciorose de la presencia de un puñal, y, en el cinto, del bulto de las pistolas, compradas, por cierto, en Londres.
Aunque el instinto tuviese en esto mucha parte, también la razón velaba en Volpetti y le advertía de dos hechos: primero, la desaparición de Brosseur, a quien no se atrevía a llamar, pero a quien buscaba en medio de la niebla. No encontrarle inquietó al esbirro; pero aumentó su preocupación oír detrás crujido insistente de cuero, que respondiendo al de sus propias botas sonaba de continuo, a pesar del ruido formidable de la marejada. Volpetti presentía que alguien le iba a los alcances; que era seguido, hasta acosado. Lo solitario del lugar, lo tardío de la hora, lo intranquilo de su conciencia, todo contribuía a infundir en el ánimo del esbirro temor indefinible.
-¡Brosseur! -se atrevió a silabear-. ¡Eh, Brosseur, galopín!
Nadie le contestó; el crujido proseguía cada vez más cerca, al lado casi de Volpetti... Una especie de resuello ardiente, de amenaza y odio, abriose paso por entre las gasas tupidas y frías de la niebla, y antes que el esbirro tuviese tiempo de ponerse en guardia, un choque violento, un palo en un hombro le alcanzó. Sin embargo, hallábase prevenido; oprimió con el brazo izquierdo el cofrecillo y con la diestra sacó una pistola que montó, tratando de dirigir el cañón del arma hacia donde supuso que su agresor podría encontrarse. Sin darle tiempo a apuntar, ni siquiera a disparar a bulto, un hombre joven, ágil como un leoncillo, surgió, se abrazó a él y le estrechó violentamente, oprimiéndole las costillas hasta quitarle el respiro. Anhelante, Volpetti se defendía y procuraba hurtar el cuerpo y resguardar el cofre. Había reconocido, sin verle, al marqués de Brezé, y comprendía, en medio del aturdimiento y el vértigo de la lucha, que el objeto del ataque no era sino recobrar los documentos. El vigor de Renato, al fin, prevaleció, y el mozo, arrancando al esbirro la pistola, se la apoyó en la sien, diciéndole con voz ronca:
-Suelta el cofre que has robado, bandido, o te abraso los sesos -Volpetti aparentó hallarse subyugado. Había caído sobre una rodilla; al golpearle Renato para apoderarse del cofre, la mano del esbirro, deslizándose hacia el pecho, sacó de su vaina el puñal. Mas ya no era Brezé el de antes; sus astucias de cazador las aplicaba a la lucha con el hombre, y procedía con Volpetti como si fuese una alimaña. Atenaceó el brazo que le amenazaba y lo retorció hasta casi dislocar la muñeca. Volpetti, torturado, exhaló un grito, pero el pavoroso mugido del mar cubrió su voz. Y Renato entonces, con espasmos de alegría que casi le embargaban el sentido, logró arrancar la correa y con ella el cofrecillo, y soltó al esbirro anonadado.
Era en aquel mismo instante cuando, habiendo atracado al embarcadero la chalupa y quedándose dentro de ella el capitán Soliviac, Luis Pedro, vestido de marinero, saltaba a tierra empuñando un farol. El ruido de la lucha, el apagado grito de Volpetti, le guiaron, y con gran asombro suyo, al aproximar el farol, en vez de encontrar a Volpetti enzarzado con Giacinto, vio en el suelo al esbirro y en pie al Marqués.
Precisamente Giacinto se acercaba entonces al grupo. Ni uno ni otro caballero de la libertad se metieron en averiguaciones. Luis Pedro llevaba una cuerda enrollada a la cintura; la desenrolló rápidamente y se arrojó sobre el esbirro, atándole de pies y manos a pesar de su desesperada resistencia. Giacinto ayudaba, y riendo de gozo repetía:
-¡Caíste! ¡Has caído! ¡Ahora sí que no te escapas! ¿Me conoces? Soy Giacinto Palli, tu amigo... ¿Por qué no le echamos al mar inmediatamente?
-¿Aquí? -contestó Luis Pedro-. Estás loco. Podría salvarse.
-¡Bah!, con una cuarta de fierro sobre la tetilla izquierda...
-¿Y el criado? -dijo Luis Pedro.
¿Ese?... ya se lo está contando a los peces.
-¿Son ustedes enemigos de este hombre? -preguntó el Marqués.
-¡A muerte! -exclamó Giacinto, mientras aplicaba a Volpetti por mordaza su pañuelo.
-Yo también. Me había robado lo mejor que tenía. ¡Recíbanme ustedes en la chalupa y llévenme a bordo, porque después de lo hecho no puedo quedarme en Dower!
-¿Es usted capaz de guardar silencio sobre lo que vea y oiga? -interrogó en tono solemne Luis Pedro.
-Silencio absoluto. Palabra de caballero.
-Pues ayúdenos a cargar con este miserable y a la chalupa.
Renato obedeció, y levantando por brazos y piernas al esbirro los tres hombres bajaron las escaleras del embarcadero.