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Misterio (Bazán): 37

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Misterio
Cuarta parte - Picmort

de Emilia Pardo Bazán


Juan Vilain

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La hija de Dorff se hizo atrás de un salto, dispuesta a una lucha que, por la fuerza muscular del bretón, era estéril, cuando en el reloj de esmalte y bronce dorado sonó la hora, y el recuadro con pinturas mitológicas, que había vuelto a encajarse de suyo y sin ruido en la pared, giró de nuevo, y en la estancia penetró un hombre.

Juan Vilain dejó a Amelia y se volvió atónito.

El que acababa de entrar avanzó, se encaró con Juan y preguntó en voz terrible:

-¿Qué es esto? ¿Qué sucede aquí, en mi casa?

-¡Renato de mi vida! -gritó Amelia precipitándose hacia el recién venido.

Y como si no estuviese nadie delante, los dos enamorados se estrecharon pecho a pecho, sin cuidarse de Juan Vilain, cuyos ojos fulguraban de un modo que causaba espanto, pero cuyo cuerpo permanecía inmovilizado por la veneración a su señor.

-¡Ven aquí! -le gritó Renato-. ¡A ver! ¡Juan, criado mío! Dame cuenta de lo que te confié. ¿Estoy o no estoy en mi castillo señorial? ¿Qué ha pasado en él? ¿Cómo me respondes, siervo infiel, del tesoro que encargué a tu custodia? ¿Cómo has cumplido mis instrucciones?

El mocetón se tambaleó y se prosternó ante el grupo que formaban Renato de Giac y Amelia.

-¡Señor! ¡Amo mío! -balbuceó-. Yo... La señora Duquesa... La madre de mi amo... Las órdenes que me trajo, en nombre del señor...

-¿Órdenes? ¿No las tenías de no dejar entrar aquí a nadie sin el santo y seña? ¿Te ha dado mi madre el santo y seña, imbécil? ¡Qué digo imbécil! ¡Malvado debo decir, porque te encuentro tratando de abusar de esta mujer, que debía serte tan sagrada como la Virgen!

-Señor... Era la Duquesa, era la esposa de mi último amo, cuyas cenizas descansan en la capilla -tartamudeó Vilain-. ¿Debí rechazarla? ¿Debí cerrar la puerta?

-¡Naturalmente... bruto! -rugió Renato de Giac, perdiendo el freno de la educación y sintiendo espasmos de fiera-. ¡A mí, a mí solamente debes obediencia, hasta morir si es preciso!

Y avanzó, cerrando los puños, dispuesto a descargarlos sobre la cabeza del siervo, que esperó resignado el golpe.

Instantáneamente, con el impulso generoso de su recto carácter, Amelia se interpuso.

-¡Renato, no seas injusto! ¡No te rebajes, no te faltes a ti mismo! Juan Vilain no tiene culpa. Ha respetado a tu madre, y al respetarla te respetaba a ti. Al darle instrucciones, no previste ese caso ni podía preverse. ¿Cómo imaginar que tu madre viniese aquí a ejercitar venganzas? La finalidad la trajo; la fatalidad, y no Juan Vilain, que es honrado, originó esta desventura. ¡La única persona a quien Vilain no podía pensar que cupiese cerrar la puerta de Picmort es la que ha penetrado en el castillo a destrozarme el alma!

Al eco de aquella amada voz persuasiva reprimiose el marqués de Brezé. La incertidumbre, la zozobra se reflejaban en su actitud. Una duda extraña, algo que le parecía monstruoso, germinaba en su mente.

-Bien, Amelia -murmuró con ronco acento-, dejemos en paz a Vilain; pero, ¿qué ha sucedido aquí?, repito la pregunta. ¿A qué vino a este castillo mi madre, cometiendo la bajeza de mentir, de fingirse mi mensajera? No habrá venido, de seguro, a perder tres días de su vida frívola en contemplar el paisaje, la belleza de esas gándaras desiertas y de esos retamares en flor. Cuando yo -que ya voy siendo espía de oficio- supe en París que ella había salido camino de Bretaña, me precipité, porque los presentimientos decíanme que era en Picmort donde abatiría el vuelo, para clavarte sus garras, para consumar su obra inicua. Me he cruzado con ella en la carretera; he podido pasar sin que me viese; he entrado por el camino secreto, del cual tengo doble llave; he utilizado esa entrada, la del Marqués celoso, porque algo me aconsejaba sorprenderte... ¿Qué ha pasado? ¡Venga la verdad!

Amelia, abrumada, guardaba silencio. Sólo entonces se daba cuenta de su situación, de la confesión tremenda que era preciso hacer a Renato... Su valor reconocido desfallecía.

-Renato... -balbuceó-. ¡No me acuses; perdóname! ¿Por qué no viniste antes? ¿Por qué me has dejado sola aquí, indefensa, a merced de una asechanza? ¿Por qué has desamparado a tu Amelia?

-¿Sola? ¿Indefensa? ¿Pues... y ese? -gritó señalando a Vilain-. Orden tenía de morir por ti. Ea... pronto... Sepa yo lo que pasa. ¡Responda cada cual de sus hechos!

Amelia se cubrió la cara con las manos, y arrimándose a la pared rompió a llorar amargamente. Avanzó Renato; cogió a Juan Vilain por el cuello, y, sacudiéndolo con violencia, repitió su interrogación:

-¿Qué ha sucedido, traidor? Contesta o te ahogo.

Pálido y con los ojos extraviados, Juan Vilain, mediante un ligero esfuerzo que probaba su vigor muscular, muy superior al de Renato, se desasió. Cruzó los brazos sobre el pecho, y dijo con calma:

-Pues ha sucedido, señor y amo mío, que la señora Duquesa se ha presentado aquí, en su silla de posta, acompañada de dos criados y un capellán; que yo, al verla, he abierto de par en par la puerta de honor, por donde, desde tiempo inmemorial, entran los señores de Picmort; que la he besado la mano en señal de vasallaje; que ha estado tres días mandando y siendo obedecida, y que al tercero ha dispuesto que yo me casase con esta mujer...

Renato saltó; un rugido se exhaló de su garganta.

-¿Y... lo hiciste? -preguntó fijando en Vilain una mirada de asesino.

-Sí, señor... lo hice.

-¿Cuándo? ¿Cuándo?

-Hoy, a las cuatro de la tarde, nos ha desposado el capellán en la capilla de Picmort.

-¡Maldito seas, maldito! -gritó Renato-. Pero tú, Amelia... tú..., ¿qué es esto?, ¿has pronunciado el sí?, ¿has consentido?

-He pronunciado el sí, he consentido -gimió Amelia a su vez.

-¡Magnífico! ¡Soberbio! -Y Renato soltó una carcajada de furioso-. Explícate ahora, ya te mataré después -repitió con helada tranquilidad repentina-. ¿Es que este hombre... te inspiraba amor?

-¡Renato!... -imploró la hija de Dorff medio arrodillada ante su amigo-. No me atormentes más; ¡compasión! Consentí porque... óyelo bien, ¡me repugna referirlo!, ¡pero es necesario!, tu madre y los que con ella venían, que sospecho eran esbirros disfrazados de lacayos, hicieron conmigo una cosa espantosa... una cosa que no tiene nombre, que no la hicieran verdugos ni caníbales. Consentí porque... ¡tú lo exigiste!, ¡mira que no miento!... empezaron a matar de hambre, ¡de hambre!, ante mi vista a ese pobre pequeño, a Baby Dick... al que yo salvé en el naufragio, ¿no recuerdas? ¡Ah, Renato, Renato!... ¡Tu madre... tu madre!... ¡No se lo llames más!... ¡Nunca la des ese nombre!

-¿Eso... han querido hacer? -tartamudeó Renato cruzando las manos.

-¡Eso han hecho! -repitió solemnemente Amelia-. ¡Ah, Renato! Mi padre tiene razón; los crímenes de los grandes de la tierra traen las reivindicaciones de los míseros oprimidos y los castigos de la historia. ¿Comprendes tú que se oiga llorar de hambre a un niño y se le deje perecer? ¡Y... ahora... compasión, Renato!... ¡Sí, he ido al altar; soy la esposa de tu administrador!

-¡Maldito! -repitió Renato volviéndose hacia el bretón-. ¿Por qué te has casado con esta mujer?

-Obedecí a la duquesa de Roussillón, a quien creí autorizada por mi amo y señor -respondió torvamente el mozo.

-¿Sabías el martirio del niño?

-No lo sabía. ¡Por estas cruces! Pero haciéndolo mis amos, lo respetaría también. Los amos son los amos y mi deber la obediencia.

-¿Querías a esta mujer tú?

-Desde que la vi -contestó el aldeano con sinceridad impetuosa.

-¡Ah! ¡Vamos! ¡Obediencia aparte! ¡Por eso, por eso! -espumó Renato, bramando de ira.

-No, señor. Por eso, no -declaró firmemente Vilain-. Mi frenesí, mi locura, nada importaban en este caso. Repito que no pensaba en bodas; ¡quién soñaba en eso! A no disponerlo la madre de mi señor...

-¡Tu señor soy yo, perro! -repitió Renato-. Yo tan sólo.

-Cierto -repitió Vilain entre humilde y rebelde-; pero aquí, en esta aldea, no estamos acostumbrados a diferenciar lo que ordena el señor de lo que ordenan sus padres. Nuestros padres, mientras viven, mandan, y son la imagen de Dios sobre la tierra.

-¡Juan Vilain es inocente, no ha delinquido! -insistió Amelia-. Cualquiera, en su caso, procede como él. ¡La justicia ante todo!

Vilain arrojó a la joven una mirada de infinita, de intensa gratitud.

-Aquí -prosiguió la hija de Dorff- no hay más reo que tu madre... y esa extraña fatalidad que nos persigne, que persigue a cuantos apoyan nuestra causa. ¡Llevamos la desventura con nosotros! Hubiese sido mejor enterar de todo a Vilain desde el primer día: tratarle, no como a servidor, sino como a confidente y amigo. Así no podrían engañarle los malvados. Pero, ¿cómo suponer que tu madre tendría soplo de mi presencia aquí? ¿Cómo creer que iba a venir, trayendo maquinado un complot tan pérfido? ¡Renato! ¡De malas entrañas has nacido!... ¡Entrañas de hiena!

-Amelia -gimió el Marqués-, no intento defender a mi madre... Ha sido criminal... ¡Pero de seguro que las ideas satánicas que realizó no proceden de ella; no han podido germinar en su cerebro, donde sólo la vanidad hace estragos! Esa trama es policíaca, tiene el sello peculiar de cuantas nos envuelven. Mi madre obedece a un poder superior, cuyos actos no examina. ¡Amelia! Nuestros padres son los que nos matan. El tuyo ha dado libertad al esbirro. La mía te ha entregado a otro hombre... ¡A otro hombre! ¡Si esto es un delirio de la calentura! ¡Tú eres mía... lo demás no existe!

Diciendo así, Renato se había acercado a Amelia y estrechaba sus manos, y hacía extremos a que apasionadamente correspondía la hija de Dorff. Habían olvidado la presencia de Juan Vilain, y este, inmóvil y derecho como las piedras druídicas, se mantenía allí mirando su afrenta. Al fin recordó Renato aquella presencia importuna, y extendiendo la mano ordenó:

-Vete.

-¿Que me vaya? -contestó Vilain saliendo de su estupor y desatándose como un torrente-. No puede ser. ¡Si me voy, se vendrá mi mujer conmigo!

-¡Tu mujer! -repitió Renato con risa burlona-. Esta no es tu mujer, necio.

-¿Que no es mi mujer? Lo es, señor... lo es. Nos ha unido el sacerdote.

-Por un engaño, por una maldad.

-Por lo que sea. Ella ha pronunciado el sí; el capellán nos ha bendecido... Marido y mujer somos ante Dios, como es mi amo el marqués de Brezé.

Renato volvió a avanzar amenazante sobre el aldeano, amagándole con los puños en ristre.

Vilain bajó la cabeza; la idea de resistir a su amo no cruzaba por su mente, pero tampoco la de conceder que no fuese Amelia su esposa. ¡Lo era! El mundo podía desquiciarse, la bóveda del cielo desplomarse... Aquella sería siempre su mujer. Él pertenecía a Brezé, pero Amelia le pertenecía a él, a Vilain.

Renato, al ver que Vilain no se defendía, se contuvo. Antes ya Amelia se había precipitado, interponiéndose entre su marido y su amante, pero colocándose resueltamente al lado de Vilain.

-¡También en esto tiene razón! -suplicó-. Renato, este hombre efectivamente es ya mi esposo... La felicidad ha muerto, el amor también. Como tú he pensado en el primer instante romper de cualquier modo este yugo, pero ¡no podemos, Renato! Lo impuso Dios... ¡Conformidad a los decretos de su voluntad santa! ¡Paciencia! ¡Es la expiación!

Amargas lágrimas fluían, cuando así se expresaba, por las mejillas, ya enflaquecidas, de Amelia. Juan Vilain la devoraba con la vista, y un entusiasmo casi salvaje encendía sus ojos, agitaba sus nervios, hacía saltar alocadamente su corazón joven, regado por fresca sangre. Tan pronto se le ocurría arrodillarse ante ella como sentía impulsos frenéticos de arrebatarla en sus brazos, y tenía que clavarse las uñas en el pecho para no ceder a la tentación. En voz honda preguntó a Renato:

-¿Esta mujer era la que mi señor quería?

-¡Era mi prometida, mi novia! -contestó de Brezé con infinito dolor-. ¡La desventura de toda mi vida es obra tuya, Juan Vilain!

El siervo no contestó. Su entrecejo fruncido, su boca contraída, sus apretados dientes, eran la manifestación de la resistencia a dejarse robar aquel bien que le pertenecía de derecho. Sufría, pero no cedía. ¿Qué significaba lo pasado? Al presente Amelia era suya... ¡sólo suya! ¡Él, Juan Vilain, propiedad del marqués de Brezé; pero Amelia, tesoro de Juan Vilain!... ¡La muerte tan sólo podía apartarla de él!

Renato se acercó al aldeano y le asió de la muñeca, apretándosela con los dedos como tenazas que se imprimían en la carne y hacían crujir los huesos. El bretón permaneció impasible.

-¿Lo oyes? -articuló Renato-. ¡La desgracia de mi vida, mi condenación... a ti la deberé! ¡Pero tú -añadió con vehemente acento-, tú tampoco te salvarás, Juan Vilain, tú darás cuenta estrecha del mayor delito! ¿Conque no quieres dejar a Amelia, tunante? ¿Te resistes a devolverme lo mío, tú, tú? Pues óyelo. ¿Sabes quién es la mujer que consideras esposa? ¿Sabes que es sagrada, inaccesible para ti, pobre pechero, átomo de polvo de tierra? ¡Apréndelo! Esta mujer es de la raza de nuestros reyes... ¿lo oyes bien?, ¡de nuestros reyes!

La fisonomía de Juan Vilain se descompuso de admiración y terror. Fijó en Amelia una mirada atónita, supersticiosa. Todo aquello sobrepujaba a su comprensión.

-La sangre del Rey martirizado por los revolucionarios y los impíos corre por sus venas -continuó Renato-. Del Rey por el cual tu padre empuñó las armas y luchó cuerpo a cuerpo tantas veces, y anduvo oculto en los bosques y en los matorrales, y después, un día... ¿te acuerdas, Juan Vilain?, le fusilaron contra un seto, y allí permaneció su cadáver siete días insepulto... ¡Ah! ¡Si tu padre resucitase y viese a su hijo profanando a la hija de sus reyes! ¡Ese es el crimen a que te prestaste, Juan Vilain!

-¿Es verdad eso? -preguntó a Amelia el bretón, cuya cara daba espanto.

-Verdad es, Juan Vilain, por el alma te lo juro -respondió con acento de bondad y compasión Amelia.

-Y por su honor de caballero te lo asegura el marqués de Brezé -añadió sañudamente Renato-. ¡Goza el fruto de la iniquidad de que te hicieron cómplice! Ahí te dejo a tu esposa. ¡Adiós! ¡Ya no tienes amo! ¡El marqués de Brezé se irá lejos, muy lejos... para siempre!

-¡No! -gritó Vilain-. ¡Antes yo, antes!

Al hablar así se persignó y besó las reliquias y amuletos que al cuello llevaba colgados. Después se acercó a Amelia, y con irresistible impulso la besó también en la frente; sus labios quemaban; Amelia dio un chillido de terror y de repulsión.

El aldeano salió de la estancia. Sus pasos fuertes resonaron un momento en la antecámara; luego se pudo oír que crujían bajo sus pies los peldaños de la retorcida y angosta escalera que ascendía al piso más alto de la torre. Parecían las pisadas de un hombre de piedra. Amelia, impresionada, se echó en brazos de Renato; luego los dos, instintivamente, corrieron detrás de Vilain.

Cuando llegaron al último piso del torreón, vieron abierta la ojival ventana, y tapándola, cubriendo la luz del Poniente, una masa oscura, que desapareció. Horrorizados, asomáronse. El cuerpo de Juan Vilain, detenido un momento por la cornisa, cuyas piedras desgastadas le servían de almohada, volvía a rodar y se desplomaba recto, ya sin vida probablemente, al foso, entonces seco. Y el bretón quedó allí, la faz vuelta al cielo, extendidos los brazos, los ojos vidriosos y la cara entre el marco de sus largos cabellos de siervo, enmarañados y rubios. Silvano, a su lado, aullaba desesperadamente.


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando