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Misterio (Bazán): 31

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Misterio
Cuarta parte - Picmort

de Emilia Pardo Bazán


La llegada

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Al pie de una estribación de la cordillera que atraviesa en sentido longitudinal a Bretaña y se prolonga por Normandía para morir en Cherburgo; en el punto más cercano a la abrupta costa, punto que podríamos fijar -si se nos exigiese gran exactitud geográfica- entre Saint Brieuc y Dinán, pero mucho más cerca de Saint Brieuc, se encuentra, enclavado en plena tierra baja bretona, el castillo de Picmort. Rodéale una de las frondosas y seculares selvas que caracterizan a este país y contribuyeron a que pudiese desarrollarse en él la memorable guerra de guerrillas conocida por chuanería; y apenas traspuestos los últimos matorrales que sirven de lindero a los bosques, empieza la melancólica región de las landas, las mornas y las dunas, envueltas en nieblas, salpicadas de negruzcas piedras que se confunden con los monumentos megalíticos, y terminando, donde ya puede oírse el fragor del mar y verse la línea de los escollos, en extensiones infinitas de movediza arena.

El castillo de Picmort pertenece al marquesado de Brezé, por el feudo de Guyornarch, que permite tan ilustre casa preciarse de descender de los antiguos reyes soberanos de Bretaña desde el noveno siglo de nuestra era. Y a decir verdad, no obstante las vicisitudes políticas y la invasión de las nuevas ideas, continúan los marqueses de Brezé, cuando ocurre lo que va a saberse, ejerciendo efectiva soberanía en aquel rincón del mundo. No hay en el angosto valle que dominan los vetustos torreones de Picmort, fundados, según tradiciones locales, sobre el palacio del rey Erispol, que yace bajo tierra, sepultado en los cimientos de la Bastilla, un pastor envuelto en pellejas de cabra, ni un aldeano de luenga cabellera, bordada chaquetilla, amplias bragas y sombrerón de fieltro, que no acate el señorío de la casa de Brezé, respetándolo cual se respeta a la divinidad, y cuando, atraído por la abundancia de aves frías en las marismas y de corzos en la floresta, el último Brezé pone el pie en sus dominios, recoge a cada instante pruebas de este extraño y decidido amor del bretón a sus señores.

Una tarde, a la hora en que el sol se pone y sus murientes rayos doran el liquen de los rudos pedruscos célticos, dirigíanse hacia la extremidad de la selva, viniendo de las dunas, una mujer y un hombre, el cual llevaba un niño en brazos. Caminaban trabajosamente, con evidentes señales de fatiga, sobre todo la mujer, que alzaba a duras penas los piececitos diminutos, calzados con los zuecos correspondientes al traje de aldeana que vestía y a la blanca cofia bretona que encubría sus rubios cabellos. Al fin, exhalando un suspiro, dejose caer en un ribazo. Su compañero entonces se acercó a ella solícito.

-Señora -advirtió en tono de singular respeto-, va a anochecer; no llegaremos, y será preciso dormir al raso con la criatura. ¡Un esfuerzo! Detenernos a tal hora es peligroso.

-Son los zuecos que me han magullado los pies -murmuró la mujer, que era joven y encantadora-, pero no importa. ¡Arriba!

Y se incorporó, mordiéndose los labios para reprimir el dolor, e intentando volver a andar; pero a los tres pasos palideció y declaró con desaliento:

-¡No puedo! ¡No puedo! ¡Qué va a ser de nosotros!

El hombre -que no era sino nuestro conocido Luis Pedro- movió la cabeza, pero no se atrevió a insistir.

Depositó al niño dormido sobre el suelo y se enjugó el sudor con nerviosa mano.

Ladridos lejanos interrumpieron el silencio del bosque, y pronto un enorme perrazo, un soberbio mastín de guarda, saltó de entre la maleza. El niño, despertándose, rompió a llorar; la mujer, a pesar de su abatimiento, se incorporó. El trote de un caballo, que se aproximaba, acababa de resonar sobre la seca tierra.

-Aquí, Silvano. ¡Santas y buenas tardes! -exclamó el jinete echando pie a tierra con agilidad.

Era un mozo aldeano, alto, bien formado, de hermosa cara imberbe y abundante melena.

-¿Son las personas que aguardamos en Picmort? -preguntó.

-Las mismas -apresurose a contestar Luis Pedro-. ¿Y tú eres Juan Vilain?

-Juan Vilain soy, para servir a Dios y a mi señor el marqués de Brezé... En el aviso que he recibido se me dice que llegarán una mujer, un niño y dos hombres.

-Nuestro compañero se ha quedado en la costa -respondió evasivamente Luis Pedro-. Se nos reunirá más tarde.

-Cuando llegue será bien venido -contestó Vilain con grave cortesía-. Entretanto cumplamos lo que el señor ordena. Es su voluntad que nadie en la comarca sepa que ustedes se encuentran en el castillo. Prepárense a hacer lo que yo les diga.

-Se hará punto por punto, Juan Vilain. Sé que eres un servidor fiel y de casta de valientes.

El bretón no pestañeó ante el elogio. Tomó en peso a la fatigada jovencita y la sentó cómodamente en el albardón del jaco. Cogió luego al niño, y, acariciándole para tranquilizarle, se lo echó al hombro izquierdo. Con la diestra agarró la brida del caballejo, y, guiando, retrocedió hacia el bosque.

Necesitábase conocer el terreno palmo a palmo para tal caminata a tales horas. Se acercaba la noche; dentro del bosque se espesaban las tinieblas. El caballejo, a no dirigirle la experta mano de Juan Vilain, y a no precederle, moviendo la cola, Silvano -cuyo infalible instinto le decía que se necesitaban allí batidores-, hubiese hocicado mil veces en los cepos de árboles cortados, que apenas sobresalían de la tierra, ocultos bajo la vegetación y la capa de hojas secas ya convertidas en humus. Iban muy despacio, para evitar el riesgo y para que Luis Pedro, más cansado de lo que él mismo creía, pues era de débil complexión y miembros raquíticos, pudiese seguirles. El niño se agarraba confiadamente a Juan Vilain, con quien había hecho buenas migas, y de tiempo en tiempo le dirigía la eterna pregunta infantil:

-¿Falta mucho?

No debía de faltar poco más de tres horas anduvieron así, a través de los árboles de alto fuste y copa anchurosa, vestidos de musgo y de muérdago. Por fin desembocaron en un claro, especie de glorieta natural, y allí Vilain paró al jaco y ayudó a Amelia a bajarse de él, cogiéndola por la cintura. Puso en tierra al niño; ató luego la cabalgadura a un roble y sacó del bolsillo de sus bragas una pequeñísima linterna, que encendió con la mecha del eslabón, y alzando la luz para que se proyectase sobre la cara de Luis Pedro, dijo con tono cauteloso, que revelaba la rústica desconfianza del cazador y del guerrillero:

-¿El santo y seña?

-Giac y Santa Ana -apresurose a articular la delicada voz de la joven.

-¡Bien! -contestó el mozo-. Ahora ya estamos seguros de que somos amigos. Mi señor me ha escrito una carta, con detalladas instrucciones, que trajo un arrendatario suyo de Matignon, y me ordena que queme la carta. Obedezco.

Diciendo así, sacó de la faja un papel doblado, y encendiendo la mecha de su eslabón, la acercó a una punta del papel. Prendió el fuego y ardió la carta, que Vilain sostuvo entre sus dedos hasta que estuvo cierto de que se reducía a cenizas completamente. Después se orientó, guiado por el mastín, y registrando la espesura a la izquierda, más allá de la glorieta, apartó matorral y desvió un grueso pedrusco, que cubrían zarzas y carrascas. Quitado el pedrusco apareció patente un hueco, especie de agujero en declive, semejante a la boca de la cueva de alguna alimaña. Ensanchó y despejó Vilain lo mejor que pudo aquella boca, y con una señal indicó a Luis Pedro que era forzoso pasar por allí, dando ejemplo con el niño en brazos. Y como este, asustado, lloraba, la joven se le acercó, le sosegó con palabras cariñosas, le impuso el silencio, exclamando:

-Baby Dick, si gritas, vendrá un hombre malo que nos hará a todos mucho daño y que me separará de ti. ¿Quieres que te lleven adonde yo no esté o quieres venir conmigo?

-Contigo, contigo -repitió el pequeñuelo, abrazándose apasionadamente al cuello de la hija de Dorff.

-Pues ve ahora con este, que es muy bueno y no nos separa -repuso ella sonriendo de una manera seductora a Juan Vilain.

El aldeano, pon un momento, se quedó mirándola embebecido. Después se enhebró por el agujero, y tras él Amelia y Luis Pedro siguieron resueltamente. Amelia, descalzándose los zuecos que la mortificaban y que Juan Vilain guardó en los bolsillos de la chaquetilla, caminó sin otro calzado que sus gruesas medias de lana.

En los primeros instantes tuvieron que deslizarse casi a gatas, pues la entrada era angostísima; a poco, el pasadizo subterráneo, de gredosas paredes, se ensanchó y pudieron enderezarse. Pronto alcanzaron un salón circular, sustentado por postes de granito y cuyo suelo estaba alfombrado de seca hierba. Al llegar allí, Vilain soltó al niño; volvió atrás, y se dedicó a esconder con maleza la entrada. Hecho esto se reunió con sus protegidos, se dirigió a un ángulo del salón y les presentó una cesta con provisiones. Pan, vino agrio, queso y leche eran el refrigerio; el hambre de los viajeros lo encontró exquisito. Sentados en el heno seco, bebieron y comieron; Juan Vilain no pronunció palabra. De vez en cuando, sus ojos de cambiante color se fijaban en Amelia con una especie de admiración. La cofia blanca bretona, de austeras líneas monacales, realzaba la hermosura de la niña.

Consumida la frugal merienda, Vilain dirigió la luz de la linterna a la pared; descubrió una reja de hierro y la abrió con mohosa llave. Detrás de la reja apareció otro pasadizo más angosto, pero elevado y en cuesta, que torcía a la derecha de pronto y por el cual ascendieron cosa de veinte minutos. El término de aquella galería eran los primeros peldaños de una escalera ascendente de piedra caliza, y el final de la escalera otra galería ya abovedada, que tenía trazas de obra arquitectónica. La galería formaba un recodo, y luego la cerraba fuerte puerta de roble bardada de hierro. Juan Vilain, valiéndose de la misma llave, la hizo jugar en la cerradura. La recia puerta giró fácilmente; era el ingreso en una sala octógona; enfrente otra puertecilla, y por esta franco el camino para una escalera más, escalera de pesadilla, pendiente, inacabable. Amelia, aunque ya exhausta, ascendía con resolución, sacando fuerzas de la energía de su espíritu. Hubo un momento, sin embargo, en que desfalleció; la falta de aire, en aquellas lobregueces subterráneas, la causaba una tortura indefinible, ansia de muerte. Juan Vilain, al verla próxima a caer al suelo, sin soltar al niño, se precipitó a sostenerla y la ayudó, con infinita delicadeza instintiva, a salvar las escaleras que restaban.

En lo alto, una ráfaga de aire fresco la consoló. Hallábanse en el fondo de un aljibe sin agua; arriba, en el trecho de negro cielo que descubría la boca del pozo, brillaban las estrellas. Era aquello una nueva precaución militar; por una escalera de mano, el pozo, previniendo nuevos recursos, ofrecía salida a los sitiados para evadirse cuando no les fuese posible la defensa. Se podía descender a la mina por el pozo, aun cuando la otra comunicación se interceptase, y al pozo podía también llegarse por un reducto cubierto.

El soplo de aire vivo reanimó a Amelia; en sus sienes se congeló el sudor. Pudo avanzar por la sombría mina. De improviso, creyeron que por ensalmo se colaba al través de la pared Juan Vilain. El bretón había apoyado el cuerpo en el muro y este pareció ceder suavemente, dejando franca una entrada reducidísima, por la cual pasaron de costado los demás, saliendo a un gran patio, al pie de altos torreones grises, invadidos por la yedra. Cuando Amelia y Luis Pedro miraron hacia atrás, la abertura no existía. Juan Vilain sonreía silenciosamente del asombro de los dos.

Apoyó luego un dedo sobre sus labios; hizo señal a Luis Pedro, que llevaba la linterna, de que no la apagase, y acercándose al torreón de la derecha empujó una poterna baja, que cedió. Subieron una escalera de caracol; cruzaron una antesala; pasó delante Juan Vilain, y con cierta solemnidad franqueó la puerta de un salón, brillantemente iluminado por centenares de bujías, en candelabros de porcelana y aplicaciones de tallado cristal.

Era aquella estancia un ejemplar perfecto del estilo refinadísimo de la época de Luis XV; el capricho de una marquesa de Brezé en quien su marido adoraba, pero a quien por desesperados celos arrebató de la Corte y confinó en el solitario castillo de Picmort para separarla eternamente de un galán emprendedor y atrevido, y que, enferma de languidez, quiso rodearse de los primores y exquisiteces de la vida en Versalles, hasta que la muerte la sorprendió entre sedas, encajes y flores... Y se había quedado vacío el salón con sus mitológicas pinturas, sus dorados biombos, sus sofás voluptuosos, sus jarrones de azul celadón, los mil dijes y monerías de plata, marfil y, esmalte, indispensables al tocador de una dama de calidad. Hasta el pañuelo de encaje de la señora de Brezé permanecía donde por última vez lo había arrugado la mano febril de la moribunda.

-Dice mi amo -pronunció Juan Vilain dirigiéndose a Amelia- que esta habitación es para usted. Pero le advierto que las ventanas de este que llaman en el país el tocador de la marquesa se han conservado siempre cerradas. Hay una conseja que corre entre los aldeanos, y es que, cuando estas ventanas se abran, la muerte volverá a visitar el castillo. Verlas abiertas despertaría extrañeza y daría lugar a hablillas. Puede usted dormir aquí, pero de día será mejor haga usted uso de las habitaciones altas del torreón. Aunque los pastores y los labriegos vean cruzar la figura de una mujer por las ventanas del último piso creerán que es alguna criada, o una de mis hermanas que se ha venido de Saint Brieuc.

-Tienes razón a fe, Juan Vilain -dijo el sombrío Luis Pedro.

-Eres prudente -añadió Amelia dirigiendo al bretón dulce sonrisa-. Bien hace el Marqués al fiar en ti.

Vilain no contestó. Amelia, con aquel dominio natural que sabía ejercer, añadió, dejándose caer en una butaca:

-Ahora, Vilain, aloja a mi acompañante; dale habitación y cama. Yo veo ahí la que se me destina. Tráeme un colchoncito para acostar al niño, que no se aparta de mí -añadió acariciando al pequeñuelo, que miraba atónito el iluminado y brillante salón, después de tantas oscuridades y tanta escalera lóbrega-. Y ahora, durmamos, descansemos... ¡Falta nos hace!

Los dos hombres se retiraron. La luz del alba blanqueaba ya la cima de las torres de Picmort.


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando